**Entrada del diario: Lástima que no sea mío**
—Chicas, venid el sábado a casa, así charlamos un rato y compartimos una copa de vino—, dijo alegremente Daniela a sus compañeras, Clara y Alba. Ambas asintieron y se rieron.
—Vale, yo llevaré una buena botella de Rioja—, prometió Clara, conocedora de buenos caldos.
—Y yo prepararé algo rico—, añadió Alba, famosa entre sus amigas por su talento en la cocina.
—Dani, ¿por qué en tu casa y no en un bar?—, preguntó Clara.
—Ay, qué pesada. En el bar siempre estamos pendientes de los demás. En casa nos relajamos, bailamos y nadie nos juzga—, respondió Daniela.
—Tienes razón—, apoyó Alba—. En casa es mejor.
Las tres, rondando los cuarenta, trabajaban en la misma oficina y habían forjado una gran amistad. Otra cosa que las unía: las tres estaban solteras. Daniela se divorció hacía años, Clara nunca se casó, aunque tuvo una hija que ya vivía con su propia familia, y Alba, la más tranquila, había sido abandonada por su marido cuando su hijo tenía tres años.
Daniela casi se casa de nuevo, pero su prometido se fue a Alemania con otra sin dar explicaciones.
—Que le den morcilla—, soltó ella, aunque le dolió.
Clara, guapa y vivaracha, cambiaba de hombre con frecuencia pero nunca daba el paso. Vivía sola cerca del trabajo y era la única del grupo que conducía.
Alba no era ninguna belleza, pero tenía su encanto. Aunque Daniela y Clara, a sus espaldas, pensaban que era bastante sosa.
El viernes, al salir del trabajo, Daniela recordó:
—Mañana seguimos con lo planeado, ¿eh?
—Sí, sí—, respondió Clara, pero Alba guardó silencio.
Al día siguiente, Daniela limpió su piso en el centro de Madrid, fue al supermercado de la esquina y compró sus galletas de chocolate favoritas.
Clara y Alba llegaron juntas en el coche. Se sentaron en la mesa, rieron, bebieron… aunque Alba apenas probó el vino.
—Oye, ¿por qué no bebes?—, preguntó Clara.
—Lo siento, chicas… hoy tengo una cita con Javier—, confesó, avergonzada.
—¿Con Javier?—, exclamaron al unísono.
—Sí, ¿pasa algo?
—No, solo que no nos habías dicho nada—, murmuró Daniela.
—Ni yo sabía que esto pasaría. Anoche me llamó y me invitó a salir—.
—¿Y por qué viniste? Podrías habernos avisado—, dijo Clara.
—Le dije que nosotras quedábamos… y quería presentároslo. Dani, perdona, pero le di tu dirección. Vendrá a recogerme—.
Daniela se rio—. Mejor, así lo conocemos. ¿Qué clase de fruta se te ha colado esta vez?
Mientras comía galletas, Daniela observó asombrada cómo Alba se rizaba el pelo. Clara también callaba.
—Dani, ¿tienes laca? Me olvidé la mía.
—Sí, en el baño.
Las dos estaban seguras de que ese romance no duraría. Alba siempre se ilusionaba rápido, pero los hombres nunca eran serios.
—Chicas, ¿qué tal el pelo? Estoy nerviosa…
—Normal—, contestaron.
—¿Tan guapo es ese Javier?—, bromeó Clara.
Alba sonrió y fue a retocarse el maquillaje.
—No entiendo cómo ha encontrado a alguien—, susurró Clara—. Tan calladita… y ya tiene cuarenta y seis. Seguro que él es igual de soso.
Sonó el timbre. Daniela se levantó, risueña—. Vamos a comprobarlo.
—Hola—, dijo un hombre agradable, con tres ramos de flores en brazos.
Alto, moreno, con algunas canas en las sienes y una sonrisa franca. Las mujeres se quedaron mudas.
—¿Lista?—, le preguntó a Alba. Luego, dirigiéndose a las demás—: Esto es para vosotras.
Clara, recuperándose primero, lo invitó a pasar.
—Gracias, pero hoy no—, respondió él con educación—. Encantado de conocer a las amigas de Alba—.
—Javier, ¿quieres un zumo?—, ofreció Daniela.
—Me vendría bien—. Bebió la mitad y dejó el vaso.
Abrazó a Alba—. Vamos, ¿no?
Cuando se marcharon, las amigas se miraron sin palabras.
—Dani, un hombre así no puede estar con Alba—, dijo Clara—. La usará y la dejará.
—Este Javier… es increíble—, musitó Daniela, aún impactada—. ¿Dónde lo habrá encontrado? ¿Qué ve en nuestra Alba sosa?
—Nada—, espetó Clara—. En cuanto se aburra, se irá.
—Pobrecilla…
—¿Pobrecilla? Ella está disfrutando, y nosotras aquí. Venga, brindemos por nosotras.
Las semanas pasaron. Alba llegaba cada mañana radiante.
—¿Javier te trajo otra vez?—, preguntaba Clara.
—Sí, le pilla de camino—.
Hablaba de sus citas: cafés, paseos, exposiciones…
—¿Sus amigos son como él?—, indagó Daniela.
—Sí, aunque los dos están casados—.
Pasaron tres meses, y Javier no la dejó. Alba volaba de felicidad.
Un día, Daniela lo vio aparcando cerca de su casa. Él la saludó, sonriente.
—Buenas tardes. ¿Del trabajo? Estás estupenda.
—Sí, gracias. ¿Y tú?
—También salgo de la oficina. Justo quería hablar contigo.
—¿Sí?—, dijo ella, sintiendo el corazón acelerado.
—Si no tienes prisa, acompáñame a esa joyería—.
Entraron. Entre las vitrinas brillaban collares, pendientes y anillos.
—No me decido—, confesó él—. ¿Qué te parece este con esmeralda?
—Muy bonito—, murmuró Daniela, imaginando que sería para ella.
—¿Seguro?
—Sí, es precioso.
—Perfecto—, dijo él.
Ella dio un paso atrás, confundida. Tal vez sería una sorpresa después.
Decidió no contárselo a nadie. Ya se imaginaba enseñando el anillo.
—Clara morirá de envidia. Alba, de pena.
El viernes, Alba anunció:
—Javier nos invita a un café. Dice que tiene una sorpresa.
Daniela pasó el día nerviosa. ¡Iba a declararse delante de todas!
En el café, Javier entró serio, impecable, con flores. Todas lo miraron expectantes.
—Alba—, comenzó—, sé que Clara y Daniela son tus mejores amigas. Quiero que estén presentes—. Se arrodilló—. ¿Quieres casarte conmigo?
Alba gritó de alegría y lo abrazó.
—¡Sí!
—¿Te gusta el anillo?—, preguntó él.
—Muchísimo.
—Por cierto, Daniela me ayudó a elegirlo—. La miró con gratitud—. Perdona por usarte de consejera.
—No pasa nada—, farfulló ella—. Felicidades.
Por dentro, pensó con amargura:
**Lástima que no sea mío.**