Le decía a mamá que estudiaba, pero en realidad trabajaba para costear sus tratamientos de quimioterapia.

Le decía a mamá que estudiaba, pero en realidad trabajaba para costear sus quimioterapias. Cada amanecer me levantaba a las cinco para llegar a mi primer empleo. Mientras me vestía en silencio, escuchaba a mamá tosiendo desde el cuarto contiguo, una tos que me desgarraba el alma y que cada día se hacía más tenue.
¿Ya te vas, mija? me preguntaba desde la cama cuando me asomaba a despedirme.
Sí, mamá. Tengo clase temprano en la universidad le mentía con una sonrisa forzada. La beca cubre todo, ¿recuerdas? No te preocupes por nada.
Sus ojos brillaban cada vez que mencionaba mis estudios. Era lo único que la calmaba en medio de tanto dolor.
Qué orgullosa estoy de ti, Sofía. Mi hija será doctora susurraba, y yo tragaba saliva para no llorar.
La realidad era que nunca había pisado una aula universitaria. Esa beca era pura invención mía. Laboraba de seis de la mañana a dos de la tarde en una cafetería y, de cuatro a once de la noche, limpiaba oficinas. Todo para pagar las quimioterapias que el seguro no cubría totalmente.
Un martes por la mañana, mientras servía café en el hospital donde mamá recibía tratamiento, el Dr. Hernández se acercó a mi mesa.
¿Sofía? ¿Eres la hija de la señora Elena, verdad?
Se me heló la sangre. Sí, doctor. ¿Todo bien? ¿Le pasó algo a mamá?
Está estable, no te preocupes sonrió. Pero necesito hablar contigo. ¿Puedes sentarte un momento?
Mis piernas temblaron. ¿Es por los pagos? Prometo poner al día todo esta semana
No es eso me interrumpió con suavidad. Tu madre me ha contado que estudias medicina con una beca completa.
Sentí que el mundo se me venía encima. Yo doctor, puedo explicarle
Sofía, llevo quince años trabajando en este hospital. Conozco a todos los becarios de medicina de la ciudad me miró comprensivo. Y te he visto aquí durante meses, siempre corriendo de un lado a otro.
Las lágrimas comenzaron a escurrir por mis mejillas. Por favor, no le diga nada a mamá. Es lo único que la mantiene con ganas de vivir. Si descubre que dejé los estudios por ella, va a
No le diré nada me aseguró. Pero quiero ayudarte. Tengo contactos en la universidad. Podemos convertir esa mentira en realidad.
No podía creer lo que oía. Doctor, no tengo dinero para
La matrícula está pagada. Las cuotas también. Solo debes presentarte mañana a las ocho en la facultad de medicina. Le expliqué tu situación al decano, es un viejo amigo mío.
Me quedé sin palabras, sollozando como una niña. ¿Por qué hace esto por mí? logré preguntar entre lágrimas.
Porque he visto el amor con que cuidas a tu madre. Porque trabajas dieciocho horas al día sin quejarte. Y porque alguien así merece la oportunidad de cumplir los sueños que tuvo que suspender me puso una mano en el hombro. Además, necesitamos más doctores como tú en este mundo.
Esa noche regresé a casa con el corazón lleno de esperanza. Mamá estaba despierta, esperándome como siempre.
¿Cómo estuvo la universidad hoy, mija?
Por primera vez en meses, mi sonrisa fue sincera. Muy bien, mamá. Mañana empiezo clases nuevas. Va a ser un año increíble.
Te ves diferente, Sofía. Más luminosa.
Es que por fin siento que todo va a salir bien, mamá. Todo va a salir bien.
Al abrazarla, comprendí que a veces las mentiras más dolorosas pueden transformarse en las verdades más hermosas, y que existen ángeles disfrazados de médicos que aparecen justo cuando más los necesitas.
Los años pasaron y mamá luchó con una fuerza que sólo una madre conoce. Las quimioterapias fueron haciendo efecto poco a poco; su tos se apagó y el color volvió a sus mejillas. Yo, mientras tanto, devoraba los libros de medicina como si cada página fuera un aliento que le regalaba.
Estudiaba de noche, después de los turnos en la cafetería que no quise abandonar no por el dinero, sino porque me recordaban de dónde venía. El Dr. Hernández se convirtió en mi mentor silencioso: me guiaba en las prácticas, me prestaba libros y nunca dejó de recordarme que no estaba sola.
Un día, en mi último año de residencia, entré a la habitación de una paciente mayor que tosía como mi madre hacía años. Al verla, algo se agitó dentro de mí. Le tomé la mano, le expliqué el tratamiento con calma y le prometí que todo estaría bien.
Al terminar la ronda, el Dr. Hernández me esperaba en el pasillo.
Sofía me dijo con esa sonrisa que tanto conozco, tu madre está afuera. Quiere verte con la bata puesta.
Corrí al vestíbulo. Allí estaba ella, más delgada, pero firme, con los ojos brillando como la primera vez que le mentí sobre la universidad.
Mija susurró, abrazándome con fuerza. Mi hija la doctora.
Nunca le revelé toda la verdad. No hizo falta. Ella lo supo en silencio, como saben las madres. Solo me apretó más fuerte y dijo:
Estoy tan orgullosa de ti. Siempre lo estuve.
En ese abrazo comprendí que no había mentiras que transformar: sólo amor que, contra todo pronóstico, había ganado la batalla.
Hoy, al atender a mis pacientes, pienso en ella, en cómo una mentira nacida del miedo se convirtió en la mayor verdad de mi vida, y en cómo, a veces, los milagros no caen del cielo: los construimos con sacrificio, con manos temblorosas y con el corazón puesto en quien más amamos.
Mamá sigue aquí. Y yo soy doctora. Porque el amor siempre encuentra la manera.

Rate article
MagistrUm
Le decía a mamá que estudiaba, pero en realidad trabajaba para costear sus tratamientos de quimioterapia.