Las reglas del verano Cuando el tren de cercanías se detuvo junto al andén diminuto, María del Carmen ya aguardaba al filo, abrazando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro, bailoteaban unas manzanas, un tarro de mermelada de guindas y un táper lleno de empanadillas. Todo aquello, bien mirado, era innecesario: los nietos venían de la ciudad, bien comidos, cargados con mochilas y bolsas, pero las manos, tozudas, no sabían recibirlos sin preparar algo. El convoy dio un bandazo, se abrieron las puertas, y del vagón saltaron de golpe tres figuras: Diego, alto y larguirucho, su hermana pequeña Laura, y una mochila que parecía tener vida propia. —¡Yaya! —gritó Laura la primera al verla, agitando la mano y tintineando las pulseras. María del Carmen sintió cómo algo cálido le subía a la garganta. Con cuidadito dejó la bolsa en el suelo y abrió los brazos. —¡Ay, pero cómo… —quiso decir “habéis crecido”, pero se mordió la lengua. Ellos ya lo sabían. Diego llegó más despacio, la abrazó con un brazo y con el otro retenía la mochila. —Hola, abuela. Ya le sacaba casi una cabeza. Tenía barba rala, muñecas delgadas y unos auriculares colgando de la camiseta. María del Carmen se sorprendió buscando al chiquillo que años atrás correteaba por la casa del pueblo en botas de agua, pero los ojos sólo encontraban detalles de adulto. —Vuestro abuelo os espera abajo —dijo—. Venga, que se me enfrían las croquetas. —Déjame hacer una foto antes —Laura ya había sacado el móvil, retratando el andén, el vagón y a María del Carmen—. Para las stories. La palabra “stories” le sobrevoló como un gorrión. En invierno había preguntado a su hija qué era eso, pero la explicación se le escapó. Lo importante era que la nieta sonreía. Bajaron los escalones de cemento. Abajo, junto al viejo Nissan Terrano, esperaba don Gregorio. Se acercó, dio una palmada en el hombro de Diego, abrazó a Laura y asintió a su mujer. Era más comedido, pero ella sabía que la alegría era igual. —A ver, ¿vacaciones? —preguntó. —Vacaciones —dijo Diego, tirando la mochila al maletero. Por el camino los chavales fueron quedando silenciosos. Por la ventanilla pasaban casitas bajas, huertos, algún corral con cabras. Laura trasteaba con el móvil, Diego se reía mirando la pantalla, y María del Carmen se descubría observando sus manos: pulgares deslizándose sin descanso por el rectángulo negro. No pasa nada —se dijo—. Aquí “en casa” mandamos nosotros. Lo demás, ya… a la moda. La casa los recibió con olor a croquetas y perejil. En la galería, la mesa de madera, protegida por un hule de limones; en la cocina, la sartén chisporroteaba y el horno acababa un pastel de repollo. —¡Vaya festín! —dijo Diego asomando la cabeza. —Festín no, comida de diario —respondió ella sin pensar y corrigió enseguida—. Venga, pasad y lavaos las manos. Ahí tenéis la pila. Laura ya había sacado el móvil de nuevo. María del Carmen, mientras ponía la ensalada y el pan, veía por el rabillo del ojo a su nieta fotografiar platos, la ventana, el gato Chispa asomando. —Aquí en la mesa no se usan los móviles —dijo como quien no quiere la cosa cuando se sentaron. Diego levantó la cabeza. —¿Cómo? —Tal cual —intervino don Gregorio—. Se come, luego ya, lo que queráis. Laura vaciló y dejó el móvil, boca abajo, junto al plato. —Sólo era para… —Ya retrataste todo —sonrió María del Carmen—. Ahora a comer y luego haces… lo tuyo de subirlo. La palabra “subirlo” le sonó rara, pero supuso que bastaba. Diego, dudando, también apartó el móvil, como si le obligaran a quitarse el casco en una nave espacial. —Aquí —prosiguió ella, sirviendo el gazpacho—, hay horario: comida a la una, cena a las ocho. Por la mañana, todos en pie antes de las nueve. Luego, a su aire. —¿Antes de las nueve…? —protestó Diego—. ¿Y si me quedo viendo pelis por la noche? —Por la noche se duerme —dijo don Gregorio, sin alzar la vista. María del Carmen notó que la tensión flotaba como un hilo invisible. Apresurada, añadió: —No es un cuartel, hombre. Si os dormís hasta el mediodía, os perdéis el día. Y aquí hay río, monte, bicis… —¡Yo quiero ir al río! —saltó Laura—. Y en bici. Y sesión de fotos en el jardín. La palabra “sesión” ya le sonaba familiar. —Eso es. Pero antes, hay que echar una mano: desyerbar las patatas, regar las fresas. No habéis venido de marqueses. —Yaya, es que son vacaciones… —empezó Diego, pero don Gregorio lo miró serio. —Vacaciones, no balneario. Diego resopló y calló. Laura, bajo la mesa, rozó el pie de su hermano con la zapatilla y él sonrió apenas. Después de comer, los nietos subieron a organizar las cosas. Media hora después, María del Carmen asomó a la habitación: Laura ya había colgado camisetas en la silla, colocado neceser y cargador, en el alféizar, cremitas y perfumes alineados. Diego, en la cama, con el teléfono pegado al pulgar. —Os he cambiado sábanas, —dijo—. Si necesitáis algo, avisad. —Todo ok, yaya —sin mirar, contestó Diego. Le molestó ese “ok”. Pero sólo asintió. —Esta noche haremos una barbacoa —dijo—. Y después del descanso, al huerto un rato. —Vale —respondió Diego. Ella cerró y se detuvo en el pasillo. Desde dentro llegaba la risa de Laura, hablando por videollamada. María del Carmen se sintió vieja. No de espalda, sino porque la vida de los chicos iba por una capa invisible donde no llegaba. No pasa nada —se animó—. Ya nos apañaremos. Lo importante, no apretar. Esa tarde, ya atardeciendo, trabajaron juntos en el huerto. La tierra estaba tibia y la hierba crujía. Don Gregorio señalaba las plantitas. —Esto se arranca; esto, déjalo. —¿Y si me confundo? —preguntó Laura agachada. —No pasa nada —terció María del Carmen—. No somos una cooperativa. Diego, apoyado en la azada, miraba el brillo azul del monitor olvidado en su cuarto. —¿No te dejas el móvil? —bromeó don Gregorio. —Lo he dejado dentro —gruñó Diego. Ese detalle alegró a María del Carmen más de la cuenta. Los primeros días pasaron con equilibrio. Ella llamaba junto a la puerta a las ocho y media, ellos gruñían y arrastraban los pies, pero para las nueve y media estaban todos desayunando. Ayudaban a medias con la casa; luego, Laura con el móvil y el gato, Diego leyendo, en bici o con cascos. Las normas se sostenían en pequeños hábitos. Nada de móvil en las comidas, ni ruidos de madrugada. Sólo una vez, la tercera noche, la despertó una risa lejana. Miró el reloj: doce y media. ¿Aguanto o voy? —se preguntó. La risa volvió, se oyó el sonido de una nota de voz. Se levantó, se puso la bata y tocó la puerta. —Diego, ¿no duermes? Silencio inmediato. A los segundos, Diego abrió el pestillo, deslumbrado. —¿Qué haces despierto? —Viendo una peli con amigos. A la vez, chateando. Se imaginó otros chavales, en otras ciudades, igualmente a oscuras y conectados. —Mira, —le propuso—: ver pelis me da igual, pero si trasnochas, luego no vales para faena. Hasta las doce, pase. Después, a dormir. Él torció el gesto. —Pero ellos están… —Ahí —cortó— es la ciudad. Aquí, estamos nosotros. No te digo a las nueve, pero hay límites. Al final, resignado, asintió. —Hasta las doce. —Y cierra la puerta, que la luz me molesta. Y el volumen bajo. De vuelta a la cama se preguntó si no era demasiado blanda. Quizá debería ser más firme, como con su hija. Pero eran otros tiempos. Los conflictos surgieron de lo más pequeño. Un día de calor, ella pidió a Diego que ayudase a su abuelo a mover unas tablas. —Ahora voy —contestó, absorto en el móvil. Diez minutos después, ni se había movido. —Diego, tu abuelo ya las arrastra solo —advirtió, endureciendo el tono. —Acabo y voy —repuso él, molesto. —¿Qué tienes ahí que no puede esperar? El mundo no se acaba sin tu mensaje. Diego levantó la cabeza, mosqueado. —Es importante —dijo cortante—. Estamos en un torneo, es por equipos. Si me voy, pierden todos. Ella, a punto de soltar que hay cosas más importantes que esas chorradas, vio su expresión tensa y ablandó la voz. —¿Cuánto te falta? —Veinte minutos. —Pues veinte minutos, luego a ayudar. ¿Sí? Diego asintió. Veinte minutos después ya se estaba calzando. —Voy, voy —dijo, antes de que ella le recordara nada. Pequeños pactos que mantenían la paz. Hasta que, a mitad de julio, saltó la chispa. Aquella mañana iban a ir al mercado a comprar: Gregorio necesitaba ayuda, cargar bolsas, cuidar el coche. —Diego, mañana vas con tu abuelo —anunció María del Carmen en la cena—. Laura y yo nos quedamos con las mermeladas. —Es que mañana he quedado con unos amigos, —saltó de inmediato—. Hay un festival de música y comida en la ciudad. ¡Os lo dije! Ella no recordaba que lo hubiera dicho. O quizás sí, entre tantos otros temas. —¿A la capital? —frunció el ceño Gregorio. —No, a la nuestra. Es cerca del tren. El “cerca” no le gustó. —¿Sabes el camino? —Van todos, y ya tengo dieciséis. Ese “dieciséis” sonó definitivo. —Quedamos con tu padre que aquí no andabas solo —dijo el abuelo. —No estoy solo, voy en grupo. —¡Eso lo empeora! La tensión creció. Laura apartó el plato y María del Carmen, conciliadora, propuso: —Podéis ir esta tarde y que venga mañana. —Sólo es mañana el mercado —cortó Gregorio—. Y me hace falta ayuda. —Puedo ir —soltó Laura. —Tú te quedas a ayudar —respondió él, por inercia. —Me arreglo sola, —intervino ella. —Las mermeladas pueden esperar. Que vaya Laura contigo. Gregorio la miró, entre agradecido y testarudo. —¿Y él siempre libre? —señaló a Diego. —Es que… —intentó replicar él. —¿No ves que esto no es la ciudad? Mandamos nosotros. Respondemos por ti. —Siempre hay alguien mandando —saltó Diego—. ¿Puedo decidir una vez yo solo? Cayó un silencio de plomo. María del Carmen sintió dentro una presión; querría decirle que lo entendía, que ella también quiso “ser mayor”, pero en vez de eso se oyó decir, seca: —Mientras estés aquí, sigues nuestras normas. Él se levantó tirando la silla. —Pues nada, no voy. Desapareció dando un portazo. Luego, ruido sordo arriba; mochila contra el suelo o él cayendo sobre la cama. La cena fue tensa. Laura quiso aliviarlo, pero nada sonaba natural. Gregorio guardó silencio, el periódico intacto. María del Carmen lavó platos con las “normas de la casa” resonando como campanas. De noche, la inquietante quietud la desveló. El chico, pensó, por lo menos dormiría. Al levantarse, aún de noche, no vio luz bajo la puerta de Diego. Quizá duerme bien —se dijo. Al bajar a la cocina, ya casi eran las nueve. Laura bostezaba al lado del abuelo. —¿Y Diego? —preguntó. —Durmiendo, supongo —contestó Laura. María del Carmen subió y llamó. —Diego, arriba. Silencio. Abrió ligeramente la puerta. Cama revuelta —lo normal—, pero vacía. En la silla, la sudadera, el cargador sobre la mesa. Sin rastro del móvil. Sintió un agujero en el pecho. —No está —anunció, bajando. —¿Cómo que no está? —preguntó Gregorio ya erguido. —No. No está en su cuarto. Se ha llevado el teléfono. —Igual está fuera —apuntó Laura. Buscaron por el patio, en los trasteros, entre los árboles. La bici, en su sitio. —El primer tren sale a las ocho cuarenta —murmuró Gregorio, mirando la carretera. María del Carmen tenía las manos heladas. —Quizá está con los del barrio… —¿Qué barrio? —dijo Gregorio—. Aquí no conoce a nadie. Laura escribió un mensaje. —No lee, sigue sin doble check. “Doble check” no significaba nada para María del Carmen, pero por la cara de Laura supo que no era bueno. —¿Qué hacemos? —preguntó a su marido. Él dudó. —Voy a la estación —dijo—. Pregunto si alguien lo ha visto. —¿Y si vuelve? —dudó ella. —Salir así, sin avisar, no es normal. Salió a todo correr. —Tú quédate —ordenó—. Por si aparece. Laura, avísanos si contacta. Cuando la furgoneta cruzó el portón, María del Carmen se quedó en la galería, apretando el trapo. Mil imágenes le pasaban por la cabeza: Diego en el andén, Diego en el tren, Diego perdiendo el móvil… Se obligó a serenarse. Tranquila. No es ningún crío, ni tonto. Pasó una hora. Luego otra. Laura revisaba el móvil cada poco. —Nada de nada. A las once volvió Gregorio. —Ni rastro —dijo—. He preguntado hasta en el café de la estación. —Igual sí se fue a la ciudad —aventuró ella—. Al festival. —Sin dinero, —dudó Gregorio. —Con la tarjeta, y en el móvil —avisó Laura—. Los amigos saben tirar. Se miraron. Para ellos, el dinero era algo físico; para los chicos, digital. —¿Avisamos a papá? —preguntó María del Carmen. —Sí, llámale. Mejor enterarse por nosotros. La llamada fue dura. Su hijo la acusó de no vigilar. Ella sintió agotamiento. Al colgar, se cubrió el rostro con las manos. —Abuela, —susurró Laura—. No está perdido. Sólo está enfadado. —Enfadado y se va, —respondió con un hilo de voz—. Como si fuéramos enemigos. El día pasó despacio. Trataron de entretenerse: Laura con la mermelada, Gregorio en el taller, pero todo mecánico. El móvil de Laura, en silencio. Al atardecer, un bruñido en la verja. María del Carmen se tensó, taza en mano. Alguien cruzó el patio. Era Diego. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila al hombro. Cara cansada, pero ilesa. —Hola —dijo, bajito. María del Carmen se puso de pie. Un segundo dudó si abrazarlo o reñirle, pero sólo preguntó: —¿Dónde estabas? —En la ciudad —bajó la cabeza—. En el festival. —¿Solo? —Con amigos. Bueno… casi solo. De un pueblo de al lado. Gregorio apareció secándose las manos. —¿Sabes lo que hemos pasado? —empezó, pero se le quebró la voz. —Os he escrito —se apuró Diego—. Se me fue la cobertura. Luego me quedé sin batería. Olvidé el cargador. Laura, al lado, el móvil en la mano. —Te escribí. Sólo salía un tick. —No ha sido aposta —se disculpó él—. Es que… Sabía que si pedía permiso no me dejabais ir. Y ya había quedado. Entonces… —Entonces has preferido no avisar —concluyó Gregorio. Silencio. Esta vez menos tenso, más cansado. —Pasa dentro, —dijo María del Carmen—. Come algo. Obedeció. Le puso un plato de sopa, pan y zumo. Comió rápido, como si llevara un día en ayunas. —Allí cuesta caro —murmuró—. Esos foodtrucks vuestros… Ese “vuestros” sonó raro, pero ella no quiso sacar punta. Al terminar, volvieron a la galería. Ya refrescaba. —Hagamos un trato —dijo Gregorio, sentándose en el banco—. Tú quieres tener libertad, vale. Pero aquí respondemos por ti. Mientras estés aquí, no podemos desentendernos. Diego apretó los labios. —Si quieres salir, avisas con tiempo. No la víspera por la noche: lo hablamos, vemos cómo ir, cómo volver, quién te recoge. Si cuadra, bien; si no, lo siento. Pero sin avisar, no cuela. —¿Y si no me dais permiso? —preguntó Diego. —Entonces te fastidias y vienes al mercado —intervino María del Carmen—. Nosotros también nos enfadamos. Él los miró: en su gesto mezcla de rabia y desconcierto. —No quería preocuparos —dijo bajo—. Sólo… decidir por mí. —Decidir —le dijo ella— también es asumir por quién te espera. Se asombró de oírse tan clara: no era sermón, era un hecho. Él suspiró. —Vale. Entendido. —Y una cosa más —añadió Gregorio—. Si se acaba la batería, busca dónde cargar. Cafetería, estación, lo que sea, y nos escribes o llamas. Aunque protestemos. —Vale —aceptó Diego. Se quedaron allí, en silencio. De fondo, un ladrido. En la huerta, un maullido perezoso. —¿Y el festival, qué tal? —preguntó Laura. —Bueno —respondió—. Música normalita, pero la comida genial. —¿Fotos? —Móvil sin batería. —Pues vaya, —resopló ella—. Ni pruebas ni contenido. Él sonrió por fin. Forzado, pero sonrisa. Tras ese día, algo cambió. Las normas no desaparecieron, pero se hicieron flexibles. María del Carmen y Gregorio, una noche, las escribieron en una hoja: levantar antes de las diez, dos horas de ayuda diaria, avisar salidas y quedadas, nada de teléfonos en la mesa. Peor que en un campamento, bromeó Diego. —Pero es campamento familiar —sonrió ella. Laura propuso sus propias peticiones: —Y vosotros no llaméis cada cinco minutos si estoy en el río. Ni entréis a mi cuarto sin llamar. —Nunca entramos —se sorprendió María del Carmen. —Igual, por escrito —apoyó Diego—. Para que sea justo. Añadieron un par de líneas. Gregorio rezongó, pero firmó. Las tareas se convirtieron en juegos. Un día Laura quiso rescatar el parchís de la galería: —Juguemos esta noche. —Eso jugaba yo de niño —se entusiasmó Diego. Gregorio protestó, pero luego se sentó y resultó que dominaba las reglas. Acabaron todos riendo y picados, con los móviles olvidados en el aparador. Otra tarde, la abuela anunció: —El sábado cocináis vosotros. Yo sólo asisto. —¿En serio? —se asombraron. —En serio, haced lo que se os ocurra. Sólo que se pueda comer. Se implicaron con ganas. Laura encontró en el móvil una receta moderna, Diego picó verdura, discutieron sobre salsas. Olía a cebolla y especias, la pila se llenó de cacharros, pero el ambiente era de fiesta. —Eso sí —bromeó Gregorio—, que no me intoxiquéis. En el huerto, aplicaron un “experimento” nuevo. Cada cual tendría una hilera: Laura con las fresas, Diego con las zanahorias. Podían cuidar o no. Al final, Laura iba cada tarde a fotografiar y subir su “huerta propia”. Diego regó un par de días y lo dejó. Al cosechar, el cesto de Laura rebosaba, el suyo apenas tenía dos zanahorias esmirriadas. —¿Conclusiones? —preguntó la abuela. —Sí —serio, Diego—. No valgo para la zanahoria. Se rieron, por primera vez espontáneamente. En agosto, la casa tenía su ritmo. Desayunaban juntos, cada uno a lo suyo por el día, cena compartida por la noche. Diego a veces se quedaba hasta las doce con el móvil, pero respetaba el horario. Laura salía a veces con una amiga, pero avisaba siempre. Seguían discutiendo: por la música, la sal de la sopa, fregar la vajilla al momento o por la mañana. Pero ya eran broncas cotidianas, propios de compartir techo, no una guerra. La última noche, María del Carmen horneó tarta de manzana. El aire olía dulce, afuera soplaba leve el cierzo. Los bultos preparados aguardaban junto a la puerta. —Vamos a hacernos una foto —sugirió Laura cuando cortaron la tarta. —Otra vez con vuestros… —empezó Gregorio, y calló. —Sólo para nosotros —explicó—. No hace falta subirla a ningún lado. Salieron al patio. El sol se escondía tras los tejados. Laura colocó el móvil en un balde invertido, puso temporizador y se unió a los demás. —La abuela al centro, el abuelo a la derecha, Diego a la izquierda. Así posaron, un poco ridículos, codo con codo. Diego rozó suave el brazo de la abuela. Gregorio, también, se acercó más. Laura los abrazó a la cintura. —¡Sonreíd! —dijo ella. Click. Repetición. Laura fue corriendo al móvil, sonrió satisfecha. —¡Quedó genial! —Déjame ver —pidió la abuela. En la pantalla eran casi cómicos: ella con el delantal, Gregorio con la camisa de diario, Diego medio despeinado, Laura con su camiseta chillona. Pero había algo familiar en la imagen. —¿Me la puedes imprimir? —preguntó. —Claro —respondió Laura—. Te la paso. —¿Y cómo la imprimo si está en tu teléfono? —se desorientó la abuela. —Yo te ayudo —intervino Diego—. Vente a casa en otoño, la imprimimos juntos. Ella asintió. Sintió paz. No porque se entendiesen ya sin palabras, sino porque entre sus normas y la libertad de los chavales habían trazado una senda para transitar de ida y vuelta. Aquella noche, ya en silencio, salió a la galería. El cielo oscuro, con pocas estrellas. Todo en calma. Se sentó en el escalón, abrazando las rodillas. Gregorio la acompañó. Se sentó junto a ella. —Mañana se van —dijo. —Sí, mañana. Enmudecieron unos minutos. —Oye, —añadió él—, al final hemos salido bien parados. —Eso creo —asintió ella—. Incluso hemos aprendido algo. —¿Quién ha aprendido más, ellos o nosotros? —bromeó él. Sonrió. En la ventana del cuarto de Diego ya no había luz, tampoco en la de Laura. En la mesita, seguramente, el móvil de él se recargaba, reuniendo fuerzas para el día siguiente. María del Carmen se levantó, echó el cerrojo y, al pasar junto al frigorífico, miró la hoja de las normas. Las esquinas un poco dobladas, el bolígrafo cerca. Pasó un dedo por las firmas y pensó que tal vez, el verano siguiente, reescribirían esa hoja. Cambiarían cosas, añadirían otras. Pero lo esencial seguiría allí. Apagó la luz de la cocina y subió a dormir, sintiendo que la casa respiraba tranquila, absorbiendo todo lo vivido aquel verano y dejando hueco, a dentro, para lo nuevo.

Normas para el verano

Cuando el Cercanías frenó frente al andén pequeño, María del Carmen ya estaba en el bordillo, apretando una bolsa de tela contra el pecho. Dentro bailaban unas manzanas, un bote de mermelada de ciruelas y un tupper con empanadillas. Sabía que no hacía falta los nietos venían de la ciudad, bien alimentados y con mochilas llenas, pero las manos siempre querían cocinar algo.

El tren se paró, las puertas se abrieron y del vagón salieron de golpe tres: el alto y huesudo Daniel, su hermana pequeña Estrella y otra mochila que parecía cobrar vida propia.

¡Yaya! Estrella fue la primera en verla y agitó la mano, haciendo tintinear sus pulseras.

María del Carmen sintió una emoción calentita en la garganta. Dejó la bolsa en el suelo con cuidado y abrió los brazos.

Ay, cómo habéis iba a decir “crecido”, pero se mordió la lengua a tiempo. Ya lo sabían de sobra.

Daniel llegó despacio, la abrazó con un solo brazo, sujetando la mochila con el otro.

Hola, abuela.

Ya casi le pasaba una cabeza. Mentón con pelusilla, muñecas finas, auriculares asomando por el cuello de la camiseta. María del Carmen buscó en él al niño de botas de agua que corría por la casa del pueblo, pero sólo encontraba detalles adultos, lejanos.

El abuelo os espera abajo anunció. Vámonos, que tengo las albóndigas enfriándose.

Esperad, una foto Estrella ya tenía el móvil fuera y sacaba fotos del andén, el tren, la abuela. Para stories.

La palabra stories le pasó por encima a María del Carmen como si nada. Creía recordar que le preguntó a su hija en enero lo que era, pero la explicación se le había volado de la cabeza. Total, la nieta sonreía.

Bajaron los escalones de cemento. Abajo, aparcado junto al viejo Renault 4, les esperaba Julián. Subió a su encuentro, dio a Daniel una palmada en la espalda, abrazó a Estrella y saludó con la cabeza a su mujer. Era más seco, pero María del Carmen sabía bien que estaba tan contento como ella.

¿Ya de vacaciones? preguntó.

Vacaciones resopló Daniel, lanzando la mochila al maletero.

En el coche se callaron. Las ventanillas dejaban ver casas bajas, huertos, jardines y hasta alguna cabra. Estrella miraba el móvil, Daniel se reía con algo en la pantalla. María del Carmen no podía evitar fijarse en sus manos, siempre tocando esos rectángulos negros.

No pasa nada, se dijo. Lo importante es que en casa se haga lo que toca aquí. Después, que hagan lo suyo

La casa les recibió con olor a albóndigas y a perejil. En el porche, la mesa vieja de madera tenía el hule decorado con limones. La sartén chisporroteaba y el horno acababa una empanada de atún.

Madre mía, qué festín dijo Daniel asomándose a la cocina.

Esto no es un festín, es la comida soltó María del Carmen en automático, y luego se corrigió. Venga, lavad las manos. El lavabo está ahí.

Estrella no había soltado el móvil. Mientras María del Carmen ponía la ensalada, pan y albóndigas sobre la mesa, veía con el rabillo del ojo cómo la nieta fotografiaba los platos, la ventana y a la gata, Chispa, espiando bajo una silla.

Nada de móviles en la mesa soltó como quien no quiere la cosa, cuando todos se sentaron.

Daniel la miró como extrañado.

¿Qué?

Sin más intervino Julián. Se come y después, el móvil el rato que queráis.

Estrella dudó, pero dejó el teléfono, pantalla abajo, al lado del plato.

Es sólo hacer una foto

Ya la has hecho dijo María del Carmen, suave. Ahora comemos y después ya subes lo que quieras.

La palabra subir se le escapó a medias. No tenía muy claro cómo se decía, pero valía igual.

Daniel, con desgana, dejó su móvil al borde de la mesa. Tenía el gesto de quien le han hecho quitarse el casco fuera de la nave espacial.

Aquí continuó la abuela, sirviendo gazpacho tenemos horarios. Comida a la una, cena a las ocho. Por las mañanas, nadie duerme más allá de las nueve y media. Luego, haced lo que queráis.

¿Antes de las nueve y media? ¿Y si estoy viendo pelis por la noche? Daniel frunció el ceño.

Por la noche se duerme dijo Julián, sin mirar del plato.

A María del Carmen le surgió una tensión fina en el gesto. Se apresuró a añadir:

Aquí no es un cuartel. Pero si dormís todo el día, os perdéis la sierra, el río, las bicis.

Quiero ir al río saltó Estrella. Y sacar fotos en el manzano.

El concepto sesión de fotos sonaba cada vez más natural.

Perfecto asintió la abuela. Pero antes habrá que echar una mano: quitar malas hierbas, regar la huerta. No se viene una de marqueses.

Yaya, estamos de vacaciones protestó Daniel, pero Julián alzó la mirada.

Vacaciones sí, pero spa no.

Daniel suspiró, pero no dijo nada más. Bajo la mesa, Estrella le dio un golpecito al pie y él le sonrió con una mueca.

Después de comer, los chicos fueron a sus cuartos a deshacer sus cosas. María del Carmen entró al rato. Estrella ya había puesto sus camisetas en la silla, su neceser, el cargador; los frascos de colonia ocupaban el alféizar. Daniel estaba sentado en la cama, con la espalda en la pared, moviendo el dedo por la pantalla.

Os he puesto las sábanas limpias dijo ella. Decidme si hace falta algo.

Todo bien, abuela murmuró Daniel sin separar la vista del móvil.

El todo bien le pinchó un poco, pero sólo asintió.

Por la noche hacemos barbacoa. Ahora, cuando descanséis, os venís a la huerta. Una horita o así.

Vale dijo Daniel.

Salió y se quedó en el pasillo. Al fondo sonaba la risa de Estrella, hablando por videollamada con alguien. María del Carmen se sintió vieja, pero no de espaldas, sino como si la vida de los nietos fuera por un carril invisible, imposible de alcanzar.

No importa. Ya nos apañaremos. Lo peor es insistir, pensó.

Al caer la tarde, salieron a la huerta. Tierra tibia, hierba crujiente. Julián señalaba qué era acelga y qué mala hierba.

Esto sí hay que arrancar. Esto no, explicaba, medio agachado con Estrella.

¿Y si me confundo? preguntó la niña, torciéndose de asquito.

No pasa nada dijo María del Carmen. Aquí no hay inspección.

Daniel, apoyado en el azadón, miraba la casa. En la ventana de su cuarto parpadeaba el reflejo azul del monitor encendido.

¿No pierdes el móvil? preguntó Julián.

Lo he dejado dentro farfulló Daniel.

Ese pequeño detalle alegró a la abuela mucho más de lo que admitiría.

Los primeros días se mantuvo ese frágil equilibrio: despertador a la puerta, protestas, pero a las diez estaban en la mesa. Luego, algo de ayuda en casa, cada uno a lo suyo: Estrella montaba sesiones de fotos con Chispa y la huerta, Daniel leía, escuchaba música, o se largaba a pedalear por la pista.

Las normas estaban tejidas de detalles minúsculos. Los móviles lejos de la mesa. Silencio por la noche. Sólo una vez, la tercera, se despertó María del Carmen con risas detrás de la pared. Miró el reloj: pasada la una.

¿Trago o me levanto?, pensó.

Otra risa. Una nota de audio. Se levantó, se puso la bata y llamó.

¿Daniel? ¿No duermes?

Silencio súbito.

Ya lo apago susurró una voz.

Abrió la puerta; él, ojos rojos, pelo erizado, móvil en mano.

¿No te entra sueño? preguntó, suave.

Estoy viendo una peli con los chicos, todos a la vez y chateando

La abuela imaginó habitaciones oscuras con adolescentes sincronizados.

Mira, le propuso no me preocupa que veas pelis. Pero si trasnochas, luego no vales para nada en el campo. Pacto: hasta medianoche, vale. Después, se acabó.

Él puso mala cara.

Pero ellos

Ellos están en la ciudad; aquí, las normas son otras. Nadie ha dicho que a las nueve a la cama.

Daniel rascó su nuca.

Vale. Hasta las doce.

Y cierra la puerta, que entra luz. Y sin sonido, porfa.

Al volver a la cama, pensó que quizá había sido muy blanda. Que con su hija fue más dura. Pero los tiempos cambian.

Los roces nacían de cosas pequeñas. Un día de calor, María del Carmen pidió ayuda a Daniel para mover unas maderas con Julián.

Ahora voy dijo él, pegado aún al móvil.

Pasaron diez minutos. Todo seguía igual y Julián ya arrastraba las tablas solo.

Daniel, tu abuelo está tirando de las maderas él solo criticó, la voz le sonaba fría.

Termino de escribir y voy refunfuñó él.

¿Qué escribes ahí que es tan urgente? ¿Se para el mundo sin ti?

Levantó la cabeza, brusco.

Es importante, dijo estamos en torneo.

¿Torneo? ella no entendía, ¿de qué?

De un juego. Si me voy ahora, pierden los de mi equipo.

Iba a decir que hay cosas más importantes, pero al ver cómo tensaba los hombros y mordía los labios, cambió.

¿Cuánto te queda?

Veinte minutos.

Vale. Cuando acabe, sales y ayudas. ¿Acordado?

Él asintió. Veinte minutos después, la abuela salió y lo encontró poniéndose las zapatillas.

Voy ya dijo, adelantándose.

Esos acuerdos pequeños le animaban: aún quedaba margen. Hasta que llegó el día en que todo se torció.

Fue a mediados de julio. Iban a ir al mercado a por plantas y provisiones. Julián avisó la noche anterior: hacía falta ayuda. Las bolsas pesan, mejor que entre dos.

Daniel, mañana vas al mercado con el abuelo dijo en la cena. Yo me quedo con Estrella haciendo mermelada.

No puedo dijo él enseguida.

¿Por qué no?

Habíamos quedado para ir al festival de música en la ciudad, con los amigos; hay food trucks y todo miró a su hermana, buscando apoyo, pero ella se encogió de hombros. Os lo dije el otro día.

María del Carmen no recordaba que lo hubiese dicho. Quizá sí, pero le pasó desapercibido. Últimamente hablaban tantas cosas…

¿A qué ciudad? quiso saber Julián, la ceja arqueada.

Aquí al lado, en Cercanías. Está al lado de la estación.

Ese al lado no le gustó nada a Julián.

¿Y sabes bien el camino?

Van todos y tengo dieciséis, abuelo.

Eso sonó como argumento definitivo.

Con tu padre quedamos que no te movías solo por ahí soltó Julián.

No voy solo. Voy con ellos.

Peor entonces.

La tensión se mascaba. Estrella acabó sus macarrones en silencio.

Propongo esto intervino la abuela. Si vais al mercado hoy por la tarde, mañana él puede ir a lo suyo.

El mercado es sólo por la mañana cortó Julián. Y necesito ayuda. Solo no puedo.

Voy yo dijo Estrella.

Tú te quedas con la abuela.

Puedo ir sola propuso María del Carmen. Tú y Estrella vais al mercado y yo la mermelada luego. Así Daniel va a su festival.

Julián la miró; había sorpresa, agradecimiento y algo de testarudez.

¿Y este qué, el rey del mambo? alzó la barbilla hacia Daniel.

Es que yo

¿No ves que esto no es Madrid? No te puedes ir por ahí. Además, somos responsables de ti aquí.

Siempre alguien es responsable de mí soltó Daniel. ¿Puedo serlo yo una vez?

Silencio. A la abuela se le contrajo el pecho. Quería decirle que le entendía, que ella también ansiaba libertad, pero salió otra cosa:

Mientras vivas con nosotros, mandan nuestras normas.

Él empujó la silla.

Pues nada, no voy.

Pegó un portazo al salir. Desde arriba se oyó un golpe: tiró la mochila o se sentó a plomo en la cama.

La noche se hizo larga. Estrella intentaba bromear contando cotilleos de influencers, pero no salía natural. Julián en silencio con la mirada perdida. María del Carmen fregaba, repasando en bucle la frase nuestras normas.

Esa noche notó un silencio extraño en la casa. Ni crujían listones, ni pasaba ningún coche, ni asomaba la luz bajo la puerta de Daniel.

Por lo menos dormirá, pensó.

Por la mañana, a las nueve menos cuarto, Estrella ya estaba en la cocina, Julián hojeaba El País. María del Carmen subió a buscar a Daniel.

¡Despierta!

Consultó el cuarto. Cama mal hecha, como siempre que no quería, pero ni rastro del nieto. La sudadera en la silla, el cargador en la mesa. Nada de móvil.

Le dio un vuelco el estómago.

No está anunció, bajando corriendo.

¿Cómo que no? Julián se puso en pie.

Ha desaparecido. Y el móvil tampoco.

Estará fuera dando una vuelta opinó Estrella.

Buscaron por el patio, el cobertizo, la huerta. La bici seguía ahí.

El tren sale a las ocho cuarenta susurró Julián, mirando la carretera.

A la abuela le sudaban las manos frías.

Igual fue a casa de unos amigos

¿Qué amigos? Aquí no conoce a nadie.

Estrella tecléo un WhatsApp.

No lo lee, informó después. Sólo hay una tick.

Eso de la tick no le decía nada a María del Carmen, pero dedujo que no era buena señal.

¿Y ahora qué? miró a Julián.

Él dudó.

Voy a la estación avisó. Por si alguien lo ha visto.

¿Y si vuelve mientras tanto?

Se ha marchado sin avisar. Así no se hace.

Se puso la chaqueta, las llaves del Renault.

Tú llama si aparece. Estrella, si te escribe o llama, avísanos.

Cuando la furgoneta cruzó la verja, María del Carmen se quedó de pie en el porche con el trapo en la mano. Le vinieron imágenes: Daniel esperando el tren, Daniel en la ciudad, Daniel perdiendo el móvil, Daniel Se frenó.

Tranquila. Es espabilado. No es pequeño.

Pasó una hora. Luego otra. Estrella revisaba el teléfono, negaba con la cabeza.

Nada, decía. Ni online aparece.

A las once, Julián regresó, agotado.

Nadie lo ha visto. Fui hasta la estación. Nada.

Ella murmuró, apenas un susurro:

Quizá fue a ese festival

¿Sin dinero ni nada?

Tiene el dinero en la tarjeta intervino Estrella. Y en el móvil.

Cruzaron la mirada. Para ellos, el dinero era billetes; para los chicos, todo digital.

¿Llamamos a su padre?

Llama asintió Julián. Se va a enterar igual.

La llamada fue dura. Su hijo callaba, maldecía, preguntó por qué no vigilaban. María del Carmen sentía una quemazón de cansancio. Después se sentó en el taburete, tapándose la cara.

Yaya susurró Estrella solo está picado. No ha desaparecido.

Picado, sí, y se va respondió la abuela. Como si fuéramos enemigos.

El día se volvió interminable. Intentaban lavar, preparar mermelada, Julián en el cobertizo pero todo a medias. El teléfono, mudo.

Al caer la tarde y con el sol rascando las casitas, oyó un ruido en el porche. María del Carmen, con la taza de té en mano, se sobresaltó. La verja chirrió. Y ahí apareció Daniel.

Igual que se fue, camiseta, vaqueros polvorientos, mochila al hombro. Cara cansada, pero sano.

Hola dijo, bajito.

María del Carmen se puso de pie. Sintió el impulso de correr y abrazarlo, pero solo preguntó:

¿Dónde estabas?

En la ciudad. En el festival.

¿Solo?

Con unos chicos. Bueno casi. Unos de un pueblo cerca. Me escribí con ellos.

Julián salió, limpiándose las manos en un trapo.

¿Sabes el susto comenzó pero la voz le falló.

Os escribí, se adelantó Daniel se me fue la cobertura y luego se apagó el móvil. Me olvidé el cargador.

Estrella se colocó a su lado, móvil en la mano.

Yo también te escribí, le dijo. Sólo salía una tick.

No era mi intención. Yo pensé que si pedía permiso, no me dejabais. Y ya había quedado. Y

Se atascó.

Y pensaste que mejor no decir nada remató Julián.

Silencio de nuevo. Pero ahora, entre la rabia, flotaba el cansancio.

Entra, dijo la abuela. Primero, a comer.

Entró, se sentó. Le puso delante el caldo, el pan y le sirvió limonada. Comió con ansia, como si llevara horas sin probar bocado.

Allí todo carísimo murmuró. Esos food trucks vuestros

Le salió ese “vuestros” raro, pero la abuela no dijo nada.

Luego volvieron al porche. El sol se caía, la brisa refrescaba.

Te gusta la independencia expuso Julián, sentándose en el banco, lo entendemos. Pero aquí respondemos por ti. No podemos hacernos los locos.

Daniel callaba.

Si quieres ir a algún sitio, lo hablas. No la noche antes, sino al menos treinta y seis horas. Vemos el tren, la vuelta, quién te acompaña. Si es sí, vas. Si sale no, te cabreas, pero no te escapas. Desaparecer así, no.

¿Y si no me dejáis?

Te enfadas, pero te vienes al mercado con nosotros intervino María del Carmen.

Daniel la miró. Había resentimiento, cansancio y confusión.

No quería que os preocuparais dijo, bajo. Sólo quería decidir por mí mismo.

Decidir está bien contestó ella. Pero hacerlo solo incluye pensar en los que se preocupan.

Se asombró de oír esas palabras en su propia voz.

Él suspiró.

De acuerdo. Lo he entendido.

Otra cosa añadió Julián. Si se te apaga el móvil, busca dónde cargarlo. Una cafetería, la estación, lo que sea. Y lo primero, nos escribes. Aunque pienses que te vamos a echar bronca.

Vale asintió Daniel.

Se quedaron en silencio, escuchando una perra ladrar y a Chispa maullando en la huerta.

¿Y el festival qué tal? preguntó Estrella.

Bien, respondió él. La música regular, pero la comida rica.

¿Harás vídeo o algo?

Se me apagó el teléfono.

Vaya con el contenido Estrella alzó los brazos. Ni pruebas, ni nada.

Él sonrió flojito, pero sonrió.

Desde ese día, la vida cambió sólo un poco. Las normas no desaparecieron, pero se aflojaron. María del Carmen y Julián se sentaron una noche a escribir en papel todo lo indiscutible: despertador máximo a las diez, mínimo dos horas de ayuda, avisar si se sale, móviles lejos de la mesa. Colgaron el folio en la nevera.

Parece un campamento se rió Daniel.

Pero de familia respondió la abuela.

Estrella propuso unas normas por su parte.

Nada de escribirme cada media hora si estoy en el río. Y no entrar en mi cuarto sin llamar.

Si nunca entramos se sorprendió la abuela.

Igual, escribidlo pidió Daniel.

Añadieron dos líneas. Julián protestó, pero firmó.

Al final, surgieron costumbres compartidas. Un día Estrella rescató un juego de mesa polvoriento del armario.

Jugamos esta noche propuso.

Eso jugaba yo de chico se animó Daniel.

Julián refunfuñaba de garaje, pero acabó sentado en la mesa. Resultó ser el que mejor recordaba las reglas. Rieron, pelearon por las piezas, los móviles durmieron lejos.

Otra novedad fue la cocina. Harta de los qué hay para cenar, María del Carmen decretó:

El sábado cocináis vosotros. Yo sólo digo dónde están las cosas.

¿Nosotros? dijeron a dúo.

Vosotros. Mientras se pueda comer.

Se lo tomaron en serio. Estrella buscó receta moderna en el móvil, Daniel cortaba pimientos debatiendo. La cocina olía a cebolla y especias y reinaba un aire festivo.

No me enfado si morimos de indigestión farfulló Julián, pero se lo comió todo.

En la huerta, también pactaron. En vez de obligar a quitar hierbajos, la abuela ofreció parcelas personales.

Esta tira, tuya le enseñó a Estrella con las fresas. Esta, para ti, a Daniel, con zanahorias. Haced lo que queráis. Sólo, luego no os quejéis del resultado.

Experimento saltó Daniel.

Grupo de control siguió Estrella.

Total, Estrella regaba y fotografiaba a diario su jardín. Daniel se acordó una vez y eso fue todo. Al final, al recoger cosecha, ella llenó el cesto. A él le salieron dos zanahorias mustias.

¿Lección aprendida? preguntó María del Carmen.

Lo mío no es la zanahoria zanjó él con gravedad.

Rieron. Ahora era un sonido limpio, sin tensión.

A finales de verano la casa cogió su propio ritmo: desayuno juntos, luego cada cual a lo suyo, y cena en común. Daniel trasnochaba a veces, pero a las doce apagaba todo. La abuela que pasaba oía apenas su respiración. Estrella podía perderse en el río con su vecina, pero siempre avisaba por chat.

Discutían: sobre música, sobre la paella, sobre quién friega. Lejos de guerra de generaciones, tenían roces de convivencia.

La última noche antes de irse, la abuela horneó tarta de manzana. La casa olía a azúcar, la brisa del porche entraba ligera. Sobre la mesa, las mochilas y las cosas dobladas.

Foto de grupo, exclamó Estrella cuando tocó repartir la tarta.

Otra vez con esas cosas empezó Julián y se calló.

Sólo para nosotros aclaró ella. No para subir a ningún lado.

Salieron al jardín. El sol se ponía tras los olivos. Estrella puso el móvil en una lata, activó el temporizador y corrió.

La abuela en medio. El abuelo a la derecha, Daniel a la izquierda.

Posaron algo tiesos. Daniel casi le tocaba el codo, Julián se arrimó más, Estrella los abrazó.

Ahora, ¡sonreíd!

Un par de flashes. Luego Estrella miró la foto y sonrió.

Salimos muy bien.

Déjame ver pidió la abuela.

En la pantalla pequeña se veían ellos: la abuela con el delantal puesto, Julián en su camisa vieja, Daniel despeinado, Estrella con camiseta llamativa. Pero en la forma de juntarse había algo cálido, reconocible.

¿Me la puedes imprimir? suplicó María del Carmen.

Claro respondió Estrella. Te la envío.

¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? se desconcertó la abuela.

Yo te ayudo, saltó Daniel. Vente a casa y la sacamos. O te la llevo en otoño.

Ella asintió, tranquila. No porque ahora todo fuera perfecto. Discutir, seguro que discutirían de nuevo. Pero ya había un caminito entre las normas de aquí y la libertad de ellos.

Esa noche, cuando todos dormían, María del Carmen salió al porche. El cielo era azul profundo, con estrellas sobre los tejados. Se sentó en el escalón, abrazada a sus piernas.

Julián salió detrás y se puso a su lado.

Mañana se van dijo él.

Sí, mañana.

Se quedaron callados.

Fíjate, añadió él y al final, no ha pasado nada grave.

Nada repitió ella. Y hasta hemos aprendido cosas.

No está claro quién enseña a quién se rio él.

Ella sonrió. En el cuarto de Daniel ya estaba todo oscuro. En el de Estrella igual. Probablemente el móvil reposaba, cargando fuerzas para el día siguiente.

María del Carmen recogió, cerró la puerta y al pasar por la cocina, miró sin querer el papel de las normas en la nevera. Tenía los bordes doblados y el boli al lado. Pasó el dedo por las firmas y pensó que quizá, el próximo verano, tocaría escribir una nueva lista. Cambiar alguna cosa. Otras quedarían. Lo importante, en realidad, iba por dentro.

Apagó la luz y se fue a la cama sintiendo que la casa respiraba tranquila, guardando todo lo que aquel verano había pasado, y asegurando espacio para lo que vendría.

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MagistrUm
Las reglas del verano Cuando el tren de cercanías se detuvo junto al andén diminuto, María del Carmen ya aguardaba al filo, abrazando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro, bailoteaban unas manzanas, un tarro de mermelada de guindas y un táper lleno de empanadillas. Todo aquello, bien mirado, era innecesario: los nietos venían de la ciudad, bien comidos, cargados con mochilas y bolsas, pero las manos, tozudas, no sabían recibirlos sin preparar algo. El convoy dio un bandazo, se abrieron las puertas, y del vagón saltaron de golpe tres figuras: Diego, alto y larguirucho, su hermana pequeña Laura, y una mochila que parecía tener vida propia. —¡Yaya! —gritó Laura la primera al verla, agitando la mano y tintineando las pulseras. María del Carmen sintió cómo algo cálido le subía a la garganta. Con cuidadito dejó la bolsa en el suelo y abrió los brazos. —¡Ay, pero cómo… —quiso decir “habéis crecido”, pero se mordió la lengua. Ellos ya lo sabían. Diego llegó más despacio, la abrazó con un brazo y con el otro retenía la mochila. —Hola, abuela. Ya le sacaba casi una cabeza. Tenía barba rala, muñecas delgadas y unos auriculares colgando de la camiseta. María del Carmen se sorprendió buscando al chiquillo que años atrás correteaba por la casa del pueblo en botas de agua, pero los ojos sólo encontraban detalles de adulto. —Vuestro abuelo os espera abajo —dijo—. Venga, que se me enfrían las croquetas. —Déjame hacer una foto antes —Laura ya había sacado el móvil, retratando el andén, el vagón y a María del Carmen—. Para las stories. La palabra “stories” le sobrevoló como un gorrión. En invierno había preguntado a su hija qué era eso, pero la explicación se le escapó. Lo importante era que la nieta sonreía. Bajaron los escalones de cemento. Abajo, junto al viejo Nissan Terrano, esperaba don Gregorio. Se acercó, dio una palmada en el hombro de Diego, abrazó a Laura y asintió a su mujer. Era más comedido, pero ella sabía que la alegría era igual. —A ver, ¿vacaciones? —preguntó. —Vacaciones —dijo Diego, tirando la mochila al maletero. Por el camino los chavales fueron quedando silenciosos. Por la ventanilla pasaban casitas bajas, huertos, algún corral con cabras. Laura trasteaba con el móvil, Diego se reía mirando la pantalla, y María del Carmen se descubría observando sus manos: pulgares deslizándose sin descanso por el rectángulo negro. No pasa nada —se dijo—. Aquí “en casa” mandamos nosotros. Lo demás, ya… a la moda. La casa los recibió con olor a croquetas y perejil. En la galería, la mesa de madera, protegida por un hule de limones; en la cocina, la sartén chisporroteaba y el horno acababa un pastel de repollo. —¡Vaya festín! —dijo Diego asomando la cabeza. —Festín no, comida de diario —respondió ella sin pensar y corrigió enseguida—. Venga, pasad y lavaos las manos. Ahí tenéis la pila. Laura ya había sacado el móvil de nuevo. María del Carmen, mientras ponía la ensalada y el pan, veía por el rabillo del ojo a su nieta fotografiar platos, la ventana, el gato Chispa asomando. —Aquí en la mesa no se usan los móviles —dijo como quien no quiere la cosa cuando se sentaron. Diego levantó la cabeza. —¿Cómo? —Tal cual —intervino don Gregorio—. Se come, luego ya, lo que queráis. Laura vaciló y dejó el móvil, boca abajo, junto al plato. —Sólo era para… —Ya retrataste todo —sonrió María del Carmen—. Ahora a comer y luego haces… lo tuyo de subirlo. La palabra “subirlo” le sonó rara, pero supuso que bastaba. Diego, dudando, también apartó el móvil, como si le obligaran a quitarse el casco en una nave espacial. —Aquí —prosiguió ella, sirviendo el gazpacho—, hay horario: comida a la una, cena a las ocho. Por la mañana, todos en pie antes de las nueve. Luego, a su aire. —¿Antes de las nueve…? —protestó Diego—. ¿Y si me quedo viendo pelis por la noche? —Por la noche se duerme —dijo don Gregorio, sin alzar la vista. María del Carmen notó que la tensión flotaba como un hilo invisible. Apresurada, añadió: —No es un cuartel, hombre. Si os dormís hasta el mediodía, os perdéis el día. Y aquí hay río, monte, bicis… —¡Yo quiero ir al río! —saltó Laura—. Y en bici. Y sesión de fotos en el jardín. La palabra “sesión” ya le sonaba familiar. —Eso es. Pero antes, hay que echar una mano: desyerbar las patatas, regar las fresas. No habéis venido de marqueses. —Yaya, es que son vacaciones… —empezó Diego, pero don Gregorio lo miró serio. —Vacaciones, no balneario. Diego resopló y calló. Laura, bajo la mesa, rozó el pie de su hermano con la zapatilla y él sonrió apenas. Después de comer, los nietos subieron a organizar las cosas. Media hora después, María del Carmen asomó a la habitación: Laura ya había colgado camisetas en la silla, colocado neceser y cargador, en el alféizar, cremitas y perfumes alineados. Diego, en la cama, con el teléfono pegado al pulgar. —Os he cambiado sábanas, —dijo—. Si necesitáis algo, avisad. —Todo ok, yaya —sin mirar, contestó Diego. Le molestó ese “ok”. Pero sólo asintió. —Esta noche haremos una barbacoa —dijo—. Y después del descanso, al huerto un rato. —Vale —respondió Diego. Ella cerró y se detuvo en el pasillo. Desde dentro llegaba la risa de Laura, hablando por videollamada. María del Carmen se sintió vieja. No de espalda, sino porque la vida de los chicos iba por una capa invisible donde no llegaba. No pasa nada —se animó—. Ya nos apañaremos. Lo importante, no apretar. Esa tarde, ya atardeciendo, trabajaron juntos en el huerto. La tierra estaba tibia y la hierba crujía. Don Gregorio señalaba las plantitas. —Esto se arranca; esto, déjalo. —¿Y si me confundo? —preguntó Laura agachada. —No pasa nada —terció María del Carmen—. No somos una cooperativa. Diego, apoyado en la azada, miraba el brillo azul del monitor olvidado en su cuarto. —¿No te dejas el móvil? —bromeó don Gregorio. —Lo he dejado dentro —gruñó Diego. Ese detalle alegró a María del Carmen más de la cuenta. Los primeros días pasaron con equilibrio. Ella llamaba junto a la puerta a las ocho y media, ellos gruñían y arrastraban los pies, pero para las nueve y media estaban todos desayunando. Ayudaban a medias con la casa; luego, Laura con el móvil y el gato, Diego leyendo, en bici o con cascos. Las normas se sostenían en pequeños hábitos. Nada de móvil en las comidas, ni ruidos de madrugada. Sólo una vez, la tercera noche, la despertó una risa lejana. Miró el reloj: doce y media. ¿Aguanto o voy? —se preguntó. La risa volvió, se oyó el sonido de una nota de voz. Se levantó, se puso la bata y tocó la puerta. —Diego, ¿no duermes? Silencio inmediato. A los segundos, Diego abrió el pestillo, deslumbrado. —¿Qué haces despierto? —Viendo una peli con amigos. A la vez, chateando. Se imaginó otros chavales, en otras ciudades, igualmente a oscuras y conectados. —Mira, —le propuso—: ver pelis me da igual, pero si trasnochas, luego no vales para faena. Hasta las doce, pase. Después, a dormir. Él torció el gesto. —Pero ellos están… —Ahí —cortó— es la ciudad. Aquí, estamos nosotros. No te digo a las nueve, pero hay límites. Al final, resignado, asintió. —Hasta las doce. —Y cierra la puerta, que la luz me molesta. Y el volumen bajo. De vuelta a la cama se preguntó si no era demasiado blanda. Quizá debería ser más firme, como con su hija. Pero eran otros tiempos. Los conflictos surgieron de lo más pequeño. Un día de calor, ella pidió a Diego que ayudase a su abuelo a mover unas tablas. —Ahora voy —contestó, absorto en el móvil. Diez minutos después, ni se había movido. —Diego, tu abuelo ya las arrastra solo —advirtió, endureciendo el tono. —Acabo y voy —repuso él, molesto. —¿Qué tienes ahí que no puede esperar? El mundo no se acaba sin tu mensaje. Diego levantó la cabeza, mosqueado. —Es importante —dijo cortante—. Estamos en un torneo, es por equipos. Si me voy, pierden todos. Ella, a punto de soltar que hay cosas más importantes que esas chorradas, vio su expresión tensa y ablandó la voz. —¿Cuánto te falta? —Veinte minutos. —Pues veinte minutos, luego a ayudar. ¿Sí? Diego asintió. Veinte minutos después ya se estaba calzando. —Voy, voy —dijo, antes de que ella le recordara nada. Pequeños pactos que mantenían la paz. Hasta que, a mitad de julio, saltó la chispa. Aquella mañana iban a ir al mercado a comprar: Gregorio necesitaba ayuda, cargar bolsas, cuidar el coche. —Diego, mañana vas con tu abuelo —anunció María del Carmen en la cena—. Laura y yo nos quedamos con las mermeladas. —Es que mañana he quedado con unos amigos, —saltó de inmediato—. Hay un festival de música y comida en la ciudad. ¡Os lo dije! Ella no recordaba que lo hubiera dicho. O quizás sí, entre tantos otros temas. —¿A la capital? —frunció el ceño Gregorio. —No, a la nuestra. Es cerca del tren. El “cerca” no le gustó. —¿Sabes el camino? —Van todos, y ya tengo dieciséis. Ese “dieciséis” sonó definitivo. —Quedamos con tu padre que aquí no andabas solo —dijo el abuelo. —No estoy solo, voy en grupo. —¡Eso lo empeora! La tensión creció. Laura apartó el plato y María del Carmen, conciliadora, propuso: —Podéis ir esta tarde y que venga mañana. —Sólo es mañana el mercado —cortó Gregorio—. Y me hace falta ayuda. —Puedo ir —soltó Laura. —Tú te quedas a ayudar —respondió él, por inercia. —Me arreglo sola, —intervino ella. —Las mermeladas pueden esperar. Que vaya Laura contigo. Gregorio la miró, entre agradecido y testarudo. —¿Y él siempre libre? —señaló a Diego. —Es que… —intentó replicar él. —¿No ves que esto no es la ciudad? Mandamos nosotros. Respondemos por ti. —Siempre hay alguien mandando —saltó Diego—. ¿Puedo decidir una vez yo solo? Cayó un silencio de plomo. María del Carmen sintió dentro una presión; querría decirle que lo entendía, que ella también quiso “ser mayor”, pero en vez de eso se oyó decir, seca: —Mientras estés aquí, sigues nuestras normas. Él se levantó tirando la silla. —Pues nada, no voy. Desapareció dando un portazo. Luego, ruido sordo arriba; mochila contra el suelo o él cayendo sobre la cama. La cena fue tensa. Laura quiso aliviarlo, pero nada sonaba natural. Gregorio guardó silencio, el periódico intacto. María del Carmen lavó platos con las “normas de la casa” resonando como campanas. De noche, la inquietante quietud la desveló. El chico, pensó, por lo menos dormiría. Al levantarse, aún de noche, no vio luz bajo la puerta de Diego. Quizá duerme bien —se dijo. Al bajar a la cocina, ya casi eran las nueve. Laura bostezaba al lado del abuelo. —¿Y Diego? —preguntó. —Durmiendo, supongo —contestó Laura. María del Carmen subió y llamó. —Diego, arriba. Silencio. Abrió ligeramente la puerta. Cama revuelta —lo normal—, pero vacía. En la silla, la sudadera, el cargador sobre la mesa. Sin rastro del móvil. Sintió un agujero en el pecho. —No está —anunció, bajando. —¿Cómo que no está? —preguntó Gregorio ya erguido. —No. No está en su cuarto. Se ha llevado el teléfono. —Igual está fuera —apuntó Laura. Buscaron por el patio, en los trasteros, entre los árboles. La bici, en su sitio. —El primer tren sale a las ocho cuarenta —murmuró Gregorio, mirando la carretera. María del Carmen tenía las manos heladas. —Quizá está con los del barrio… —¿Qué barrio? —dijo Gregorio—. Aquí no conoce a nadie. Laura escribió un mensaje. —No lee, sigue sin doble check. “Doble check” no significaba nada para María del Carmen, pero por la cara de Laura supo que no era bueno. —¿Qué hacemos? —preguntó a su marido. Él dudó. —Voy a la estación —dijo—. Pregunto si alguien lo ha visto. —¿Y si vuelve? —dudó ella. —Salir así, sin avisar, no es normal. Salió a todo correr. —Tú quédate —ordenó—. Por si aparece. Laura, avísanos si contacta. Cuando la furgoneta cruzó el portón, María del Carmen se quedó en la galería, apretando el trapo. Mil imágenes le pasaban por la cabeza: Diego en el andén, Diego en el tren, Diego perdiendo el móvil… Se obligó a serenarse. Tranquila. No es ningún crío, ni tonto. Pasó una hora. Luego otra. Laura revisaba el móvil cada poco. —Nada de nada. A las once volvió Gregorio. —Ni rastro —dijo—. He preguntado hasta en el café de la estación. —Igual sí se fue a la ciudad —aventuró ella—. Al festival. —Sin dinero, —dudó Gregorio. —Con la tarjeta, y en el móvil —avisó Laura—. Los amigos saben tirar. Se miraron. Para ellos, el dinero era algo físico; para los chicos, digital. —¿Avisamos a papá? —preguntó María del Carmen. —Sí, llámale. Mejor enterarse por nosotros. La llamada fue dura. Su hijo la acusó de no vigilar. Ella sintió agotamiento. Al colgar, se cubrió el rostro con las manos. —Abuela, —susurró Laura—. No está perdido. Sólo está enfadado. —Enfadado y se va, —respondió con un hilo de voz—. Como si fuéramos enemigos. El día pasó despacio. Trataron de entretenerse: Laura con la mermelada, Gregorio en el taller, pero todo mecánico. El móvil de Laura, en silencio. Al atardecer, un bruñido en la verja. María del Carmen se tensó, taza en mano. Alguien cruzó el patio. Era Diego. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila al hombro. Cara cansada, pero ilesa. —Hola —dijo, bajito. María del Carmen se puso de pie. Un segundo dudó si abrazarlo o reñirle, pero sólo preguntó: —¿Dónde estabas? —En la ciudad —bajó la cabeza—. En el festival. —¿Solo? —Con amigos. Bueno… casi solo. De un pueblo de al lado. Gregorio apareció secándose las manos. —¿Sabes lo que hemos pasado? —empezó, pero se le quebró la voz. —Os he escrito —se apuró Diego—. Se me fue la cobertura. Luego me quedé sin batería. Olvidé el cargador. Laura, al lado, el móvil en la mano. —Te escribí. Sólo salía un tick. —No ha sido aposta —se disculpó él—. Es que… Sabía que si pedía permiso no me dejabais ir. Y ya había quedado. Entonces… —Entonces has preferido no avisar —concluyó Gregorio. Silencio. Esta vez menos tenso, más cansado. —Pasa dentro, —dijo María del Carmen—. Come algo. Obedeció. Le puso un plato de sopa, pan y zumo. Comió rápido, como si llevara un día en ayunas. —Allí cuesta caro —murmuró—. Esos foodtrucks vuestros… Ese “vuestros” sonó raro, pero ella no quiso sacar punta. Al terminar, volvieron a la galería. Ya refrescaba. —Hagamos un trato —dijo Gregorio, sentándose en el banco—. Tú quieres tener libertad, vale. Pero aquí respondemos por ti. Mientras estés aquí, no podemos desentendernos. Diego apretó los labios. —Si quieres salir, avisas con tiempo. No la víspera por la noche: lo hablamos, vemos cómo ir, cómo volver, quién te recoge. Si cuadra, bien; si no, lo siento. Pero sin avisar, no cuela. —¿Y si no me dais permiso? —preguntó Diego. —Entonces te fastidias y vienes al mercado —intervino María del Carmen—. Nosotros también nos enfadamos. Él los miró: en su gesto mezcla de rabia y desconcierto. —No quería preocuparos —dijo bajo—. Sólo… decidir por mí. —Decidir —le dijo ella— también es asumir por quién te espera. Se asombró de oírse tan clara: no era sermón, era un hecho. Él suspiró. —Vale. Entendido. —Y una cosa más —añadió Gregorio—. Si se acaba la batería, busca dónde cargar. Cafetería, estación, lo que sea, y nos escribes o llamas. Aunque protestemos. —Vale —aceptó Diego. Se quedaron allí, en silencio. De fondo, un ladrido. En la huerta, un maullido perezoso. —¿Y el festival, qué tal? —preguntó Laura. —Bueno —respondió—. Música normalita, pero la comida genial. —¿Fotos? —Móvil sin batería. —Pues vaya, —resopló ella—. Ni pruebas ni contenido. Él sonrió por fin. Forzado, pero sonrisa. Tras ese día, algo cambió. Las normas no desaparecieron, pero se hicieron flexibles. María del Carmen y Gregorio, una noche, las escribieron en una hoja: levantar antes de las diez, dos horas de ayuda diaria, avisar salidas y quedadas, nada de teléfonos en la mesa. Peor que en un campamento, bromeó Diego. —Pero es campamento familiar —sonrió ella. Laura propuso sus propias peticiones: —Y vosotros no llaméis cada cinco minutos si estoy en el río. Ni entréis a mi cuarto sin llamar. —Nunca entramos —se sorprendió María del Carmen. —Igual, por escrito —apoyó Diego—. Para que sea justo. Añadieron un par de líneas. Gregorio rezongó, pero firmó. Las tareas se convirtieron en juegos. Un día Laura quiso rescatar el parchís de la galería: —Juguemos esta noche. —Eso jugaba yo de niño —se entusiasmó Diego. Gregorio protestó, pero luego se sentó y resultó que dominaba las reglas. Acabaron todos riendo y picados, con los móviles olvidados en el aparador. Otra tarde, la abuela anunció: —El sábado cocináis vosotros. Yo sólo asisto. —¿En serio? —se asombraron. —En serio, haced lo que se os ocurra. Sólo que se pueda comer. Se implicaron con ganas. Laura encontró en el móvil una receta moderna, Diego picó verdura, discutieron sobre salsas. Olía a cebolla y especias, la pila se llenó de cacharros, pero el ambiente era de fiesta. —Eso sí —bromeó Gregorio—, que no me intoxiquéis. En el huerto, aplicaron un “experimento” nuevo. Cada cual tendría una hilera: Laura con las fresas, Diego con las zanahorias. Podían cuidar o no. Al final, Laura iba cada tarde a fotografiar y subir su “huerta propia”. Diego regó un par de días y lo dejó. Al cosechar, el cesto de Laura rebosaba, el suyo apenas tenía dos zanahorias esmirriadas. —¿Conclusiones? —preguntó la abuela. —Sí —serio, Diego—. No valgo para la zanahoria. Se rieron, por primera vez espontáneamente. En agosto, la casa tenía su ritmo. Desayunaban juntos, cada uno a lo suyo por el día, cena compartida por la noche. Diego a veces se quedaba hasta las doce con el móvil, pero respetaba el horario. Laura salía a veces con una amiga, pero avisaba siempre. Seguían discutiendo: por la música, la sal de la sopa, fregar la vajilla al momento o por la mañana. Pero ya eran broncas cotidianas, propios de compartir techo, no una guerra. La última noche, María del Carmen horneó tarta de manzana. El aire olía dulce, afuera soplaba leve el cierzo. Los bultos preparados aguardaban junto a la puerta. —Vamos a hacernos una foto —sugirió Laura cuando cortaron la tarta. —Otra vez con vuestros… —empezó Gregorio, y calló. —Sólo para nosotros —explicó—. No hace falta subirla a ningún lado. Salieron al patio. El sol se escondía tras los tejados. Laura colocó el móvil en un balde invertido, puso temporizador y se unió a los demás. —La abuela al centro, el abuelo a la derecha, Diego a la izquierda. Así posaron, un poco ridículos, codo con codo. Diego rozó suave el brazo de la abuela. Gregorio, también, se acercó más. Laura los abrazó a la cintura. —¡Sonreíd! —dijo ella. Click. Repetición. Laura fue corriendo al móvil, sonrió satisfecha. —¡Quedó genial! —Déjame ver —pidió la abuela. En la pantalla eran casi cómicos: ella con el delantal, Gregorio con la camisa de diario, Diego medio despeinado, Laura con su camiseta chillona. Pero había algo familiar en la imagen. —¿Me la puedes imprimir? —preguntó. —Claro —respondió Laura—. Te la paso. —¿Y cómo la imprimo si está en tu teléfono? —se desorientó la abuela. —Yo te ayudo —intervino Diego—. Vente a casa en otoño, la imprimimos juntos. Ella asintió. Sintió paz. No porque se entendiesen ya sin palabras, sino porque entre sus normas y la libertad de los chavales habían trazado una senda para transitar de ida y vuelta. Aquella noche, ya en silencio, salió a la galería. El cielo oscuro, con pocas estrellas. Todo en calma. Se sentó en el escalón, abrazando las rodillas. Gregorio la acompañó. Se sentó junto a ella. —Mañana se van —dijo. —Sí, mañana. Enmudecieron unos minutos. —Oye, —añadió él—, al final hemos salido bien parados. —Eso creo —asintió ella—. Incluso hemos aprendido algo. —¿Quién ha aprendido más, ellos o nosotros? —bromeó él. Sonrió. En la ventana del cuarto de Diego ya no había luz, tampoco en la de Laura. En la mesita, seguramente, el móvil de él se recargaba, reuniendo fuerzas para el día siguiente. María del Carmen se levantó, echó el cerrojo y, al pasar junto al frigorífico, miró la hoja de las normas. Las esquinas un poco dobladas, el bolígrafo cerca. Pasó un dedo por las firmas y pensó que tal vez, el verano siguiente, reescribirían esa hoja. Cambiarían cosas, añadirían otras. Pero lo esencial seguiría allí. Apagó la luz de la cocina y subió a dormir, sintiendo que la casa respiraba tranquila, absorbiendo todo lo vivido aquel verano y dejando hueco, a dentro, para lo nuevo.