Las Preocupaciones del Abuelo
Juan Martínez enviudó hace seis meses. El primer dolor agudo se había escondido, clavado como un trozo de hielo afilado bajo el corazón, derritiéndose a veces en los momentos menos esperados. Cuando algún vecino le preguntaba: «Oye, Juan, ¿y cómo llevas lo de estar solo ahora?», los ojos del anciano se llenaban de un brillo húmedo.
«Me he vuelto débil, antes no era así —pensaba Juan, respondiéndose a sí mismo—. Pero es que antes tampoco había pasado una desgracia como esta…»
Llevaba viviendo en el pueblo desde joven. Al jubilarse, pensó que por fin tendría tiempo libre, pero tras perder a su esposa, el tiempo parecía haberse detenido, y no sabía qué hacer con él. Nada tenía sentido… Excepto, quizás, rezar en la iglesia.
Su hija, Laura, se había casado y se mudó a la ciudad, y su nieto, Lucas, ya estaba en edad de empezar el colegio. A principios del verano, Laura llegó al pueblo con su marido, Adrián, y el pequeño.
—Papá, te traemos un proyecto —dijo Laura, señalando a Lucas—. Antes era un bebé y mamá lo cuidaba, pero ahora te toca a ti: hay que hacer un hombrecito de él.
—¿Y su padre no lo educa? —preguntó Juan, curioso.
—Adrián no ha cogido un martillo en su vida. Ya lo sabes, es músico, el acordeón es lo suyo. Este invierno apuntaremos a Lucas a clases de música, a ver si cae con su padre —respondió Laura—. Pero la educación tiene que ser equilibrada. Así que ayúdanos. Quiero que mi hijo se parezca a ti: trabajador y hábil con las manos.
Juan sonrió y miró a su nieto.
—Tienes razón, Laurita. Enseñaré todo lo que sé. Mientras me quede vida…
—Basta, papá —lo interrumpió Laura—. Vamos a vivir mucho y bien. Pero con lo de Lucas, ayúdanos, ¿vale?
Ese mismo día, el abuelo llevó a Lucas a su taller. Allí revisaron el banco de trabajo, las estanterías con herramientas y prepararon un rinconcito para el niño.
Juan adaptó un viejo escritorio, cortándole las patas y cubriendo la superficie con una chapa de zinc. Para el banco de Lucas necesitaba herramientas especiales: pequeñas, a su medida.
Colgó una repisa sobre el banco y puso allí martillitos, destornilladores, alicates pequeños, una sierra miniatura y unas tenazas. En latas redondas de caramelos, guardadas desde su juventud, había clavos de distintos tamaños.
Lucas estaba emocionado, pegado a su abuelo, preguntando para qué servía cada cosa. Laura casi tuvo que arrastrarlos a comer, y después volvieron enseguida a «trabajos de hombres».
—Bueno, aquí estamos, el principio está hecho —dijo el abuelo al anochecer—. Hoy basta. Mañana madrugamos para ir a pescar, así que a preparar las cañas y a dormir temprano.
Pasaron días felices de verano. Laura y Adrián notaron que Juan había revivido, recuperando su postura firme y el brillo en la mirada.
—Laurita —comentó Adrián en privado—, por algo eres maestra. Le has dado un buen ejemplo a tu hijo y, de paso, has devuelto la vida a tu padre…
—Todo el mundo necesita atención, pequeños y mayores —respondió ella en voz baja—. No podíamos dejar que se hundiera. Ahora vendremos más a menudo. Menos mal que Lucas le ayuda. A otros solo les interesa la botella, pero él tiene a su nieto, que es como un rayo de sol. Sabía que mi padre era sabio…
Suspiró y fue al huerto, como hacía su madre. Quería que todo estuviera cuidado, igual que antes, para que su padre no sintiera que todo se derrumbaba sin ella.
Pronto se acabaron las vacaciones de Laura, y mientras ella volvía a la ciudad, Adrián y Lucas se quedaron un tiempo más con el abuelo.
Pero llegó el otoño y Lucas tuvo que empezar primaria. Para la ocasión, invitaron a Juan a la ciudad, para acompañar al niño en su primer día. Orgulloso, el abuelo llevó de la mano a Lucas, vestido con un traje y corbata que no se ponía desde hacía diez años. Durante el himno en el acto escolar, se irguió y apretó la mano del niño…
En ese momento, Juan se prometió no rendirse, dedicar sus fuerzas a criar a su nieto y ayudar a su hija.
De vuelta en su casa, esa noche se sentó con un folio en blanco y, como un niño, escribió una lista de tareas para preparar la próxima visita de Lucas.
Había mucho que hacer: construir una zona de juegos, columpios, una mesa, bancos, un arenero. En el gran álamo de la calle, colgaría una «tirolina», como las de su infancia. También había que arreglar el embarcadero del río.
La lista crecía cada día, llenándose de proyectos. Apareció otra hoja: la «contabilidad», donde apuntaba los gastos en madera, clavos, pintura, arena… ¡Había tanto por hacer! Quería terminar antes del invierno, trabajar en el taller cuando nevara, y en primavera construir todo lo planeado.
Ahora Juan madrugaba, lleno de energía, escribiendo cada mañana sus tareas del día.
Lucas venía a menudo: fines de semana, vacaciones, fiestas. La casa de Juan cobraba vida: Laura limpiaba, hacía pasteles, lavaba cortinas. Mientras, el abuelo, Adrián y Lucas construían cosas, preparaban la sauna o salían a esquiar al bosque.
Por el Día del Padre, Laura les regaló ropa de camuflaje a los tres. ¡Qué alegría! Y cuando se acercaba el 8 de marzo, Juan preguntó:
—Hija, ¿qué te gustaría que te regaláramos?
—No os cortéis, lo que sea —añadió Adrián—. Eres la única y la más querida.
—¿La única? —Laura sonrió—. Pues preparaos, porque pronto habrá uno más. No sé si niño o niña, pero puede que sea una chiquilla.
Un silencio incrédulo estalló en gritos de felicidad. Adrián levantó a Laura en brazos, Lucas saltaba alrededor del abuelo, que se secaba las lágrimas.
—Gracias a Dios, qué felicidad… Tu madre siempre quiso una nieta, pero otro niño tampoco estaría mal…
A duras penas se calmaron. Durante la cena, Juan anunció que, por este motivo, dejaba de lado la tristeza: tenía que prepararse para criar a dos nietos.
—¿Y si es otro chaval? —se reía—. ¿De dónde saco tantas herramientas?
A lo que Lucas respondió:
—Yo le presto las mías, abuelo. Para los dos basta. Compartiré… Al fin y al cabo, será mi hermano.