«Las huellas de un adiós: el día que mamá se llevó al bebé y nunca regresó»

La cocina olía a chuletas recién fritas. Lucía las volteaba con destreza en la sartén, buscando ese tono dorado y crujiente. El pequeño Javier dormitaba en su cuna en la habitación contigua. Había sido un día agotador —noches sin dormir, coladas, limpieza, comida y más pañales—. Todo sobre sus hombros.

De pronto, un llanto. Ese grito que hiela el corazón de cualquier madre.

“Alberto, ¡ve a por Javier!”, gritó Lucía sin volverse, esperando que su marido reaccionara.

Silencio.

Dejó la espumadera, apartó la sartén del fuego y corrió. Tomó al niño en brazos, lo arrulló hasta calmarlo. Al regresar, olió el amargo aroma de las chuletas quemadas.

“Listo, a la basura. Gracias, Alberto”, dijo con amargura.

El niño volvió a lloriquear. ¿Y Alberto? Pegado al televisor, viendo su partido de fútbol.

“¡Alberto! ¡No doy abasto! ¡Atiende al niño!”, alzó la voz. En ese momento, un rugido ensordecedor salió de la habitación:

“¡GOOOOOOOOL!”

El susto hizo llorar a Javier con más fuerza.

Lucía volvió a abrazarlo, ya sin sentir cansancio, solo rabia hirviendo. Más tarde, se sentó a la mesa, cerró los ojos. Luego se acercó a su marido.

“Alberto, por favor. Sal a pasear con Javier. Necesito terminar en la cocina y respirar un momento…”

“¿No ves que estoy ocupado?”, espetó, sin apartar los ojos de la pantalla.

“Basta. Estoy harta”, dijo fría. “Disfruta tu libertad, Albertito. Me voy. A casa de mi madre.”

Hizo las maletas, tomó al niño. Un vecino la ayudó con el carrito al salir. Una hora después, Lucía llamaba a la puerta de su hogar de siempre.

“Mamá, Javier y yo nos quedamos un tiempo.” Su voz temblaba, pero su mirada era firme.

“Quedaos lo que necesitéis”, respondió su madre. “¿Habéis discutido?”

“No. Solo estoy agotada. Estás de vacaciones… ¿me echas una mano?”

Por la noche, sonó el teléfono. En la pantalla, “Alberto”.

“Lucía, ¿dónde estás?”, preguntó confundido.

“Te lo dije al irme. ¿O el fútbol era más importante?”

“No escuché nada…”, murmuró.

“Ahí está tu problema. No escuchas. Ni a mí. Ni a tu hijo. Solo al balón.”

“Otra vez lo mismo”, refunfuñó antes de colgar.

Una hora después, otra llamada:

“¿Y la cena? ¿Por qué no has cocinado?”

“¿Y tú por qué no ayudaste? No llegué. ¿Sabes por qué? Porque todo cae sobre mí.”

“¿Cuándo vuelves?”

“No lo sé. Quizá en un mes. O dos.”

“¡Pues para qué te casaste si no puedes separarte de tu madre!”

“¿Para qué?”, alzó la voz. “¿Para cocinarte, limpiar, lavar y oír hablar de fútbol? ¡Un sueño hecho realidad!”

“¿Quieres que haga ‘cosas de mujeres’? ¡Ni lo sueñes! ¡Antes me divorcio!”

“Pues hazlo. Divorciémonos.” Colgó.

Su madre, escuchando desde la sala, se acercó:

“Así que sí discutisteis.”

“Mamá… no soy su criada. Tengo noches en vela. Solo pido ayuda. Y él grita: ‘¡Me divorcio!’ Pues adelante.”

“No te precipites. Sí, él está mal. Pero Javier necesita a su padre. Quizá hay solución.”

Pasó una semana. Otra llamada.

“Lucía, te echo de menos… Vuelve”, suplicó él.

“Acabo de recuperarme. Gracias a mamá.”

“¿O sea que no vuelves?”, cambió el tono.

“Volveré. Si ayudas. No te pido que madrugues. Pero los fines de semana… Eres su padre.”

“¡Olvídalo! ¡Yo no soy una niñera! ¡Eso es cosa de mujeres!”

Pasó un mes. Javier ya dormía toda la noche. Lucía respiró al fin. Un sábado, habló con su madre:

“Mamá, iré a ver a Alberto. Intentaré arreglarlo. Luego volveremos por Javier.”

“Era hora, hija. Inténtalo.”

Lucía llegó a su casa. La llave aún funcionaba. Abrió. Se quitó los zapatos. Y entonces los vio: unos tacones femeninos en el recibidor.

El corazón se le heló.

Entró en el dormitorio. Allí estaba él. No solo.

Se dio la vuelta, pálida.

“¡Lucía! ¡Espera! ¡No es nada serio! ¡Solo te quiero a ti!”, balbuceó, corriendo tras ella.

Ni siquiera lo miró. Esas palabras ya no significaban nada.

Podría haber perdonado muchas cosas —indiferencia, pereza, incluso su obsesión con el fútbol—. Pero no una infidelidad. No con su hijo vivo. No en la casa a la que volvía con esperanza.

A veces, lo único que necesita una mujer es ser escuchada. No por los gritos, sino por el silencio en el que un niño duerme tranquilo. Por un hogar donde no arrastre todo sola. Por un hombre que no tema sostener tanto a su hijo como a su esposa.

Pero si ese hombre solo sostiene un mando y no responsabilidades, que no se queje cuando ella se marche. Y no vuelva.

Aunque las chuletas ya nunca se quemen.

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