¡Oye, amiga! Déjame contarte la historia de dos caras de la soledad que viven en la misma ciudad, pero en mundos totalmente distintos.
Alejandra estaba frente al espejo, mordisqueando el labio inferior. Sus dedos jugueteaban nerviosos con una hebra de pelo, intentando volver a atar el recogido perfecto, como si de eso dependiera algo crucial.
Treinta y cinco. Esa edad que los anuncios llaman la plenitud y que en los diarios personales se escribe como crisis. Tiene una carrera que le va de lujo, un piso acogedor en el centro de Madrid, y unas amigas listas para charlar de política mundial o del último tono de crema hidratante.
Pero cuando cae la noche, la puerta se cierra, el móvil se queda en silencio y el vacío se extiende como la marea, más fuerte que el bullicio de la Gran Vía.
Otra cita se escupe, mirando su reflejo.
Lleva un vestido elegante, ceñido pero sin llamarse la atención. Maquillaje ligero, solo para resaltar los ojos, y tacones altos, pero sin parecer desesperada. Todo está pensado al milímetro, como si fuera a un examen donde la nota la decidiría.
Sabe lo que quiere: no cualquier relación, sino amor verdadero, ese que penetra los rincones más secretos del alma, donde no hacen falta palabras, solo una mirada o un roce. Cada vez que un nuevo hombre se sienta frente a ella en un café o restaurante, una voz sarcástica le susurra al oído:
¿Y si resulta ser como el anterior?
Ese anterior, el que casi la convenció de que había encontrado el indicado. Sus planes se rompieron por la rutina, por su falta de disposición a hablar de sentimientos y por sus intentos de arreglar, entender, adaptarse. Leyó mil libros de psicología, llenó cuadernos de apuntes de talleres y desgranó cada error como si fuera una ecuación matemática. Cuanto más comprendía, más temía volver a abrir el corazón.
¿Quizá estoy pidiendo demasiado? murmura, mirando la pantalla del móvil.
Llega un nuevo mensaje. El típico hombre interesante de la app de citas: inteligente, con buen humor y sin banderas rojas en el perfil. Sonríe al leerlo, pero sus labios se contraen de inmediato.
¿Y si me decepciona?
Y vuelve el vacío, la noche, el espejo, la pregunta sin respuesta.
Begoña, por su parte, se ha acomodado en un rincón de su café favorito en Barcelona, donde los sofás se amoldan al cuerpo y el aroma del café recién molido se mezcla con el de la vainilla. En sus manos pasa las páginas de un libro nuevo, deteniéndose de vez en cuando en frases que le hacen una ligera marca en la esquina.
Cuarenta y dos años, solo un número en el pasaporte. Dentro lleva un mar de energía, esa sensación de que las mejores aventuras están todavía por venir.
Begoña, ¿otra vez sola? le saca de la lectura una amiga, Ana, despeinada después de la oficina, que ya está llamando a la camarera para pedir su latte habitual con sirope.
Begoña deja el libro a un lado, mostrando la portada con una abstracta explosión de colores. Sí, responde con una sonrisa calmada como el lago sin viento, pero no estoy sola.
Recoge las miradas curiosas de las compañeras, de extraños, de gente que se cruza por la calle. ¿Cómo puede ser? Una mujer atractiva, inteligente, interesante ¿y sola? Hace tiempo que dejó de justificarlo. El amor lo encontró no esperando a un príncipe, sino en el café de la mañana en su balcón, en escapadas improvisadas a la costa, en proyectos laborales que le hacen brillar los ojos. En los amigos que la conocen sin máscaras.
¿Y el guapo de la semana pasada? guiña Ana, agitando la cuchara del postre. ¿El que te invitó al concierto de jazz? ¡Sabes que te encanta el jazz!
Guapo, ríe Begoña, sin ningún atisbo de tensión, pero no estoy dispuesta a moldearme a lo que otro espere de mí. Hace una pausa mientras la camarera coloca la taza con espuma frente a Ana. Si él quiere estar a mi lado, que venga tras de mí. Yo sus dedos vuelven al libro, ya estoy en el camino donde quiero estar.
¿Soledad? Ni pensarlo. Es libertad, ligera como la brisa veraniega y firme como las raíces de un viejo roble. Libertad para decidir a dónde girar mañana, para despertar y dormir en paz consigo misma. Libertad simplemente ser.
Al día siguiente, Alejandra cierra la puerta de su piso, se quita los tacones y se sienta al borde de la cama. El vestido de la noche, aún perfumado con el aroma de otro perfume y de la comida del restaurante, le parece ahora ridículo. La cita fue agradable: conversación inteligente, temas interesantes, menú exquisito. Pero cuando él intentó tomar su mano, algo dentro se encogió. No fue miedo, sino comprensión. Otro hombre bueno, guapo, correcto y de nuevo ese vacío helado en el pecho.
Se acerca a la ventana y apoya la mano en el cristal frío. La ciudad brilla con luces, la vida bulle a lo lejos, la gente se encuentra y se despide. Ella está en el centro de su piso perfecto, rodeada de cosas caras, y se siente perdida.
¿Por qué me cuesta tanto? susurra al reflejo del vidrio oscuro. La pregunta queda flotando, sin respuesta.
Al mismo tiempo, Begoña está recostada en una mecedora de mimbre en su balcón del undécimo piso. En una mano sostiene una copa de vino tinto, en la otra una chispita que solo se permite una vez al mes. La brisa nocturna juega con sus cabellos sueltos y de los altavoces se cuela un suave jazz.
Cierra los ojos y deja que la música la envuelva. No piensa en citas fallidas ni en sueños incumplidos. Solo siente el presente: el amargo del vino en los labios, el frescor del aire nocturno, las luces lejanas de la ciudad que parecen joyas esparcidas.
Begoña no espera a un príncipe. Hace tiempo que entiende que ningún héroe de cuento la hará más feliz que ella misma. Cada atardecer, cada amanecer, cada minuto pertenece solo a ella. Y en eso no hay soledad, sino una libertad embriagadora de ser quien es.
Levanta su copa en un brindis silencioso por sí misma, por esa noche, por su vida sorprendente. Una reina no necesita trono; su reino está donde se siente feliz. Hoy ese reino es el balcón del undécimo piso, una copa de buen vino y estrellas que brillan como diamantes en el cielo nocturno.
Dos mujeres, dos universos. Alejandra y Begoña. Comparten la misma ciudad, respiran el mismo aire, pero viven en realidades completamente distintas.
Alejandra avanza con la mano extendida, buscando llenar el vacío que lleva dentro. Cada cita, cada nuevo encuentro, es un intento de encontrar a quien le devuelva la sensación de ser necesaria, de recibir calor, de pertenecer. Cree que el amor es algo externo que llega y la completa. Cuanto más lo busca, más vacío siente dentro.
Begoña avanza con los brazos abiertos, no porque espere que alguien los llene, sino porque su mundo ya está colmado: de experiencias, de libertad, de la tranquila alegría de lo sencillo. No busca el amor, lo irradia. Por eso la gente se siente atraída a ella, porque estar a su lado es fácil. No espera a un príncipe, ni construye castillos de arena; simplemente vive. Y en su vida hay sitio para todo: la soledad, los encuentros, las despedidas y los nuevos caminos.
Quizá sus sendas se crucen algún día. Quizá Alejandra descubra que el vacío no era falta de amor, sino falta de amor propio. Quizá Begoña encuentre a alguien que no le pida cambiar, sino que camine a su lado sin perturbar su armonía. O tal vez no.
Lo que está claro es que sus historias son dos respuestas distintas a la misma pregunta.
El amor no llega a quien lo busca; llega a quien ya vive con el corazón abierto, no por esperar, sino por saber dar.
Y entonces comprendemos que lo esencial no es encontrar a quien llene nuestro vacío, sino aprender a estar completos por nosotros mismos. Porque solo entonces el amor deja de ser un salvavidas y se convierte simplemente en felicidad.






