Las casualidades no existen Han pasado unos cuatro años desde la muerte de su madre, pero Agata todavía recuerda el sabor amargo y la insoportable tristeza. Sobre todo aquella tarde después del funeral. Su padre estaba sentado, consumido por el dolor; Agata ya estaba agotada de llorar. En su amplia y sólida casa reinaba un silencio opresivo. Agata tenía dieciséis años, entendía lo difícil y doloroso que era para ella y su padre; los tres habían sido muy felices juntos. Iván abrazó a su hija por los hombros y le dijo: —Habrá que seguir adelante de alguna manera, hija. Verás que nos acostumbraremos… El tiempo pasó. Agata se tituló como técnica sanitaria y recientemente comenzó a trabajar en el ambulatorio de su pueblo. Vivía sola en su casa, porque su padre se casó con otra mujer el año anterior y vivía en la aldea vecina. No culpaba a su padre ni le juzgaba; la vida es así de caprichosa, ella misma algún día se casaría. Y su padre aún era joven. Agata bajó del autobús con un bonito vestido y unos zapatos elegantes; hoy era el cumpleaños de su padre, el único familiar que le quedaba. —Hola, papá —sonrió feliz Agata mientras se fundían en un abrazo en el portal de la casa donde él la recibió. Le entregó un regalo—: ¡Feliz cumpleaños! —Hola, mi niña, pasa, que ya está todo preparado —y entraron juntos en casa. —Agata, por fin llegas —dijo desde la cocina Katia, ahora su madrastra—, que mis hijos ya tienen hambre. Iván llevaba ya un año viviendo con su nueva familia. Katia tenía una hija de trece años, Rita, una niña insoportable y malhumorada, y un hijo de diez. Agata apenas iba por allí; era sólo la segunda vez en todo el año, y hacía lo posible por ignorar las groserías de la maleducada Rita, que no tenía reparos en sus palabras, y cuya madre jamás le llamaba la atención. Tras los saludos y las preguntas de rigor, Katia empezó a interrogar a Agata. —¿Tienes novio? —Sí, tengo. —¿Y pensáis casaros? Agata se sintió un poco incómoda ante la franqueza de Katia. —Bueno, ya veremos —prefirió no dar detalles. —Mira, Agata —Katia sonrió forzadamente—: Tu padre y yo hemos estado hablando y hemos decidido que él ya no te va a ayudar más. Gasta demasiado dinero en ti, y nosotros somos una familia numerosa. Busca marido y que te mantenga él. Tu padre ya tiene otra familia y debe velar, ante todo, por nosotros. Ya eres mayor, además tienes trabajo… —Katia, espera —le cortó Iván—: Nuestra conversación fue diferente, y ya te expliqué que le doy a mi hija menos dinero que a vosotros… Pero Katia le interrumpió y gritó: —¡Eres poco menos que un cajero para tu hija y nosotros tenemos que apañarnos como podemos! Iván guardó silencio, avergonzado. Agata se sintió muy mal, se levantó de la mesa y salió al patio, sentándose en un banco para calmarse un poco. El cumpleaños ya se había arruinado. Rita salió detrás y se sentó a su lado. —Eres guapa —Agata sólo asintió con la cabeza, sin ganas de hablar—. No te enfades con mi madre, está nerviosa porque está embarazada —sonrió de forma sarcástica la niña—. Ya la conocerás, sólo espera —rió y volvió dentro. Agata se levantó y salió del patio; al mirar atrás, vio a su padre en el porche, mirándola marchar. Tres días después, su padre e Katia visitaron inesperadamente a Agata. —Vaya, qué sorpresa, ¡pondré el té! —les ofreció. Katia miró todo, paseó por la casa. —Sí, sí, tremenda casa, aquí en el pueblo pocas como esta. —Mi padre tiene unas manos de oro, la construyó junto a su amigo Paco, ¿verdad, papá? —Anda ya, hija, manos de oro tampoco… la hice para nosotros, nada más. —Ya lo sé —dijo Katia—, me ha tocado la lotería contigo. Y precisamente veníamos a hablar de la casa. Agata sospechó enseguida: —No venderé mi parte, crecí aquí y esta casa es muy importante para mí —miró desafiante a Katia y a su padre. —¡Vaya, qué lista eres! —masculló Katia, entre rabia y sarcasmo—. Y tú, ¿qué callas? —codeó a Iván. —Hija, esto hay que solucionarlo, ahora tengo una familia grande, la casa es pequeña y viene un bebé… Si vendemos la casa, puedes comprarte algo más pequeño y si no llegas, pides un préstamo y te ayudo a pagarlo —dijo el padre, sin mirarla a los ojos. —Papá, ¿de qué estás hablando? —Agata no daba crédito. —Tu padre tiene otra familia —gritó Katia—. ¡Dilo de una vez! Esta casa ya no es tuya. Ocupas demasiado espacio. Así que te apartas y nadie va a preguntarte más. —No me grites —se levantó Agata—. Y os pido que os marchéis. Cuando se fueron, Agata se sintió fatal. Sí, su padre tenía derecho a rehacer su vida, pero no a costa de su hija. Esa casa era de su madre y ella no pensaba vender su parte. Un poco después llegó Arturo; al ver a Agata se quedó desconcertado. —Hola, guapa. ¡Estás blanca! ¿Qué ha pasado? Ella corrió a sus brazos y lloró su pena; él la consoló con paciencia y luego se sentaron a hablar. Arturo era policía, sabía mantener la calma y fue ella quien le contó todo con detalles. Arturo tranquilizó a Agata: —Tu padre es buena persona, no será capaz de actuar en contra de tu voluntad. Es esa Catalina la que le ha comido la cabeza. Ya veremos qué hacemos, hablaré con unos abogados del ayuntamiento. Lo importante es que no aceptes vender lo que es tuyo. Cuando Iván volvió a casa no podía estar tranquilo. Al casarse todo parecía ir bien, pero Katia se fue volviendo cada vez más exigente; quería vender la casa y mudarse a algo más grande. Iván empezaba a pensar que había cometido un error. Hasta que supo que Katia estaba embarazada. A Agata cada vez le daba más miedo volver sola del trabajo, ya en otoño y sin que Arturo pudiera acompañarla esa noche porque lo llamaron de urgencia. Cuando ya estaba llegando a casa, se paró a su lado un coche; bajó de él un tipo grandote y la metió a la fuerza en el asiento de atrás. El coche arrancó rápido. Agata se asustó. —¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí? Quizá se hayan confundido —dijo, sollozando. Los del coche se rieron. —Aquí, casualidades no existen —le respondió alguien con calma—. Si haces lo que te decimos, a ti y a tu padre no os pasará nada. —¿Y mi padre qué pinta en esto? —Tienes que firmar estos papeles, recibirás el dinero de la venta y dejarás tu casa en dos días. Ya hay compradores. —¡Esto es ilegal! ¡No firmaré nada! ¡Iré a la policía! ¡No vendo mi casa! —entonces recibió un golpe en la cara y notó el sabor a sangre. —Tu policía no nos da miedo, ni tu novio tampoco —se burló el hombre—. Si no firmas, despídete de tu vida. Y si él se mete… El coche se detuvo en las afueras. Uno de los hombres le alumbró los papeles con una linterna: —Firma y procura no mancharlos de sangre. Mañana mismo estarán en la notaría. De repente, Agata vio una luz de patrulla detrás, y otra más. El conductor intentó huir pero se equivocó de pedal y acabó en la cuneta. Al parecer, Arturo había pedido a su amigo Maximiliano que vigilara a Agata cuando volviera tarde del trabajo. Al ver cómo la secuestraban, llamó enseguida a Arturo, que movilizó a toda la comisaría. Luego descubrieron que aquel hombre enorme era amante de Katia, y que el hijo que esperaba era suyo. Juntos planeaban quedarse con la casa de Iván, pues a Katia le gustaba demasiado, y podrían sacar mucho dinero. A la hija sólo querían quitarla de en medio… El tiempo pasó y todo volvió a su lugar. Iván se divorció, regresó a su casa. Sigue trabajando, tiene su propio negocio de recambios. Por las tardes, se sientan los tres juntos: Iván, Agata y Arturo. Para Iván, esas paredes tienen el doble de valor. —Papá, no te preocupes, nunca estarás solo —decía alegremente Agata. —¿Vas a confesar que te casas? —preguntó Iván. —Le he pedido matrimonio a Agata —dijo Arturo—, y ha aceptado —le guiñó un ojo—. Ya hemos pedido fecha para la boda. —Sí, papá, aunque me vaya a vivir con Arturo, vendremos a verte a menudo. Viviremos aquí cerca… —Ay, hija, perdóname por todo lo que he hecho mal —Iván miró una foto de su difunta esposa, con lágrimas en los ojos. —Venga, papá, todo irá bien. Y aún irá mejor. Gracias por leer hasta el final, por suscribirte y por tu apoyo. ¡Mucha suerte en la vida!

Las casualidades no existen

Habían pasado casi cuatro años desde la muerte de su madre, pero Jimena aún llevaba consigo el regusto amargo de la pérdida y esa nostalgia insoportable, sobre todo la noche tras el entierro. Su padre, Fernando, permanecía abatido en una esquina del salón, roto de dolor. Jimena, agotada del llanto, sentía el silencio opresivo recorriendo los altos techos de esa casa de piedra familiar.

A los dieciséis años, Jimena comprendía cuán difícil era para ambos; antes, los tres vivían felices. Fernando abrazó a su hija y susurró, con voz ronca:

Hay que seguir adelante, hija, poco a poco nos acostumbraremos

El tiempo pasó. Jimena estudió para ser enfermera y, hacía poco, había comenzado a trabajar en el centro de salud de su pueblo, no lejos de Salamanca. Vivía sola en la casa, porque su padre, un año antes, se había casado de nuevo y se fue a vivir a un pueblo cercano con su nueva esposa. No sintió rencor ni lo juzgó: la vida sigue, ella también terminaría casándose, y su padre seguía siendo joven.

Aquella tarde, Jimena bajó del autobús con un vestido bonito y zapatos de tacón: hoy era el cumpleaños de Fernando, su único familiar directo. Apenas él salió al patio, ella le sonrió ampliamente y lo abrazó fuerte, entregándole un regalo envuelto con esmero.

¡Muchas felicidades, papá! exclamó Jimena, emocionada.

Gracias, mi niña, entra, que ya está la mesa puesta contestó Fernando, guiándola adentro.

¡Jimena, ya era hora! exclamó Clara, ahora su madrastra, saliendo de la cocina ajustando su delantal, que mis hijos ya están muertos de hambre.

Fernando llevaba ya un año en esa nueva familia. Clara tenía una hija de trece, Marta, siempre respondona y desagradable, y un niño de diez. Jimena casi nunca los visitaba, y aquel era solo el segundo encuentro en todo el año. Procuraba no hacer caso de los comentarios de Marta, más borde de lo que debería, y Clara nunca le cortaba las malas maneras.

Entre felicitaciones y preguntas, Clara no perdió la ocasión de interrogarla:

¿Tienes novio, Jimena?

Sí respondió ella, sin entrar en detalles.

¿Y vais a casaros pronto?

Jimena se sintió incómoda ante la insistencia directa.

Bueno… ya veremos murmuró, quitando importancia.

Verás, Jimena dijo Clara, esbozando una sonrisa forzada, tu padre y yo hemos decidido que ya no va a poder ayudarte más con dinero. Tenemos una familia grande y no podemos estirarnos más. Deberías casarte; que sea otro quien te mantenga. Tu padre ahora tiene otras responsabilidades y eres adulta, ya trabajas.

Clara, espera intentó decir Fernando, con voz temblorosa, yo te he explicado que lo que recibe Jimena es menos de lo que damos aquí…

Pero Clara lo interrumpió y lanzó su queja con rabia:

¡Para tu hija eres un cajero automático y nosotros no tenemos por qué sufrirlo!

Fernando calló, avergonzado. A Jimena se le revolvieron las entrañas; se levantó deprisa de la mesa y salió al patio, sentándose en el banco de piedra para calmarse. Ese cumpleaños ya estaba irremediablemente arruinado. Marta salió tras ella y se sentó a su lado.

Eres guapa dijo la niña. Jimena asintió, sin ganas de charlar. Marta esbozó una sonrisa maliciosa. No te enfades con mi madre, es que está de los nervios porque espera otro niño y soltó una risita. Ya verás cómo es cuando la conozcas de verdad dijo, y desapareció de nuevo.

Jimena decidió marcharse. Al girar la cabeza, vio a su padre en el porche, mirándola con ojos tristes. Tres días después, Fernando y Clara aparecieron inesperadamente en su casa.

¡Qué visita! dijo Jimena, un poco sorprendida, ¿Queréis un café?

Clara echó un vistazo por toda la casa, curioseando.

Vaya, sí que es una buena casa, cuesta encontrar algo así en el pueblo.

Mi padre tiene manos de oro, la levantó con el tío Luis, ¿verdad, papá?

Bueno, hija, lo hice para nosotros respondió Fernando, intentando quitar importancia.

Soy consciente apuntó Clara, he tenido suerte contigo. Pero veníamos a hablar del tema de la casa.

Jimena se tensó al instante.

No venderé mi parte dijo, desafiante. Aquí he crecido y esta casa significa mucho para mí.

Pero qué lista es la niña resopló Clara con evidente hostilidad. ¿No piensas decir nada? le espetó a Fernando, dándole un codazo.

Hija, hay que buscar una solución, necesito más espacio, la familia crece… Si vendemos, podrás comprarte algo más pequeño; si falta dinero, te ayudo con un préstamo decía Fernando, evitando mirarla a los ojos.

Papá, ¿de verdad estás diciendo eso? preguntó Jimena, incrédula.

Tu padre tiene otra familia ya gritó Clara. Cuando lo entiendas, verás que esta casa ya no es tuya. Ocupas demasiado espacio. Así que muévete y deja de dar problemas.

No me grites dijo Jimena, poniéndose en pie. Por favor, iros de mi casa.

Después de irse, Jimena sintió que se le rompía el alma. Sí, su padre tenía derecho a rehacer su vida, pero no a costa de ella. Esa era la casa donde su madre vivió, y se juró que no vendería jamás su parte.

Poco después apareció Samuel. Al ver el rostro desencajado de Jimena, se asustó.

¿Qué te pasa, preciosa? Tienes mala cara.

Ella se lanzó a sus brazos, llorando todo lo que llevaba dentro. Samuel, agente de policía, la consoló pacientemente hasta que pudo explicarle todo.

Tu padre es un buen hombre, no irá contra tu voluntad, fue Clara quien lo ha manipulado. Algo idearemos; conozco abogados en la ciudad, no vendas tu parte bajo ninguna circunstancia.

Mientras tanto, en el otro pueblo, Fernando no encontraba paz. Al principio, todo marchaba bien con Clara, pero cada vez ella era más exigente y obsesionada con agrandar la casa, presionando por vender la de Jimena. Fernando empezaba a pensar que había cometido un error. Entonces, Clara le soltó la noticia de su embarazo.

A él le turbaba la conciencia y sentía la urgencia de llamar a su hija. Fue a la habitación a buscar el móvil y escuchó a Clara hablando por teléfono:

No hay manera de que acepte decía, furiosa. Habrá que hacerlo nosotras. Yo hablaré con él, si hace falta haré lo que tenga que hacer.

Colgó y se dio la vuelta. Los ojos de Fernando la sorprendieron.

¿Con quién hablabas?

Con una amiga, sin importancia.

No mientas, hablabas de vender la casa la acusó. Ella, fingiendo tristeza, se sentó en el sofá.

Mi amiga conoce a un agente inmobiliario. Ya verás, Jimena lo agradecerá cuando vea la cantidad de dinero que vamos a sacar.

Pero has dicho que harías lo que sea… ¿A qué te referías?

Ah, eso… lo del garaje, que también lo pondremos en venta mintió sin pestañear.

Fernando, ingenuo, se dejó convencer y apartó sus malos presentimientos.

Jimena volvió una tarde del ambulatorio, ya bien entrada la otoñada. Samuel había prometido recogerla, pero estaba de servicio en Salamanca. Tenía prisa por llegar a casa. Fue entonces cuando paró un coche cerca de ella; un hombre corpulento bajó y, sin darle opción, la obligó a subir al asiento de atrás. El coche arrancó rápido. Jimena, aterrorizada, intentó mantener la calma.

¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí? ¡Se habrán confundido!

Las carcajadas fueron la única respuesta.

Las casualidades no existen Haz lo que te pidamos y no te pasará nada, ni a ti ni a tu padre dijo el desconocido.

¿Mi padre? ¿Por qué él?

Tienes que firmar unos papeles, mañana te pagarán por la venta y te irás. Ya tenemos comprador.

Eso es ilegal. No firmaré nada. Iré a la policía; no pienso vender mi casa.

No tuvo tiempo de más: sintió un golpe seco en la mandíbula y el sabor a sangre.

No nos asusta la policía ni tu novio, querida dijo el hombre. Si no firmas, acabas mal. Y a tu novio le puede costar caro también…

El coche se detuvo a las afueras del pueblo. El acompañante le encendió una linterna sobre unos papeles.

Firma y que no manches de sangre. Mañana te llevaremos al notario.

Jimena, desorientada y dolorida, divisó en el retrovisor la luz azul de un coche patrulla, después otro más. El conductor intentó acelerar, pero, nervioso, embarrancó el coche en una cuneta.

Samuel, preocupado por ella, había pedido a su compañero David que la siguiera al salir del trabajo. Cuando vio que la metían a la fuerza en un coche, avisó enseguida, movilizando a toda la policía local.

Después se supo que el agresor era amante de Clara y padre del niño que ella esperaba. Juntos querían apropiarse de la casa de Fernando, convencidos de que podrían conseguir mucho dinero. Jimena era el único obstáculo. Después, pensaba Clara, ya se las arreglaría con Fernando…

El tiempo puso cada cosa en su sitio. Fernando se divorció, volvió a su casa y abrió un pequeño negocio de repuestos en el pueblo. Por las noches, los tres cenaban juntos: Fernando, Jimena y Samuel. Para Fernando, las paredes de la casa tenían ahora un valor doble.

Papá, no te preocupes, nunca estarás solo decía Jimena, animada.

Hija, ¿me ocultas que te casas?

He pedido matrimonio a Jimena anunció Samuel, guiñándole un ojo. Ha aceptado, ya hemos entregado los papeles y pronto habrá boda.

Sí, papá, aunque me mude con Samuel, vendremos a verte a menudo. Viviremos cerquita.

Ay, hija, perdóname por todo… Hice muchas tonterías susurró Fernando, mirando la foto de su difunta esposa, con lágrimas en los ojos.

No pasa nada, papá. Todo irá bien, y aún mejor a partir de ahora.

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MagistrUm
Las casualidades no existen Han pasado unos cuatro años desde la muerte de su madre, pero Agata todavía recuerda el sabor amargo y la insoportable tristeza. Sobre todo aquella tarde después del funeral. Su padre estaba sentado, consumido por el dolor; Agata ya estaba agotada de llorar. En su amplia y sólida casa reinaba un silencio opresivo. Agata tenía dieciséis años, entendía lo difícil y doloroso que era para ella y su padre; los tres habían sido muy felices juntos. Iván abrazó a su hija por los hombros y le dijo: —Habrá que seguir adelante de alguna manera, hija. Verás que nos acostumbraremos… El tiempo pasó. Agata se tituló como técnica sanitaria y recientemente comenzó a trabajar en el ambulatorio de su pueblo. Vivía sola en su casa, porque su padre se casó con otra mujer el año anterior y vivía en la aldea vecina. No culpaba a su padre ni le juzgaba; la vida es así de caprichosa, ella misma algún día se casaría. Y su padre aún era joven. Agata bajó del autobús con un bonito vestido y unos zapatos elegantes; hoy era el cumpleaños de su padre, el único familiar que le quedaba. —Hola, papá —sonrió feliz Agata mientras se fundían en un abrazo en el portal de la casa donde él la recibió. Le entregó un regalo—: ¡Feliz cumpleaños! —Hola, mi niña, pasa, que ya está todo preparado —y entraron juntos en casa. —Agata, por fin llegas —dijo desde la cocina Katia, ahora su madrastra—, que mis hijos ya tienen hambre. Iván llevaba ya un año viviendo con su nueva familia. Katia tenía una hija de trece años, Rita, una niña insoportable y malhumorada, y un hijo de diez. Agata apenas iba por allí; era sólo la segunda vez en todo el año, y hacía lo posible por ignorar las groserías de la maleducada Rita, que no tenía reparos en sus palabras, y cuya madre jamás le llamaba la atención. Tras los saludos y las preguntas de rigor, Katia empezó a interrogar a Agata. —¿Tienes novio? —Sí, tengo. —¿Y pensáis casaros? Agata se sintió un poco incómoda ante la franqueza de Katia. —Bueno, ya veremos —prefirió no dar detalles. —Mira, Agata —Katia sonrió forzadamente—: Tu padre y yo hemos estado hablando y hemos decidido que él ya no te va a ayudar más. Gasta demasiado dinero en ti, y nosotros somos una familia numerosa. Busca marido y que te mantenga él. Tu padre ya tiene otra familia y debe velar, ante todo, por nosotros. Ya eres mayor, además tienes trabajo… —Katia, espera —le cortó Iván—: Nuestra conversación fue diferente, y ya te expliqué que le doy a mi hija menos dinero que a vosotros… Pero Katia le interrumpió y gritó: —¡Eres poco menos que un cajero para tu hija y nosotros tenemos que apañarnos como podemos! Iván guardó silencio, avergonzado. Agata se sintió muy mal, se levantó de la mesa y salió al patio, sentándose en un banco para calmarse un poco. El cumpleaños ya se había arruinado. Rita salió detrás y se sentó a su lado. —Eres guapa —Agata sólo asintió con la cabeza, sin ganas de hablar—. No te enfades con mi madre, está nerviosa porque está embarazada —sonrió de forma sarcástica la niña—. Ya la conocerás, sólo espera —rió y volvió dentro. Agata se levantó y salió del patio; al mirar atrás, vio a su padre en el porche, mirándola marchar. Tres días después, su padre e Katia visitaron inesperadamente a Agata. —Vaya, qué sorpresa, ¡pondré el té! —les ofreció. Katia miró todo, paseó por la casa. —Sí, sí, tremenda casa, aquí en el pueblo pocas como esta. —Mi padre tiene unas manos de oro, la construyó junto a su amigo Paco, ¿verdad, papá? —Anda ya, hija, manos de oro tampoco… la hice para nosotros, nada más. —Ya lo sé —dijo Katia—, me ha tocado la lotería contigo. Y precisamente veníamos a hablar de la casa. Agata sospechó enseguida: —No venderé mi parte, crecí aquí y esta casa es muy importante para mí —miró desafiante a Katia y a su padre. —¡Vaya, qué lista eres! —masculló Katia, entre rabia y sarcasmo—. Y tú, ¿qué callas? —codeó a Iván. —Hija, esto hay que solucionarlo, ahora tengo una familia grande, la casa es pequeña y viene un bebé… Si vendemos la casa, puedes comprarte algo más pequeño y si no llegas, pides un préstamo y te ayudo a pagarlo —dijo el padre, sin mirarla a los ojos. —Papá, ¿de qué estás hablando? —Agata no daba crédito. —Tu padre tiene otra familia —gritó Katia—. ¡Dilo de una vez! Esta casa ya no es tuya. Ocupas demasiado espacio. Así que te apartas y nadie va a preguntarte más. —No me grites —se levantó Agata—. Y os pido que os marchéis. Cuando se fueron, Agata se sintió fatal. Sí, su padre tenía derecho a rehacer su vida, pero no a costa de su hija. Esa casa era de su madre y ella no pensaba vender su parte. Un poco después llegó Arturo; al ver a Agata se quedó desconcertado. —Hola, guapa. ¡Estás blanca! ¿Qué ha pasado? Ella corrió a sus brazos y lloró su pena; él la consoló con paciencia y luego se sentaron a hablar. Arturo era policía, sabía mantener la calma y fue ella quien le contó todo con detalles. Arturo tranquilizó a Agata: —Tu padre es buena persona, no será capaz de actuar en contra de tu voluntad. Es esa Catalina la que le ha comido la cabeza. Ya veremos qué hacemos, hablaré con unos abogados del ayuntamiento. Lo importante es que no aceptes vender lo que es tuyo. Cuando Iván volvió a casa no podía estar tranquilo. Al casarse todo parecía ir bien, pero Katia se fue volviendo cada vez más exigente; quería vender la casa y mudarse a algo más grande. Iván empezaba a pensar que había cometido un error. Hasta que supo que Katia estaba embarazada. A Agata cada vez le daba más miedo volver sola del trabajo, ya en otoño y sin que Arturo pudiera acompañarla esa noche porque lo llamaron de urgencia. Cuando ya estaba llegando a casa, se paró a su lado un coche; bajó de él un tipo grandote y la metió a la fuerza en el asiento de atrás. El coche arrancó rápido. Agata se asustó. —¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí? Quizá se hayan confundido —dijo, sollozando. Los del coche se rieron. —Aquí, casualidades no existen —le respondió alguien con calma—. Si haces lo que te decimos, a ti y a tu padre no os pasará nada. —¿Y mi padre qué pinta en esto? —Tienes que firmar estos papeles, recibirás el dinero de la venta y dejarás tu casa en dos días. Ya hay compradores. —¡Esto es ilegal! ¡No firmaré nada! ¡Iré a la policía! ¡No vendo mi casa! —entonces recibió un golpe en la cara y notó el sabor a sangre. —Tu policía no nos da miedo, ni tu novio tampoco —se burló el hombre—. Si no firmas, despídete de tu vida. Y si él se mete… El coche se detuvo en las afueras. Uno de los hombres le alumbró los papeles con una linterna: —Firma y procura no mancharlos de sangre. Mañana mismo estarán en la notaría. De repente, Agata vio una luz de patrulla detrás, y otra más. El conductor intentó huir pero se equivocó de pedal y acabó en la cuneta. Al parecer, Arturo había pedido a su amigo Maximiliano que vigilara a Agata cuando volviera tarde del trabajo. Al ver cómo la secuestraban, llamó enseguida a Arturo, que movilizó a toda la comisaría. Luego descubrieron que aquel hombre enorme era amante de Katia, y que el hijo que esperaba era suyo. Juntos planeaban quedarse con la casa de Iván, pues a Katia le gustaba demasiado, y podrían sacar mucho dinero. A la hija sólo querían quitarla de en medio… El tiempo pasó y todo volvió a su lugar. Iván se divorció, regresó a su casa. Sigue trabajando, tiene su propio negocio de recambios. Por las tardes, se sientan los tres juntos: Iván, Agata y Arturo. Para Iván, esas paredes tienen el doble de valor. —Papá, no te preocupes, nunca estarás solo —decía alegremente Agata. —¿Vas a confesar que te casas? —preguntó Iván. —Le he pedido matrimonio a Agata —dijo Arturo—, y ha aceptado —le guiñó un ojo—. Ya hemos pedido fecha para la boda. —Sí, papá, aunque me vaya a vivir con Arturo, vendremos a verte a menudo. Viviremos aquí cerca… —Ay, hija, perdóname por todo lo que he hecho mal —Iván miró una foto de su difunta esposa, con lágrimas en los ojos. —Venga, papá, todo irá bien. Y aún irá mejor. Gracias por leer hasta el final, por suscribirte y por tu apoyo. ¡Mucha suerte en la vida!