Los vecinos del pueblo nunca supieron la verdad sobre su hija; el orgullo no se lo permitió. Entre las cosas preparadas para el velatorio, había cartas cartas de su hija. Carmen las sacó y las escondió bajo la almohada de la difunta. Que se las lleve a la tumba, junto con su terrible vergüenza.
Basado en hechos reales. La terrible vergüenza.
Juliana siempre había creído en los sueños. No sabía por qué, pero así era. A veces, cuando las muchachas del pueblo contaban sus sueños, ella los interpretaba. Casi nunca se equivocaba. Y los suyos siempre los descifraba sola. Además, en sus sueños ¡volaba! De verdad, se elevaba sobre los tejados y surcaba el aire. ¡Le quitaba el aliento! Un sueño se repetía con frecuencia: caballos blancos con manchas grises tiraban de un trineo donde iba ella con Alejandro, sujetando las riendas. Los animales galopaban tan rápido que despegaban hacia el cielo. ¡Se les cortaba la respiración! Soltaban las riendas y se agachaban en el trineo volando Ese sueño lo tuvo muchas veces mientras Alejandro vivía. Cuando él murió, siguió “volando” en el trineo, pero ahora él solo estaba ahí, sin tomar las riendas sonriendo Le encantaba aquel “vuelo” nocturno, aunque sabía que soñar con caballos era augurio de enfermedad o de muerte. Después de esos sueños, o le subía la tensión o le punzaba el corazón.
Aquella noche, volvieron a estar los dos en el trineo. Pero ya nadie lo guiaba. Ni siquiera había riendas. Los caballos ascendían más y más, hasta las nubes. Sobre una de ellas, un angelito con alas les sonreía. “¡Lucía! ¡Mi Lucía!”, gritó Juliana en sueños con tanta fuerza que se despertó a sí misma.
“Es hora hora de prepararme”, murmuró para sus adentros. Sin pena, sin desesperación.
Siempre le gustó tener la casa ordenada, así que fregó el suelo y sacudió las alfombras hechas a mano. Sacó el hatillo que guardaba desde hacía años “para cuando llegara el momento” y lo deshizo, dejando incluso notas sobre qué hacer con cada cosa. Porque sin ella, nadie lo haría. Extraños rebuscarían entre sus pertenencias Aunque, ¿quién iba a venir? Solo Carmen. Su única amiga, casi una hermana. Pocas de sus compañeras de juventud seguían con vida, y menos vendrían a visitarla, con esos dolores de piernas. Pero Carmen aún tenía brío. Vendría corriendo.
Juliana tomó un cuaderno escolar, un bolígrafo y se sentó a escribir.
“Perdóname, Carmen. Eres lo más parecido a una hermana que he tenido. No cuentes a nadie, te lo suplico, mi terrible vergüenza. Ya no me dolerá lo que digan, pero aun así te pido Llevo años mintiendo, incluso a ti, que eres como mi hermana, diciendo que mi hija es cariñosa, que no viene porque está enferma Pero la verdad es que no sé dónde está. Supongo que vive, pero me abandonó hace mucho. Y para no sentir vergüenza ante los demás, mentí a todos, incluso a ti. No esperes a mi hija, no la busques Entiérrame junto a Alejandro, donde dejé reservado el sitio. La casa y todo lo que hay dentro es para ti. Quizás a tus hijos les sirva. No supe criar a mi hija Es mi gran vergüenza. Que se vaya conmigo a la tumba Te lo pido, hermana”
Juliana atizó bien la chimenea y la estufa, cerró la tapa del tiro y se acostó a dormir
Carmen había notado desde la tarde anterior que en casa de su amiga no había luz, pero ¿cómo iba a imaginarse lo que pasaría?
“¿No dejó ninguna nota la difunta?”, preguntó el policía que vino a certificar la muerte de aquella mujer sola.
“No, no había nada Nada La soledad la consumió, eso fue todo”, contestó Carmen, apretando en el bolsillo la carta de despedida arrugada.
* * *
Su Lucía había crecido hermosa e inteligente. Su única hija, su adoración. Alejandro, un ingeniero agrónomo casado, se enamoró de una humunda campesina. Por las leyes de entonces, lo habrían despedido y expulsado del partido, pero por algún motivo solo lo reprendieron y se olvidaron del asunto. Él y su esposa no tenían hijos, y ahora esta jornalera daba a luz a una hija ilegítima suya. Decían que el alcalde del pueblo tenía sus propios trapos sucios, así que ayudó a que se divorciara rápido y se casara con Juliana. “Aquí no vamos a tolerar bastardos”, golpeó la mesa con el puño. Su exmujer se mudó a la ciudad y, según rumores, encontró allí a un hombre de clase alta. Ellos, en cambio, vivieron felices, criando a su hija aunque no por mucho tiempo.
Unos caballos, iguales a los de sus sueños pero reales, le trajeron la desgracia. Alejandro volvía tarde del campo en bicicleta después de supervisar las cosechadoras. En la oscuridad, unos caballos lo arrollaron. El jinete iba borracho y no lo vio. ¡Si alguien lo hubiera encontrado a tiempo! Juliana esperó despierta hasta el amanecer. Lo hallaron por la mañana ya muerto. Podrían haberlo salvado si alguien lo hubiera visto. Así era el destino, supuso.
Tuvo pretendientes después pero nunca les hizo caso. Solo vivía para su hija. Y la niña era su alegría. Estudió muy bien. Participó en el grupo de teatro no solo del pueblo, sino de toda la comarca. ¡Cantaba y bailaba! Todos decían que tenía talento. ¡Y suerte! A la primera, entró en el Instituto de Bellas Artes de Madrid.
Juliana no cabía en sí de orgullo. Siempre intentaba visitar a su niña, llevarle comida, verla. El primer año, Lucía se alegraba y volvía a casa ante cualquier problema. Pero con el tiempo se fue distanciando. Hasta empezó a ser grosera. Todo le molestaba. Juliana fue una, dos veces y su hija no estaba en la residencia. Decían que había encontrado un novio extranjero. La expulsaron pronto del instituto. Sus excompañeras contaban que aquel extranjero la había enganchado a las drogas. En los pueblos aún no se conocía esa plaga. ¡Qué vergüenza para una madre! ¡Terrible! Un año después de no verse, Lucía le escribió: “Olvídame. No me busques. Tengo mi propia vida”.
Juliana trabajaba en la remolacha, cada surco parecía interminable, y a ella le habría gustado que lo fueran más, para no tener que enderezarse, para no cruzar miradas. Las lágrimas caían sobre los cultivos
Un día, antes de la Feria, cuando ya habían terminado la cosecha, Juliana se armó de valor y les dijo a las mujeres del campo que su Lucía se había casado. La semana anterior había ido a Madrid y al volver confesó: “¡Estuve en la boda de mi hija! No dije nada para no tentar a la mala suerte. Encontró un hombre serio. Un alto cargo. Viaja mucho por trabajo. No veré a mi niña en casa. ¡No la veré! Pero os invito a todas, ¡habrá fiesta!”.
Y cumplió. Como era costumbre entre ellas, las mujeres se esmeraban en esos eventos. Pero Juliana fue más allá. Trajo conservas de pescado, embutidos que sus amigas nunca habían probado. Decía que su yerno, el alto cargo, los había enviado. Claro, después del convite, todo el pueblo comentó la noticia. De vez en cuando, Juliana viajaba “de visita” a la capital. En realidad, vagaba por las calles, esperando encontrar a su hija entre la multitud.
Con los años,