Lecciones del Silencio

**Lecciones de silencio**

Cuando Javier entró en el aula, eran las ocho de la mañana, y el aire olía a humedad, a desayuno escolar y a tiza vieja. Una atmósfera pesada flotaba como una niebla espesa, y las tablas del suelo crujían bajo sus pies, como si protestaran por la hora tan temprana. Cerró la puerta y se detuvo un instante a mirar por la ventana. Afuera, una llovizna fina resbalaba por los cristales, dejando marcas grisáceas en el alféizar, como si alguien hubiera esparcido acuarela con desgana. Octubre era frío y húmedo, y ese clima se colaba dentro, anidando en los rincones del aula y en los silencios entre las miradas.

Los alumnos estaban callados. Demasiado callados. No solo en silencio, sino como si estuvieran congelados, tensos, como si presintieran una desgracia o ya la conocieran.

Javier se acercó a la pizarra, dejó su carpeta gastada sobre la mesa, se sacudió el pelo de la chaqueta, pero no se sentó. Parecía que no había entrado en su clase habitual, sino en un lugar donde algo irreparable acababa de ocurrir, y todos temían mencionarlo. Sin volverse, dijo:

—Bueno, ¿alguien me explica por qué los libros siguen cerrados?

Silencio. Incluso los que solían moverse, empujar al compañero o cuchichear tras un cuaderno, permanecían inmóviles, como si alguien les hubiera ordenado callar. La tensión en el aula era palpable, como una cuerda a punto de romperse. Javier se giró. Todas las miradas estaban fijas, no en él, sino en el rincón, junto a la ventana, donde en la última fila, sentada sola, estaba Lucía Mendoza.

No lloraba. Solo miraba por la ventana, donde la lluvia resbalaba perezosamente, dejando trazos borrosos en el cristal. Su rostro estaba inmóvil, como tallado en cera. Sobre el pupitre, su agenda abierta en una página en blanco, como si hubiera querido escribir algo pero su mano se hubiera negado. Junto a ella, un bolígrafo sin capuchón, ese que hacía click nerviosamente durante los exámenes. Nada más. Ni cuadernos, ni libros, ni estuche. Solo una mochila en el suelo, medio abierta, con la esquina de un papel asomando, como un pensamiento a medias, atrapado en el pasado.

Javier esperó. Luego se acercó despacio. Por el camino, lanzó sin mirar:

—Los demás, abran el libro de física. Problema tres, lean con atención.

Se sentó junto a Lucía. Ella no se movió. Permaneció quieta, como si él fuera invisible.

—¿Qué pasa?

—Nada —respondió ella en un susurro. Su voz era frágil, como cristal fino, a punto de romperse bajo la más leve presión. Cada palabra sonaba como si pudiera ser la última.

No insistió. Se quedó a su lado. En silencio. Después se inclinó, sacó con cuidado el cuaderno de su mochila y lo colocó frente a ella. Sin preguntar. Sin mirarla a los ojos. Ella no se resistió. Sus manos seguían quietas sobre las rodillas, como las de una estatua.

—Lucía —dijo él en voz baja—, si hay algo grave, puedes decirlo. No te lo guardes. Las cosas no desaparecen, se acumulan como un peso.

Frunció el ceño. Sus labios temblaron levemente. Se volvió hacia él, apenas un gesto.

—¿Y qué va a decir usted? ¿Lo de siempre? «Eres fuerte, aguanta». ¿O empezará a preguntar qué pasa en casa, por qué mi madre no se levanta de la cama? ¿Y luego añadirá: «La infancia es la mejor época, valórala»? ¿Ridículo, no? Valorarla. Acostarte pensando en no oírla llorar en la habitación de al lado. O que el vecino grite y tire platos. O que el frigorífico zumbara mientras dentro solo hay estantes vacíos. ¿Eso es la mejor época?

Su voz era tranquila, pero agotada. Como si repitiera palabras que había dicho mil veces. En sus pensamientos, en sus sueños, en su soledad.

Javier calló. Miró su agenda, donde al margen había dibujado casas, solitarias, sin luz en las ventanas. Una de ellas estaba tachada, como derrumbada.

—A veces el silencio es una salida —susurró—, pero no una solución.

Lucía alzó la vista. No había lágrimas en sus ojos. Solo obstinación y cansancio, ese que no viene de una sola noche en vela, sino de una vida demasiado adulta para un corazón de niña.

—¿Sabe lo que es volver a casa y fingir que todo está bien? Cuando mi padre se fue, mi madre se apagó, y tienes que hacer la comida con lo que queda porque no hay ni para pan. ¿Y luego sonreír en clase porque hay que hacerlo, porque si no lo haces tú, ¿quién lo hará? ¿Sabe lo que es oír gritos tras la pared y esperar a que venga la ambulancia, porque sabes que tarde o temprano vendrá?

Hablaba bajo, pero su voz vibraba como una cuerda tensa, no de rabia, sino del peso de tanto tiempo callada.

Javier la miró y no dijo nada. No esperaba una respuesta.

—Tengo trece años. Y ya sé que nadie vendrá a ayudarme. Todos dicen palabras bonitas, hacen gestos, prometen. Y luego desaparecen. No quiero que usted también desaparezca. Y no quiero lástima. La lástima es mirar desde arriba. Yo no estoy abajo.

Asintió. Luego se levantó.

—No miro desde arriba. Y no desapareceré. Estaré aquí. Todos los días a las ocho. Es todo lo que puedo dar. Y además… un cocido. No hecho del aire.

Bajó la vista de golpe, como si temiera creerlo.

—¿Qué cocido?

—Con garbanzos, carne, verdura. Uno de verdad. Lo haré en casa. Lo traeré. Si no te importa.

—Si lo trae —dijo ella en voz baja—, fregaré los platos. En serio.

Quiso decir algo más. Algo importante. Pero calló. A veces el silencio también es una promesa, si guarda algo de calor.

Un trozo de tiza chirrió en la pizarra. Alguien empezó a copiar el problema. La vida seguía, ni más fuerte ni más suave, simplemente como sabía hacerlo.

Javier volvió a su mesa. Alzó la vista y vio que Lucía había abierto el cuaderno. Despacio, como si temiera que alguien se lo impidiera. Como si fuera el primer movimiento tras una larga paralización.

Hizo como si no lo viera. A veces, una lección en silencio habla más alto que cualquier palabra.

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