Una gota de agua caía del grifo justo en el centro de la tortilla reseca — tic, tic, tic. Marta se quedó quieta frente al fregadero, apretando la esponja entre los dedos. La sartén del día anterior la miraba con reproche, rodeada de manchas amarillas y migas de pan. A su lado, un plato con mantequilla esparcida, una taza con restos de café, un cuchillo pegajoso de mermelada. Javier ya se había ido al trabajo en su viejo Seat Ibiza, dejando tras el desayuno su habitual obra de arte matutina. Todo esperaba pacientemente las manos de Marta, como llevaba haciendo los últimos tres años.
“Otra vez”, pensó Marta y giró el grifo sin pensar. El agua caliente silbó, haciendo espuma en la sartén. Empapó la esponja, le echó un chorrito de lavavajillas y se puso manos a la obra.
Hacía tres meses que le había pedido a Javier que la ayudase con los platos por primera vez. Él había levantado las cejas como si le hubiese propuesto pintar el techo de la Capilla Sixtina o aprender chino.
—Mar, pero si esto es una tontería —dijo entonces, sin apartar la vista del partido de fútbol en la tele—. Cinco minutos y listo.
Cinco minutos. Cada mañana. Cada noche. Marta frotaba la esponja, calculando mentalmente: en un año, esas “tonterías” sumaban treinta horas. Una semana laboral entera frente al fregadero.
La sartén no cedía fácil. La grasa seca requería esfuerzo, paciencia, incluso un estropajo. La yema se había incrustado en el antiadherente, dejando manchas amarillas. Mientras restregaba, recordó la noche anterior: Javier tumbado en el sofá con el móvil, scrolleando redes sociales mientras ella limpiaba en solitario los restos de su cena.
—Javi —llamó con cuidado, intentando no sonar reprochadora—, ¿podrías lavar tu plato?
Ni siquiera alzó la vista. El pulgar seguía deslizándose por la pantalla —fotos, gatitos, memes—.
—Ahora… —murmuró distraído—. Hoy ha sido un día complicado.
Siempre era “un día complicado”. Proyectos urgentes, clientes llamando, jefes exigiendo informes. ¿Y ella? ¿Acaso estaba de vacaciones? También trabajaba, en una pequeña gestoría, ocho horas al día como todo el mundo.
Marta dejó la sartén limpia en el escurreplatos y se ocupó de la taza. Los posos del café se habían convertido en una pasta marrón. Restregó el porcelana mientras se preguntaba por qué le molestaba tanto algo tan trivial. No era el tiempo —diez minutos—, sino que Javier ni siquiera notaba su esfuerzo.
Para él, los platos sucios desaparecían solos, y los limpios aparecían por arte de magia. Como la ropa que salía planchada de la lavadora. Como los alimentos del frigorífico que se transformaban en cena caliente. Como el polvo que se evaporaba sin que nadie pasase un trapo.
En su mundo, el hogar funcionaba solo, como la luz al pulsar un interruptor.
—Necesito ayuda —dijo una semana después, cuando dejó en el fregadero no solo un plato, sino una olla entera de cocido. Tres litros de esmalte con restos pegados. No dinero, no regalos. Solo que se diese cuenta.
Javier alzó la vista del portátil, genuinamente confundido.
—¿Tan grave es? ¡Es un momento! Tengo el proyecto que me quema, los clientes llamando, ¿y me hablas de una olla?
Un momento. Marta lo miró —su expresión sincera, irritada— y entendió: realmente no lo veía.
En su cabeza, lavar un plato era enjuagar: treinta segundos. No contaba vaciar el fregadero, calentar el agua, buscar la esponja, el jabón, frotar, aclarar, secar… ¿Y si en vez de un plato eran diez? ¿Y si sumabas cazuelas, tazas, cubiertos?
Esa noche, escuchando su respiración tranquila, Marta se revolvió en la cama.
“¿Y si simplemente… no lo hago?”
No por venganza. Solo dejar de hacer lo que él consideraba “un momento”. Que viese cuánto tiempo llevaba realmente.
Por la mañana, hizo café en la cafetera, un par de tostadas, desayunó y se fue al trabajo sin tocar el fregadero. La taza de Javier seguía ahí, con marcas de labios y migas.
Durante el día, no pudo evitar imaginárselo llegando a casa. ¿Lavaría? ¿Se quejaría? ¿Ni se fijaría?
Por la noche, había dos tazas. Platos de la cena, cubiertos. Javier no dijo nada —solo cogió vajilla limpia del armario, como siempre.
—¿Qué tal el día? —le dio un beso en la mejilla.
—Bien —contestó Marta, viéndole coger un yogur del frigo y una cuchilla limpia.
Al segundo día, los platos sucios aumentaron.
Al tercero, la torre en el fregadero creció como una estalagmita.
Javier rebuscó en los armarios, sacando vajilla de reserva.
Al cuarto día, empezó a “reciclar”: usó la misma taza para el café y el té, enjuagó el plato del desayuno y lo guardó.
Al quinto, rescató un vaso de los tiempos de su abuela. Luego, con cuidado, un plato del servicio de porcelana que solo usaban en Nochebuena.
Aguantó sin quejarse. Solo movimientos más cautelosos, miradas fugaces al fregadero abarrotado.
Al sexto día, se sumaron sartenes. Javier hizo unos huevos en la sartén pequeña de tortillas —la normal estaba bajo una costra de grasa—. Marta cocinó pasta en el único cazo limpio que encontró.
Al séptimo día, la cocina parecía el escenario de una película de terror. El fregadero rebosaba; platos se extendían por la encimera, el alféizar, incluso un par de cuencos en una silla. Un olor agridulce flotaba en el aire, mezclado con leche agria de una taza olvidada. Una mosca zumbaba junto a la ventana.
Javier entraba en la cocina como un soldado en campo minado. Abría armarios con desesperación, encontrando al final un plato de plástico infantil —rosa, con conejitos—. Comió ensalada con él, fingiendo normalidad.
Marta sintió un alivio extraño. Por primera vez en tres años, no se sentía la empleada doméstica. No corría con la bayeta, no asfixiaba el desorden en solitario. Aunque la cocina fuese un caos, Javier ya no podía fingir que los platos se limpiaban solos.
Ahora veía la realidad: cuánta vajilla usaban al día. Cuánto tiempo llevaba limpiarlo. El esfuerzo diario, monótono, invisible.
“¿Cuánto aguantará?”, pensó Marta, removiendo lentejas con la cuchara de palo.
La respuesta llegó esa misma noche.
—¡Marta! —rugió Javier al entrar, bolsa del Mercadona en mano—. ¿Qué coño pasa aquí?
Se quedó helado en el umbral, nariz arrugada por el hedor.
—¿Estás enferma? ¡Esto es… es una pocilga! ¡Huele a basura!
Ella lo miró con calma.
—Nada. Solo vivo.
—¿Vivir así? —señaló la “torre de Babel” de platos—. ¡Esto es inhumano!
—Tú decías que era un momento —dijo, apartando las lentejas del fuego—. Hazlo en un minuto, pues.
—¿Cómo? ¡No queda ni un plato limpio!
—Exacto —Javier abrió la boca, la cerró, y finalmente, mirando el desastre con los ojos bien abiertos, murmuró: “Vale, lo pillo, amor, desde hoy me pongo el delantal”.