Hace tiempo, en un rincón de mi memoria, guardo aquel momento que aún hoy me roba el sueño. La culpa me devora como una bestia hambrienta, sin dejarme paz ni un instante. Era como si estuviera al borde de un abismo, desgarrada entre el deber y mis propios temores. Todo porque estaba embarazada de ocho meses, y mi vida estaba a punto de cambiar para siempre. Tras la boda, me mudé con mi marido a otra ciudad, dejando atrás mi hogar en un pueblecito perdido cerca de Toledo, a cientos de kilómetros. Mis padres se quedaron allí, y nos veíamos poco, apenas unas veces al año, contadas con los dedos de una mano.
Una tarde, durante una de esas visitas, mi madre y yo estábamos en la pequeña cocina de nuestro piso en Madrid, tomando café. Entre sorbos, ella recordaba lo difícil que fue cuando yo nací. Me habló de cómo se quedó sola con un bebé en brazos, agotada hasta las lágrimas, y cómo solo mi abuela la salvó de la desesperación. Sus palabras me llegaron al alma: me vi en su lugar, perdida, sin saber qué hacer con un recién nacido. Y entonces, sin pensarlo, solté: “Mamá, ¿por qué no vienes a quedarte un tiempo después del parto? Me ayudarías mucho.” Sus ojos brillaron como si le hubiera dado una segunda vida, pero enseguida me dejó helada: “¡Ay, hija, tu padre y yo encantados nos quedamos un año! Y alquilamos nuestro piso para ayudaros con los gastos.”
Me quedé muda, como si me hubieran arrojado agua fría. Sus palabras resonaban en mi cabeza como una campana de alarma. Quiero mucho a mi padre, con toda mi alma, pero yo solo había invitado a mi madre, y no por un año, sino por unas semanas, un mes a lo sumo, hasta que me sintiera segura. Pero ¿un año? ¿Y con mi padre? De pronto, lo vi todo claro: mi padre, fumando en el balcón, como siempre. Cuando estamos solos, paso por alto ese olor a tabaco que lo impregna todo, pero ¿con un bebé? No quiero que mi hijo respire ese humo, que sus pulmones se llenen de ese aire amargo. Y en invierno, mi padre abriendo y cerrando la puerta del balcón, dejando entrar el frío. Ya me veía, con el niño tosiendo, y yo desesperada, sin saber cómo protegerlo.
Y eso no era todo. Mi padre, aburrido, pasaría el día viendo la tele a todo volumen o arrastrando a mi marido a tomar cerveza hasta altas horas. No me molestaría en otras circunstancias, pero con un recién nacido necesito a mi marido cerca, no perdido en un bar. Me imaginé ese año: ruido, humo, estrés, y el corazón se me encogió de miedo.
Al final, respiré hondo y le dije a mi madre: “Mamá, solo quería que vinieras tú, y no por un año, sino un mes, como mucho.” Su rostro se nubló, los ojos llenos de decepción. “Sin tu padre no voy. O los dos, o nada”, contestó secamente antes de marcharse, dejándome en un silencio que pesaba como una losa. Ahora, en la oscuridad, me pregunto si hice bien. ¿Fui demasiado dura? ¿Debería haber aceptado, tragarme mis miedos por hacerla feliz? Pero ¿cómo iba a aguantar un año entero si ya ahora me ahogo solo de pensarlo?
La culpa me susurra que soy egoísta, que mi madre solo quiere ayudarme y yo la rechazo. Pero el corazón me grita que no podré con todo, que debo proteger a mi hijo, mi hogar, mi nueva vida. No sé qué hacer. Por las noches, escucho a mi marido respirar junto a mí y dudo: ¿y si me equivoqué? ¿Y si mi madre tiene razón y le estoy negando estar ahí cuando más la necesito? ¿O tengo yo razón y debo defender mis límites antes de que otros los rompan? A veces me pierdo en estos pensamientos, buscando una luz que me guíe en esta oscuridad.







