Normas para el verano
Cuando el Cercanías frenó frente al andén pequeño, María del Carmen ya estaba en el bordillo, apretando una bolsa de tela contra el pecho. Dentro bailaban unas manzanas, un bote de mermelada de ciruelas y un tupper con empanadillas. Sabía que no hacía falta los nietos venían de la ciudad, bien alimentados y con mochilas llenas, pero las manos siempre querían cocinar algo.
El tren se paró, las puertas se abrieron y del vagón salieron de golpe tres: el alto y huesudo Daniel, su hermana pequeña Estrella y otra mochila que parecía cobrar vida propia.
¡Yaya! Estrella fue la primera en verla y agitó la mano, haciendo tintinear sus pulseras.
María del Carmen sintió una emoción calentita en la garganta. Dejó la bolsa en el suelo con cuidado y abrió los brazos.
Ay, cómo habéis iba a decir “crecido”, pero se mordió la lengua a tiempo. Ya lo sabían de sobra.
Daniel llegó despacio, la abrazó con un solo brazo, sujetando la mochila con el otro.
Hola, abuela.
Ya casi le pasaba una cabeza. Mentón con pelusilla, muñecas finas, auriculares asomando por el cuello de la camiseta. María del Carmen buscó en él al niño de botas de agua que corría por la casa del pueblo, pero sólo encontraba detalles adultos, lejanos.
El abuelo os espera abajo anunció. Vámonos, que tengo las albóndigas enfriándose.
Esperad, una foto Estrella ya tenía el móvil fuera y sacaba fotos del andén, el tren, la abuela. Para stories.
La palabra stories le pasó por encima a María del Carmen como si nada. Creía recordar que le preguntó a su hija en enero lo que era, pero la explicación se le había volado de la cabeza. Total, la nieta sonreía.
Bajaron los escalones de cemento. Abajo, aparcado junto al viejo Renault 4, les esperaba Julián. Subió a su encuentro, dio a Daniel una palmada en la espalda, abrazó a Estrella y saludó con la cabeza a su mujer. Era más seco, pero María del Carmen sabía bien que estaba tan contento como ella.
¿Ya de vacaciones? preguntó.
Vacaciones resopló Daniel, lanzando la mochila al maletero.
En el coche se callaron. Las ventanillas dejaban ver casas bajas, huertos, jardines y hasta alguna cabra. Estrella miraba el móvil, Daniel se reía con algo en la pantalla. María del Carmen no podía evitar fijarse en sus manos, siempre tocando esos rectángulos negros.
No pasa nada, se dijo. Lo importante es que en casa se haga lo que toca aquí. Después, que hagan lo suyo
La casa les recibió con olor a albóndigas y a perejil. En el porche, la mesa vieja de madera tenía el hule decorado con limones. La sartén chisporroteaba y el horno acababa una empanada de atún.
Madre mía, qué festín dijo Daniel asomándose a la cocina.
Esto no es un festín, es la comida soltó María del Carmen en automático, y luego se corrigió. Venga, lavad las manos. El lavabo está ahí.
Estrella no había soltado el móvil. Mientras María del Carmen ponía la ensalada, pan y albóndigas sobre la mesa, veía con el rabillo del ojo cómo la nieta fotografiaba los platos, la ventana y a la gata, Chispa, espiando bajo una silla.
Nada de móviles en la mesa soltó como quien no quiere la cosa, cuando todos se sentaron.
Daniel la miró como extrañado.
¿Qué?
Sin más intervino Julián. Se come y después, el móvil el rato que queráis.
Estrella dudó, pero dejó el teléfono, pantalla abajo, al lado del plato.
Es sólo hacer una foto
Ya la has hecho dijo María del Carmen, suave. Ahora comemos y después ya subes lo que quieras.
La palabra subir se le escapó a medias. No tenía muy claro cómo se decía, pero valía igual.
Daniel, con desgana, dejó su móvil al borde de la mesa. Tenía el gesto de quien le han hecho quitarse el casco fuera de la nave espacial.
Aquí continuó la abuela, sirviendo gazpacho tenemos horarios. Comida a la una, cena a las ocho. Por las mañanas, nadie duerme más allá de las nueve y media. Luego, haced lo que queráis.
¿Antes de las nueve y media? ¿Y si estoy viendo pelis por la noche? Daniel frunció el ceño.
Por la noche se duerme dijo Julián, sin mirar del plato.
A María del Carmen le surgió una tensión fina en el gesto. Se apresuró a añadir:
Aquí no es un cuartel. Pero si dormís todo el día, os perdéis la sierra, el río, las bicis.
Quiero ir al río saltó Estrella. Y sacar fotos en el manzano.
El concepto sesión de fotos sonaba cada vez más natural.
Perfecto asintió la abuela. Pero antes habrá que echar una mano: quitar malas hierbas, regar la huerta. No se viene una de marqueses.
Yaya, estamos de vacaciones protestó Daniel, pero Julián alzó la mirada.
Vacaciones sí, pero spa no.
Daniel suspiró, pero no dijo nada más. Bajo la mesa, Estrella le dio un golpecito al pie y él le sonrió con una mueca.
Después de comer, los chicos fueron a sus cuartos a deshacer sus cosas. María del Carmen entró al rato. Estrella ya había puesto sus camisetas en la silla, su neceser, el cargador; los frascos de colonia ocupaban el alféizar. Daniel estaba sentado en la cama, con la espalda en la pared, moviendo el dedo por la pantalla.
Os he puesto las sábanas limpias dijo ella. Decidme si hace falta algo.
Todo bien, abuela murmuró Daniel sin separar la vista del móvil.
El todo bien le pinchó un poco, pero sólo asintió.
Por la noche hacemos barbacoa. Ahora, cuando descanséis, os venís a la huerta. Una horita o así.
Vale dijo Daniel.
Salió y se quedó en el pasillo. Al fondo sonaba la risa de Estrella, hablando por videollamada con alguien. María del Carmen se sintió vieja, pero no de espaldas, sino como si la vida de los nietos fuera por un carril invisible, imposible de alcanzar.
No importa. Ya nos apañaremos. Lo peor es insistir, pensó.
Al caer la tarde, salieron a la huerta. Tierra tibia, hierba crujiente. Julián señalaba qué era acelga y qué mala hierba.
Esto sí hay que arrancar. Esto no, explicaba, medio agachado con Estrella.
¿Y si me confundo? preguntó la niña, torciéndose de asquito.
No pasa nada dijo María del Carmen. Aquí no hay inspección.
Daniel, apoyado en el azadón, miraba la casa. En la ventana de su cuarto parpadeaba el reflejo azul del monitor encendido.
¿No pierdes el móvil? preguntó Julián.
Lo he dejado dentro farfulló Daniel.
Ese pequeño detalle alegró a la abuela mucho más de lo que admitiría.
Los primeros días se mantuvo ese frágil equilibrio: despertador a la puerta, protestas, pero a las diez estaban en la mesa. Luego, algo de ayuda en casa, cada uno a lo suyo: Estrella montaba sesiones de fotos con Chispa y la huerta, Daniel leía, escuchaba música, o se largaba a pedalear por la pista.
Las normas estaban tejidas de detalles minúsculos. Los móviles lejos de la mesa. Silencio por la noche. Sólo una vez, la tercera, se despertó María del Carmen con risas detrás de la pared. Miró el reloj: pasada la una.
¿Trago o me levanto?, pensó.
Otra risa. Una nota de audio. Se levantó, se puso la bata y llamó.
¿Daniel? ¿No duermes?
Silencio súbito.
Ya lo apago susurró una voz.
Abrió la puerta; él, ojos rojos, pelo erizado, móvil en mano.
¿No te entra sueño? preguntó, suave.
Estoy viendo una peli con los chicos, todos a la vez y chateando
La abuela imaginó habitaciones oscuras con adolescentes sincronizados.
Mira, le propuso no me preocupa que veas pelis. Pero si trasnochas, luego no vales para nada en el campo. Pacto: hasta medianoche, vale. Después, se acabó.
Él puso mala cara.
Pero ellos
Ellos están en la ciudad; aquí, las normas son otras. Nadie ha dicho que a las nueve a la cama.
Daniel rascó su nuca.
Vale. Hasta las doce.
Y cierra la puerta, que entra luz. Y sin sonido, porfa.
Al volver a la cama, pensó que quizá había sido muy blanda. Que con su hija fue más dura. Pero los tiempos cambian.
Los roces nacían de cosas pequeñas. Un día de calor, María del Carmen pidió ayuda a Daniel para mover unas maderas con Julián.
Ahora voy dijo él, pegado aún al móvil.
Pasaron diez minutos. Todo seguía igual y Julián ya arrastraba las tablas solo.
Daniel, tu abuelo está tirando de las maderas él solo criticó, la voz le sonaba fría.
Termino de escribir y voy refunfuñó él.
¿Qué escribes ahí que es tan urgente? ¿Se para el mundo sin ti?
Levantó la cabeza, brusco.
Es importante, dijo estamos en torneo.
¿Torneo? ella no entendía, ¿de qué?
De un juego. Si me voy ahora, pierden los de mi equipo.
Iba a decir que hay cosas más importantes, pero al ver cómo tensaba los hombros y mordía los labios, cambió.
¿Cuánto te queda?
Veinte minutos.
Vale. Cuando acabe, sales y ayudas. ¿Acordado?
Él asintió. Veinte minutos después, la abuela salió y lo encontró poniéndose las zapatillas.
Voy ya dijo, adelantándose.
Esos acuerdos pequeños le animaban: aún quedaba margen. Hasta que llegó el día en que todo se torció.
Fue a mediados de julio. Iban a ir al mercado a por plantas y provisiones. Julián avisó la noche anterior: hacía falta ayuda. Las bolsas pesan, mejor que entre dos.
Daniel, mañana vas al mercado con el abuelo dijo en la cena. Yo me quedo con Estrella haciendo mermelada.
No puedo dijo él enseguida.
¿Por qué no?
Habíamos quedado para ir al festival de música en la ciudad, con los amigos; hay food trucks y todo miró a su hermana, buscando apoyo, pero ella se encogió de hombros. Os lo dije el otro día.
María del Carmen no recordaba que lo hubiese dicho. Quizá sí, pero le pasó desapercibido. Últimamente hablaban tantas cosas…
¿A qué ciudad? quiso saber Julián, la ceja arqueada.
Aquí al lado, en Cercanías. Está al lado de la estación.
Ese al lado no le gustó nada a Julián.
¿Y sabes bien el camino?
Van todos y tengo dieciséis, abuelo.
Eso sonó como argumento definitivo.
Con tu padre quedamos que no te movías solo por ahí soltó Julián.
No voy solo. Voy con ellos.
Peor entonces.
La tensión se mascaba. Estrella acabó sus macarrones en silencio.
Propongo esto intervino la abuela. Si vais al mercado hoy por la tarde, mañana él puede ir a lo suyo.
El mercado es sólo por la mañana cortó Julián. Y necesito ayuda. Solo no puedo.
Voy yo dijo Estrella.
Tú te quedas con la abuela.
Puedo ir sola propuso María del Carmen. Tú y Estrella vais al mercado y yo la mermelada luego. Así Daniel va a su festival.
Julián la miró; había sorpresa, agradecimiento y algo de testarudez.
¿Y este qué, el rey del mambo? alzó la barbilla hacia Daniel.
Es que yo
¿No ves que esto no es Madrid? No te puedes ir por ahí. Además, somos responsables de ti aquí.
Siempre alguien es responsable de mí soltó Daniel. ¿Puedo serlo yo una vez?
Silencio. A la abuela se le contrajo el pecho. Quería decirle que le entendía, que ella también ansiaba libertad, pero salió otra cosa:
Mientras vivas con nosotros, mandan nuestras normas.
Él empujó la silla.
Pues nada, no voy.
Pegó un portazo al salir. Desde arriba se oyó un golpe: tiró la mochila o se sentó a plomo en la cama.
La noche se hizo larga. Estrella intentaba bromear contando cotilleos de influencers, pero no salía natural. Julián en silencio con la mirada perdida. María del Carmen fregaba, repasando en bucle la frase nuestras normas.
Esa noche notó un silencio extraño en la casa. Ni crujían listones, ni pasaba ningún coche, ni asomaba la luz bajo la puerta de Daniel.
Por lo menos dormirá, pensó.
Por la mañana, a las nueve menos cuarto, Estrella ya estaba en la cocina, Julián hojeaba El País. María del Carmen subió a buscar a Daniel.
¡Despierta!
Consultó el cuarto. Cama mal hecha, como siempre que no quería, pero ni rastro del nieto. La sudadera en la silla, el cargador en la mesa. Nada de móvil.
Le dio un vuelco el estómago.
No está anunció, bajando corriendo.
¿Cómo que no? Julián se puso en pie.
Ha desaparecido. Y el móvil tampoco.
Estará fuera dando una vuelta opinó Estrella.
Buscaron por el patio, el cobertizo, la huerta. La bici seguía ahí.
El tren sale a las ocho cuarenta susurró Julián, mirando la carretera.
A la abuela le sudaban las manos frías.
Igual fue a casa de unos amigos
¿Qué amigos? Aquí no conoce a nadie.
Estrella tecléo un WhatsApp.
No lo lee, informó después. Sólo hay una tick.
Eso de la tick no le decía nada a María del Carmen, pero dedujo que no era buena señal.
¿Y ahora qué? miró a Julián.
Él dudó.
Voy a la estación avisó. Por si alguien lo ha visto.
¿Y si vuelve mientras tanto?
Se ha marchado sin avisar. Así no se hace.
Se puso la chaqueta, las llaves del Renault.
Tú llama si aparece. Estrella, si te escribe o llama, avísanos.
Cuando la furgoneta cruzó la verja, María del Carmen se quedó de pie en el porche con el trapo en la mano. Le vinieron imágenes: Daniel esperando el tren, Daniel en la ciudad, Daniel perdiendo el móvil, Daniel Se frenó.
Tranquila. Es espabilado. No es pequeño.
Pasó una hora. Luego otra. Estrella revisaba el teléfono, negaba con la cabeza.
Nada, decía. Ni online aparece.
A las once, Julián regresó, agotado.
Nadie lo ha visto. Fui hasta la estación. Nada.
Ella murmuró, apenas un susurro:
Quizá fue a ese festival
¿Sin dinero ni nada?
Tiene el dinero en la tarjeta intervino Estrella. Y en el móvil.
Cruzaron la mirada. Para ellos, el dinero era billetes; para los chicos, todo digital.
¿Llamamos a su padre?
Llama asintió Julián. Se va a enterar igual.
La llamada fue dura. Su hijo callaba, maldecía, preguntó por qué no vigilaban. María del Carmen sentía una quemazón de cansancio. Después se sentó en el taburete, tapándose la cara.
Yaya susurró Estrella solo está picado. No ha desaparecido.
Picado, sí, y se va respondió la abuela. Como si fuéramos enemigos.
El día se volvió interminable. Intentaban lavar, preparar mermelada, Julián en el cobertizo pero todo a medias. El teléfono, mudo.
Al caer la tarde y con el sol rascando las casitas, oyó un ruido en el porche. María del Carmen, con la taza de té en mano, se sobresaltó. La verja chirrió. Y ahí apareció Daniel.
Igual que se fue, camiseta, vaqueros polvorientos, mochila al hombro. Cara cansada, pero sano.
Hola dijo, bajito.
María del Carmen se puso de pie. Sintió el impulso de correr y abrazarlo, pero solo preguntó:
¿Dónde estabas?
En la ciudad. En el festival.
¿Solo?
Con unos chicos. Bueno casi. Unos de un pueblo cerca. Me escribí con ellos.
Julián salió, limpiándose las manos en un trapo.
¿Sabes el susto comenzó pero la voz le falló.
Os escribí, se adelantó Daniel se me fue la cobertura y luego se apagó el móvil. Me olvidé el cargador.
Estrella se colocó a su lado, móvil en la mano.
Yo también te escribí, le dijo. Sólo salía una tick.
No era mi intención. Yo pensé que si pedía permiso, no me dejabais. Y ya había quedado. Y
Se atascó.
Y pensaste que mejor no decir nada remató Julián.
Silencio de nuevo. Pero ahora, entre la rabia, flotaba el cansancio.
Entra, dijo la abuela. Primero, a comer.
Entró, se sentó. Le puso delante el caldo, el pan y le sirvió limonada. Comió con ansia, como si llevara horas sin probar bocado.
Allí todo carísimo murmuró. Esos food trucks vuestros
Le salió ese “vuestros” raro, pero la abuela no dijo nada.
Luego volvieron al porche. El sol se caía, la brisa refrescaba.
Te gusta la independencia expuso Julián, sentándose en el banco, lo entendemos. Pero aquí respondemos por ti. No podemos hacernos los locos.
Daniel callaba.
Si quieres ir a algún sitio, lo hablas. No la noche antes, sino al menos treinta y seis horas. Vemos el tren, la vuelta, quién te acompaña. Si es sí, vas. Si sale no, te cabreas, pero no te escapas. Desaparecer así, no.
¿Y si no me dejáis?
Te enfadas, pero te vienes al mercado con nosotros intervino María del Carmen.
Daniel la miró. Había resentimiento, cansancio y confusión.
No quería que os preocuparais dijo, bajo. Sólo quería decidir por mí mismo.
Decidir está bien contestó ella. Pero hacerlo solo incluye pensar en los que se preocupan.
Se asombró de oír esas palabras en su propia voz.
Él suspiró.
De acuerdo. Lo he entendido.
Otra cosa añadió Julián. Si se te apaga el móvil, busca dónde cargarlo. Una cafetería, la estación, lo que sea. Y lo primero, nos escribes. Aunque pienses que te vamos a echar bronca.
Vale asintió Daniel.
Se quedaron en silencio, escuchando una perra ladrar y a Chispa maullando en la huerta.
¿Y el festival qué tal? preguntó Estrella.
Bien, respondió él. La música regular, pero la comida rica.
¿Harás vídeo o algo?
Se me apagó el teléfono.
Vaya con el contenido Estrella alzó los brazos. Ni pruebas, ni nada.
Él sonrió flojito, pero sonrió.
Desde ese día, la vida cambió sólo un poco. Las normas no desaparecieron, pero se aflojaron. María del Carmen y Julián se sentaron una noche a escribir en papel todo lo indiscutible: despertador máximo a las diez, mínimo dos horas de ayuda, avisar si se sale, móviles lejos de la mesa. Colgaron el folio en la nevera.
Parece un campamento se rió Daniel.
Pero de familia respondió la abuela.
Estrella propuso unas normas por su parte.
Nada de escribirme cada media hora si estoy en el río. Y no entrar en mi cuarto sin llamar.
Si nunca entramos se sorprendió la abuela.
Igual, escribidlo pidió Daniel.
Añadieron dos líneas. Julián protestó, pero firmó.
Al final, surgieron costumbres compartidas. Un día Estrella rescató un juego de mesa polvoriento del armario.
Jugamos esta noche propuso.
Eso jugaba yo de chico se animó Daniel.
Julián refunfuñaba de garaje, pero acabó sentado en la mesa. Resultó ser el que mejor recordaba las reglas. Rieron, pelearon por las piezas, los móviles durmieron lejos.
Otra novedad fue la cocina. Harta de los qué hay para cenar, María del Carmen decretó:
El sábado cocináis vosotros. Yo sólo digo dónde están las cosas.
¿Nosotros? dijeron a dúo.
Vosotros. Mientras se pueda comer.
Se lo tomaron en serio. Estrella buscó receta moderna en el móvil, Daniel cortaba pimientos debatiendo. La cocina olía a cebolla y especias y reinaba un aire festivo.
No me enfado si morimos de indigestión farfulló Julián, pero se lo comió todo.
En la huerta, también pactaron. En vez de obligar a quitar hierbajos, la abuela ofreció parcelas personales.
Esta tira, tuya le enseñó a Estrella con las fresas. Esta, para ti, a Daniel, con zanahorias. Haced lo que queráis. Sólo, luego no os quejéis del resultado.
Experimento saltó Daniel.
Grupo de control siguió Estrella.
Total, Estrella regaba y fotografiaba a diario su jardín. Daniel se acordó una vez y eso fue todo. Al final, al recoger cosecha, ella llenó el cesto. A él le salieron dos zanahorias mustias.
¿Lección aprendida? preguntó María del Carmen.
Lo mío no es la zanahoria zanjó él con gravedad.
Rieron. Ahora era un sonido limpio, sin tensión.
A finales de verano la casa cogió su propio ritmo: desayuno juntos, luego cada cual a lo suyo, y cena en común. Daniel trasnochaba a veces, pero a las doce apagaba todo. La abuela que pasaba oía apenas su respiración. Estrella podía perderse en el río con su vecina, pero siempre avisaba por chat.
Discutían: sobre música, sobre la paella, sobre quién friega. Lejos de guerra de generaciones, tenían roces de convivencia.
La última noche antes de irse, la abuela horneó tarta de manzana. La casa olía a azúcar, la brisa del porche entraba ligera. Sobre la mesa, las mochilas y las cosas dobladas.
Foto de grupo, exclamó Estrella cuando tocó repartir la tarta.
Otra vez con esas cosas empezó Julián y se calló.
Sólo para nosotros aclaró ella. No para subir a ningún lado.
Salieron al jardín. El sol se ponía tras los olivos. Estrella puso el móvil en una lata, activó el temporizador y corrió.
La abuela en medio. El abuelo a la derecha, Daniel a la izquierda.
Posaron algo tiesos. Daniel casi le tocaba el codo, Julián se arrimó más, Estrella los abrazó.
Ahora, ¡sonreíd!
Un par de flashes. Luego Estrella miró la foto y sonrió.
Salimos muy bien.
Déjame ver pidió la abuela.
En la pantalla pequeña se veían ellos: la abuela con el delantal puesto, Julián en su camisa vieja, Daniel despeinado, Estrella con camiseta llamativa. Pero en la forma de juntarse había algo cálido, reconocible.
¿Me la puedes imprimir? suplicó María del Carmen.
Claro respondió Estrella. Te la envío.
¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? se desconcertó la abuela.
Yo te ayudo, saltó Daniel. Vente a casa y la sacamos. O te la llevo en otoño.
Ella asintió, tranquila. No porque ahora todo fuera perfecto. Discutir, seguro que discutirían de nuevo. Pero ya había un caminito entre las normas de aquí y la libertad de ellos.
Esa noche, cuando todos dormían, María del Carmen salió al porche. El cielo era azul profundo, con estrellas sobre los tejados. Se sentó en el escalón, abrazada a sus piernas.
Julián salió detrás y se puso a su lado.
Mañana se van dijo él.
Sí, mañana.
Se quedaron callados.
Fíjate, añadió él y al final, no ha pasado nada grave.
Nada repitió ella. Y hasta hemos aprendido cosas.
No está claro quién enseña a quién se rio él.
Ella sonrió. En el cuarto de Daniel ya estaba todo oscuro. En el de Estrella igual. Probablemente el móvil reposaba, cargando fuerzas para el día siguiente.
María del Carmen recogió, cerró la puerta y al pasar por la cocina, miró sin querer el papel de las normas en la nevera. Tenía los bordes doblados y el boli al lado. Pasó el dedo por las firmas y pensó que quizá, el próximo verano, tocaría escribir una nueva lista. Cambiar alguna cosa. Otras quedarían. Lo importante, en realidad, iba por dentro.
Apagó la luz y se fue a la cama sintiendo que la casa respiraba tranquila, guardando todo lo que aquel verano había pasado, y asegurando espacio para lo que vendría.







