Una tarde, tras otro día agotador en el trabajo, llegué a casa y lo vi todo patas arriba otra vez. Platos sucios en el fregadero, migajas por la mesa y ni rastro de comida en la nevera. Harta, le solté a mi nuera: “Carla, si tuvieras un ápice de decencia, al menos una vez en tu vida lavarías tu plato”. Y mi hijo, Javier, tuvo el descaro de acusarme de destruir su matrimonio.
A los 22 años me quedé sola con mi niño. Mi marido, como tantos otros, decidió que la paternidad no iba con él. Lo de trabajar, mantener la casa y pensar en alguien más que en sí mismo le pareció demasiado esfuerzo. Prefirió la vida fácil: fiestas, mujeres más jóvenes y desaparecer sin dejar ni una nota. Aunque fuera un inútil, la verdad es que, mal que bien, tener a alguien al lado alivia. Pero no, a mí me tocó cargar con todo.
Javi entró en la guardería y yo me partí el lomo trabajando. Llegaba a casa muerta de cansancio, pero siempre había comida recién hecha, la ropa planchada y el niño limpio como una patena. Así me crió mi madre. En esos tiempos, la gente tenía otra educación.
Reconozco que consentí demasiado a Javier. Con 27 años, el chico no sabe ni freír un huevo. Siempre hice todo por él. Cuando se casó, pensé: “Bien, ahora que se ocupe su mujer. Por fin podré respirar”. Pero, ay, qué ilusa fui.
Un día, mi hijo anunció: “Mamá, Carla y yo nos quedaremos contigo un tiempo, hasta que nos organicemos”. Di mi bravó a torcer. “Jóvenes, al fin y al cabo”, pensé. “Ella cocinará, limpiará… lo normal”. Pero resulta que Carla era, digámoslo amablemente, un desastre. No limpiaba, no fregaba, ni siquiera recogía su propia ropa. Tres meses viviendo como en una residencia universitaria: yo cocinando para tres, limpiando y lavando, mientras ella pasaba el día con el móvil o de cañas con las amigas.
Cada día al volver, me encontraba el mismo caos: platos apilados, restos de comida por todas partes y la nevera más vacía que la cartera de un estudiante. Y yo, como una tonta, comprando, cocinando y recogiendo.
Hasta que un día, mientras fregaba, Carla dejó su plato —viejo, con comida seca y hasta moscas— en el fregadero. Ese fue mi límite. Le dije: “Carla, aunque fuera una sola vez, lava tu plato. No soy tu asistenta. Trabajo, me canso… Tú eres joven y perfectamente capaz. ¿Tan difícil es?”
¿Y sabéis qué hizo? Al día siguiente se mudaron. Sin avisar, sin despedirse. Y luego Javier me soltó: “Mamá, estás destrozando mi familia. Nunca estás contenta”. ¿Yo? ¿La que les daba de comer, limpiaba y aguantaba su vaguería durante meses?
Ahora, por fin, vuelvo a tener mi casa limpia y en paz. Solo me ocupo de mí misma. Qué alegría llegar y no encontrarme una sartén quemada en la cocina. Esta generación no sabe lo que es el esfuerzo. Lo quieren todo servido, pero respeto… eso ya ni en gotas.