A veces me miro desde fuera y no entiendo cómo lo permití… ¿Cómo pude casarme con un hombre que, a los treinta años, sigue viviendo bajo la sombra de su madre? Se llama Javier, y aunque parece serio, maduro e independiente, en realidad es un niño de mamá. De esos que no dan un paso sin su bendición.
Nos conocimos gracias a… ¿adivinan? ¡A su madre! Yo trabajaba como dependienta en una tienda, y una señora mayor empezó a venir seguido. Me elogiaba, decía que le caía como una hija. Luego trajo a su hijo: *”Mira, Javi, esta chica no es una mujer, ¡es un tesoro!”* Y él picó. Empezó a invitarme a salir, a cortejar. Y luego, la boda.
Su madre nos dejó el piso donde vivimos. Ella se mudó con su novio mayor, pero nos dijo: *”Vivid aquí, ahorrad para vuestro hogar. ¡Quiero nietos!”* Parecía un gesto generoso, pero no fue desinteresado. Pronto volvió… con sus trapos, ollas y reglas.
Todos los lunes es el mismo infierno. Paso el fin de semana limpiando, fregando y cocinando. Luego llego del trabajo… y todo está reluciente, las camisas planchadas, la comida hecha. Una nota en la mesa: *”Hice cocido, ordené el armario, limpié y cambié las sábanas. Besos.”* Amable, pero me tiemblan las manos. ¿Este es mi hogar o el suyo?
Se lo dije a Javier. Se encogió de hombros: *”¡Solo quiere ayudarnos! Lo hace con cariño.”* Según él, debería estar agradecida. Pero su “ayuda” me quita hasta el último rastro de intimidad. Hasta mi ropa interior la lava, rebusca en mis cajones, decide dónde va cada cosa.
Lo peor es que en su casa no es así. Cuando la visitamos, todo está limpio… pero no obsesivo. En cambio, aquí todo debe estar milimétrico, como en un cuartel. Siento que soy una intrusa en mi propia vida. Y no puedo quejarme, porque, como me recuerda mi madre: *”El piso es suyo. Aguanta hasta que podáis comprar uno.”*
¿Pero cómo aguantar cuando cada día te roban tu lugar? No digo que mi suegra sea mala, pero su obsesión por controlarlo todo nos convierte en niños. Cree que no somos una familia, sino sus hijos pequeños, a los que hay que guiar.
Y Javier… Ni siquiera intenta poner límites. Él está cómodo. Dice que *”tenemos suerte.”* Yo, en cambio, me ahogo. No ve lo mucho que me duele. O no quiere verlo.
Cuando suelta aquello de *”Quiero nietos. Cuando los tengáis, vendré más, os ayudaré…”* me dan escalofríos. Porque sé que no vendrá a “ayudar”, sino a instalarse. Impondrá sus horarios, sus comidas, sus normas. Ya estoy al límite… y si eso pasa, estallaré.
Hace poco le di un ultimátum: *”O hablas tú con tu madre, o lo haré yo.”* Da igual de quién sea el piso. Nos lo dejó para vivir, no para mangonear. No soy un mueble que pueda mover a su antojo. Soy su esposa, la dueña de esta casa, y tengo derecho a mi espacio. Aunque el techo, por ahora, no sea mío.







