Hace tiempo, en un rincón de mi memoria, recuerdo aquel invierno cuando le propuse a mi madre venir a vivir con nosotros un mes después del nacimiento de mi hijo. Pero ella, en lugar de aceptar mi oferta, decidió mudarse un año entero y traer consigo a mi padre.
Tres noches llevo sin pegar ojo. La remordimiento me devora como una bestia hambrienta, sin concederme un instante de paz. Me siento al borde del abismo, desgarrada entre el deber y mis propios temores. Todo porque estoy en el octavo mes de embarazo, y mi vida está a punto de cambiar para siempre. Después de la boda, me mudé con mi marido a otra ciudad, dejando atrás mi hogar en un pequeño pueblo cerca de Toledo, a cientos de kilómetros. Mis padres se quedaron allí, y nos vemos poco a veces ellos vienen, otras vamos nosotros, pero esos encuentros se cuentan con los dedos de una mano.
En una de esas visitas, mi madre y yo estábamos en la cocina de nuestro piso, tomando una tila mientras ella recordaba lo difícil que fue cuando yo nací. Me habló de cómo se quedó sola con un bebé en brazos, agotada hasta las lágrimas, y cómo solo mi abuela la salvó de la desesperación. Sus palabras me atravesaron el alma me vi en su lugar, perdida, asustada, con un recién nacido entre mis brazos. Y entonces, casi sin pensarlo, solté: «Mamá, ¿por qué no vienes después del parto? Quédate un tiempo, ayúdame». Sus ojos brillaron como si le hubiera dado una segunda oportunidad. Pero acto seguido, me dejó helada: «¡Ay, hija, tu padre y yo nos encantaría pasar un año con vosotros! Y alquilaremos nuestro piso para ayudaros con los gastos».
Me quedé inmóvil, como si me hubieran arrojado un cubo de agua fría. Sus palabras resonaban en mi cabeza como campanadas. Quiero a mi padre con toda mi alma, pero solo había invitado a mi madre, y no por un año, sino por unas semanas, un mes a lo sumo solo hasta encontrar mi ritmo, mi lugar como madre. ¿Un año entero? Y con mi padre De inmediato, imaginé la escena: mi padre, como siempre, saliendo al balcón a fumar. Cuando estamos solos, hago como que no noto el olor a tabaco que impregna todo. ¿Pero con un bebé? No quiero que mi hijo respire ese humo, que sus pulmones se llenen de ese aire espeso. ¿Y en invierno? Él abrirá y cerrará la puerta del balcón, dejando entrar el frío. Ya lo veo: mi hijo tosiendo, resfriado, mientras yo me desespero sin saber cómo protegerlo.
Y eso no es todo. Mi padre se aburre cuando nos visita no sabe qué hacer. O se pasa el día viendo la televisión con sus películas antiguas a todo volumen, o arrastra a mi marido a tomar cervezas y vuelven de madrugada. No me molesta que se relaje, pero con un recién nacido necesito a mi marido en casa, no en una taberna con su suegro. Solo de imaginar ese año el ruido, el humo, el desorden, se me encoge el corazón de angustia.
Reuní valor y le dije claramente: «Mamá, solo te invito a ti, y no por un año, sino por un mes, como mucho». Su rostro se ensombreció, sus ojos se llenaron de decepción. «Sin tu padre no voy. O los dos, o ninguno», respondió secamente antes de marcharse, dejándome en un silencio que pesaba como una losa. Ahora, aquí estoy, mirando fijamente la oscuridad mientras mi alma se parte en dos. ¿Hice bien? ¿Fui demasiado dura? ¿Debería haber cedido, tragarme mis miedos por hacerla feliz? Pero ¿cómo iba a soportar ese año si ya siento que me ahogo solo de pensarlo?
La conciencia me susurra que soy egoísta, que mi madre solo quiere ayudarme y yo la rechazo. Pero el corazón me grita que no podré con todo, que debo proteger a mi hijo, mi hogar. No sé qué hacer. Por las noches, escucho la respiración tranquila de mi marido a mi lado y me pregunto: ¿me equivoqué? ¿Tiene razón mi madre? ¿Le estoy robando la oportunidad de estar junto a mí en un momento tan importante? ¿O acaso yo tengo razón y debo defender mis límites antes de que otros los derriben? ¿Dónde está la verdad en todo esto? Me pierdo en estos pensamientos y necesito una luz que me guíe fuera de esta oscuridad.







