Le di comida a un extraño y recibí una nota que cambió mi vida.

Me llamo Alejandro López y vivo en Ávila, donde el río Adaja refleja el cielo gris de Castilla. Nunca me creí un santo. Sí, cedía el asiento en el autobús, ayudaba a alguna anciana con las bolsas, donaba algún euro a la caridad… pero hasta ahí. Todos tenemos un límite que rara vez cruzamos, una frontera donde acaba nuestra bondad. Pero aquella noche algo se rompió en mí, y di un paso más.

Volvía a casa tras un día agotador de trabajo. El frío calaba hasta los huesos, la lluvia mojaba mis zapatos, y solo pensaba en llegar al calor, preparar un café bien cargado y arroparme con una manta. Junto a una pequeña cafetería de esquina lo vi: un sintecho. Estaba sentado sobre un cartón, encogido por el frío, envuelto en una manta sucia y raída. Delante, un vaso de plástico vacío: un grito mudo de auxilio que nadie escuchaba. La gente pasaba de largo, apartando la mirada como si no existiera. Yo casi hice lo mismo, pero me detuve. ¿Por qué? Quizás por su mirada: cansada, apagada, pero con una resignación profunda y desesperanzada.

“¿Quieres algo de comer?”, solté sin pensarlo. Alzó la cabeza lentamente, me miró con desconfianza —como temiendo una burla— y asintió: “Sí… si no es molestia”. Entré al bar, pedí una pizza grande de jamón y un café bien caliente. Mientras esperaba, lo observé tras el cristal: una figura solitaria en el crepúsculo. Al salir, le tendí la comida. Sus labios esbozaron una sonrisa débil: “Gracias”, susurró, tomando la caja con dedos temblorosos y morados.

Ya me iba cuando me llamó: “¡Espera!”. Rebuscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel arrugado, doblado en cuatro. “Toma”, dijo alargándomelo. “¿Qué es?”, pregunté sorprendido. “Léelo después”. Me lo guardé en el abrigo y seguí camino, olvidándome casi de él. Lo recordé esa misma noche, al cambiarme de ropa. Desdoblé el papel. La letra era torpe pero clara: “Si lees esto, es que llevas bondad dentro. Recuerda: volverá a ti”. Releí esas palabras una y otra vez. Eran simples, casi banales, pero algo en ellas me enganchó el alma.

Al día siguiente, al pasar por la cafetería, busqué su figura con la mirada. El cartón estaba vacío: había desaparecido. Pasaron semanas, el recuerdo se difuminó entre la rutina. Hasta que tocaron a la puerta. Un hombre bien vestido, pelo corto y unos ojos que me resultaron familiares. “¿No me reconoces?”, preguntó con media sonrisa. Dudé, pero él ayudó: “Nos vimos en el bar… me compraste una pizza esa noche”. Entonces lo entendí. Era él, el sintecho, pero transformado, lleno de vida.

“Encontré trabajo”, empezó, radiante. “Alquilé una habitación. Y me atreví a pedir ayuda a un viejo amigo, que me sacó del abismo”. Yo no acertaba a hablar: “Es… increíble”. Asintió: “Vine a agradecerte. Aquella noche estaba acabado. Pensé en rendirme, dejarme morir de frío sobre ese cartón… Pero tu gesto me dio una chispa. Comprendí que podía luchar aún”. Su voz temblaba, y a mí me invadió un calor extraño. “Gracias”, repitió, estrechándome la mano con fuerza. La puerta se cerró, y yo me quedé ahí, mirando al vacío, entendiendo de pronto: un pequeño acto puede ser la salvación de alguien.

Ahora pienso mucho en esa noche. En la lluvia fría, en sus ojos, en el papel que guardo en el cajón. No soy un héroe ni un santo: solo un tipo que no pasó de largo. Pero sus palabras fueron proféticas. La bondad volvió a mí: no en dinero ni fama, sino en la certeza de que mi vida vale para algo. Él, ese hombre sin nombre, me dio más de lo que yo le di a él: fe en la gente, en mí mismo. No sé dónde estará ahora, pero ojalá le vaya bien. Y aquella pizza y café se convirtieron en un símbolo: un recordatorio de que hasta en la noche más fría puedes encender una luz ajena. Y quizá, esa luz acabe iluminando también tu camino.

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Le di comida a un extraño y recibí una nota que cambió mi vida.