Las Estrellas en Tus Pies: Los Zapatos que Brillan

**Los Zapatos de Estrella**

Estrella tenía once años y sus pies descalzos conocían cada piedra de las calles de San Cristóbal de las Casas. Las losas gastadas bajo sus plantas guardaban historias de siglos, de mercados ruidosos, de risas y prisas. Su madre tejía pulseras de hilos coloridos para los turistas, como si enhebrara rayos de sol, mientras su padre vendía elotes con chile, llenando el aire de aromas dulces y picantes. No eran ricos, pero la pobreza no les robaba la alegría. Las noches eran frías y, a veces, el fuego de la cocina apenas aliviaba el cuarto donde dormían los tres hermanos.

Algunos días, Estrella iba a la escuela, caminando kilómetros con su mochila al hombro, ansiosa por aprender. Otros, se quedaba ayudando a su madre con las pulseras o cuidando a su hermanito, que aún no hablaba bien pero iluminaba la casa con sus risas.

Una tarde, mientras el sol se escondía tras la catedral, una turista la vio correr entre los puestos del mercado, los pies cubiertos de polvo. La mujer se acercó y, con una sonrisa, le preguntó por qué no llevaba zapatos. Estrella bajó la mirada y respondió en voz baja:

Los míos se rompieron hace meses. Y no hay para otros.

La mujer, conmovida, sacó de su bolso unos tenis blancos con un rayo azul en los costados, relucientes como un tesoro. Estrella los abrazó como si fueran de oro. Esa noche, durmió con ellos al lado de su cama, como si fueran un amuleto.

Al día siguiente, los estrenó camino a la escuela, sintiendo por primera vez que no tenía que esconder los pies bajo la banca. Pero pronto, las burlas llegaron:

¡Mira la presumida! gritó un compañero. Ahora se cree mucho con sus zapatos nuevos.

Las risas le atravesaron el pecho. Esa tarde, guardó los tenis en una bolsa, decidida a no usarlos más.

¿Qué pasó, mija? preguntó su madre.

Mejor los guardo, mamá. Para que no se ensucien mintió, sin contar que a veces tener algo bonito duele más que no tener nada.

Días después, llegó al barrio un fotógrafo de una ONG. Quería retratar la vida de los niños indígenas, sus juegos, sus trabajos, su belleza cotidiana. Eligió a Estrella. La fotografió con los tenis puestos, frente a su casa de adobe, una flor silvestre en la mano. La imagen viajó a galerías en Madrid, París, Ciudad de México hasta que un periodista vino a buscarla.

Tu foto está en una exposición le dijo. La gente quiere saber quién es la niña de los ojos grandes y los zapatos blancos.

Estrella miró a su madre, que lloraba en silencio.

¿Por qué quieren saber de mí, si aquí nadie me veía antes? preguntó.

Porque lo sencillo, cuando se mira con respeto, se vuelve arte respondió él.

Entonces entendió que aquellos zapatos no eran un lujo, sino un símbolo. De que hasta lo humilde puede ser hermoso. De que nadie debería avergonzarse de brillar.

Volvió a ponérselos y caminó por la plaza con la cabeza alta. Ya no le importaban las burlas. Cada paso le recordaba que la dignidad no está en lo que llevas puesto, sino en cómo caminas por la vida.

Los demás niños empezaron a mirarla distinto. Algunos le preguntaban por los tenis, y ella respondía:

No son mágicos. Solo me recuerdan que puedo caminar sin miedo.

Con el tiempo, su foto inspiró a otros. Los turistas dejaban monedas, pero también respeto. Los vecinos sonreían al verla pasar. Y Estrella aprendió que un par de zapatos no cambian el mundo pero sí pueden cambiar cómo te ves a ti mismo.

Y eso, en un lugar donde muchos solo ven pobreza, ya es un milagro.

Ahora, cuando sus tenis blancos brillan bajo el sol de Chiapas, cuentan una historia: que la belleza no está en lo que tienes, sino en cómo lo llevas. Y que hasta en lo más humilde, hay luz.

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