Las casualidades no existen
Habían pasado casi cuatro años desde la muerte de su madre, pero Jimena aún llevaba consigo el regusto amargo de la pérdida y esa nostalgia insoportable, sobre todo la noche tras el entierro. Su padre, Fernando, permanecía abatido en una esquina del salón, roto de dolor. Jimena, agotada del llanto, sentía el silencio opresivo recorriendo los altos techos de esa casa de piedra familiar.
A los dieciséis años, Jimena comprendía cuán difícil era para ambos; antes, los tres vivían felices. Fernando abrazó a su hija y susurró, con voz ronca:
Hay que seguir adelante, hija, poco a poco nos acostumbraremos
El tiempo pasó. Jimena estudió para ser enfermera y, hacía poco, había comenzado a trabajar en el centro de salud de su pueblo, no lejos de Salamanca. Vivía sola en la casa, porque su padre, un año antes, se había casado de nuevo y se fue a vivir a un pueblo cercano con su nueva esposa. No sintió rencor ni lo juzgó: la vida sigue, ella también terminaría casándose, y su padre seguía siendo joven.
Aquella tarde, Jimena bajó del autobús con un vestido bonito y zapatos de tacón: hoy era el cumpleaños de Fernando, su único familiar directo. Apenas él salió al patio, ella le sonrió ampliamente y lo abrazó fuerte, entregándole un regalo envuelto con esmero.
¡Muchas felicidades, papá! exclamó Jimena, emocionada.
Gracias, mi niña, entra, que ya está la mesa puesta contestó Fernando, guiándola adentro.
¡Jimena, ya era hora! exclamó Clara, ahora su madrastra, saliendo de la cocina ajustando su delantal, que mis hijos ya están muertos de hambre.
Fernando llevaba ya un año en esa nueva familia. Clara tenía una hija de trece, Marta, siempre respondona y desagradable, y un niño de diez. Jimena casi nunca los visitaba, y aquel era solo el segundo encuentro en todo el año. Procuraba no hacer caso de los comentarios de Marta, más borde de lo que debería, y Clara nunca le cortaba las malas maneras.
Entre felicitaciones y preguntas, Clara no perdió la ocasión de interrogarla:
¿Tienes novio, Jimena?
Sí respondió ella, sin entrar en detalles.
¿Y vais a casaros pronto?
Jimena se sintió incómoda ante la insistencia directa.
Bueno… ya veremos murmuró, quitando importancia.
Verás, Jimena dijo Clara, esbozando una sonrisa forzada, tu padre y yo hemos decidido que ya no va a poder ayudarte más con dinero. Tenemos una familia grande y no podemos estirarnos más. Deberías casarte; que sea otro quien te mantenga. Tu padre ahora tiene otras responsabilidades y eres adulta, ya trabajas.
Clara, espera intentó decir Fernando, con voz temblorosa, yo te he explicado que lo que recibe Jimena es menos de lo que damos aquí…
Pero Clara lo interrumpió y lanzó su queja con rabia:
¡Para tu hija eres un cajero automático y nosotros no tenemos por qué sufrirlo!
Fernando calló, avergonzado. A Jimena se le revolvieron las entrañas; se levantó deprisa de la mesa y salió al patio, sentándose en el banco de piedra para calmarse. Ese cumpleaños ya estaba irremediablemente arruinado. Marta salió tras ella y se sentó a su lado.
Eres guapa dijo la niña. Jimena asintió, sin ganas de charlar. Marta esbozó una sonrisa maliciosa. No te enfades con mi madre, es que está de los nervios porque espera otro niño y soltó una risita. Ya verás cómo es cuando la conozcas de verdad dijo, y desapareció de nuevo.
Jimena decidió marcharse. Al girar la cabeza, vio a su padre en el porche, mirándola con ojos tristes. Tres días después, Fernando y Clara aparecieron inesperadamente en su casa.
¡Qué visita! dijo Jimena, un poco sorprendida, ¿Queréis un café?
Clara echó un vistazo por toda la casa, curioseando.
Vaya, sí que es una buena casa, cuesta encontrar algo así en el pueblo.
Mi padre tiene manos de oro, la levantó con el tío Luis, ¿verdad, papá?
Bueno, hija, lo hice para nosotros respondió Fernando, intentando quitar importancia.
Soy consciente apuntó Clara, he tenido suerte contigo. Pero veníamos a hablar del tema de la casa.
Jimena se tensó al instante.
No venderé mi parte dijo, desafiante. Aquí he crecido y esta casa significa mucho para mí.
Pero qué lista es la niña resopló Clara con evidente hostilidad. ¿No piensas decir nada? le espetó a Fernando, dándole un codazo.
Hija, hay que buscar una solución, necesito más espacio, la familia crece… Si vendemos, podrás comprarte algo más pequeño; si falta dinero, te ayudo con un préstamo decía Fernando, evitando mirarla a los ojos.
Papá, ¿de verdad estás diciendo eso? preguntó Jimena, incrédula.
Tu padre tiene otra familia ya gritó Clara. Cuando lo entiendas, verás que esta casa ya no es tuya. Ocupas demasiado espacio. Así que muévete y deja de dar problemas.
No me grites dijo Jimena, poniéndose en pie. Por favor, iros de mi casa.
Después de irse, Jimena sintió que se le rompía el alma. Sí, su padre tenía derecho a rehacer su vida, pero no a costa de ella. Esa era la casa donde su madre vivió, y se juró que no vendería jamás su parte.
Poco después apareció Samuel. Al ver el rostro desencajado de Jimena, se asustó.
¿Qué te pasa, preciosa? Tienes mala cara.
Ella se lanzó a sus brazos, llorando todo lo que llevaba dentro. Samuel, agente de policía, la consoló pacientemente hasta que pudo explicarle todo.
Tu padre es un buen hombre, no irá contra tu voluntad, fue Clara quien lo ha manipulado. Algo idearemos; conozco abogados en la ciudad, no vendas tu parte bajo ninguna circunstancia.
Mientras tanto, en el otro pueblo, Fernando no encontraba paz. Al principio, todo marchaba bien con Clara, pero cada vez ella era más exigente y obsesionada con agrandar la casa, presionando por vender la de Jimena. Fernando empezaba a pensar que había cometido un error. Entonces, Clara le soltó la noticia de su embarazo.
A él le turbaba la conciencia y sentía la urgencia de llamar a su hija. Fue a la habitación a buscar el móvil y escuchó a Clara hablando por teléfono:
No hay manera de que acepte decía, furiosa. Habrá que hacerlo nosotras. Yo hablaré con él, si hace falta haré lo que tenga que hacer.
Colgó y se dio la vuelta. Los ojos de Fernando la sorprendieron.
¿Con quién hablabas?
Con una amiga, sin importancia.
No mientas, hablabas de vender la casa la acusó. Ella, fingiendo tristeza, se sentó en el sofá.
Mi amiga conoce a un agente inmobiliario. Ya verás, Jimena lo agradecerá cuando vea la cantidad de dinero que vamos a sacar.
Pero has dicho que harías lo que sea… ¿A qué te referías?
Ah, eso… lo del garaje, que también lo pondremos en venta mintió sin pestañear.
Fernando, ingenuo, se dejó convencer y apartó sus malos presentimientos.
Jimena volvió una tarde del ambulatorio, ya bien entrada la otoñada. Samuel había prometido recogerla, pero estaba de servicio en Salamanca. Tenía prisa por llegar a casa. Fue entonces cuando paró un coche cerca de ella; un hombre corpulento bajó y, sin darle opción, la obligó a subir al asiento de atrás. El coche arrancó rápido. Jimena, aterrorizada, intentó mantener la calma.
¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí? ¡Se habrán confundido!
Las carcajadas fueron la única respuesta.
Las casualidades no existen Haz lo que te pidamos y no te pasará nada, ni a ti ni a tu padre dijo el desconocido.
¿Mi padre? ¿Por qué él?
Tienes que firmar unos papeles, mañana te pagarán por la venta y te irás. Ya tenemos comprador.
Eso es ilegal. No firmaré nada. Iré a la policía; no pienso vender mi casa.
No tuvo tiempo de más: sintió un golpe seco en la mandíbula y el sabor a sangre.
No nos asusta la policía ni tu novio, querida dijo el hombre. Si no firmas, acabas mal. Y a tu novio le puede costar caro también…
El coche se detuvo a las afueras del pueblo. El acompañante le encendió una linterna sobre unos papeles.
Firma y que no manches de sangre. Mañana te llevaremos al notario.
Jimena, desorientada y dolorida, divisó en el retrovisor la luz azul de un coche patrulla, después otro más. El conductor intentó acelerar, pero, nervioso, embarrancó el coche en una cuneta.
Samuel, preocupado por ella, había pedido a su compañero David que la siguiera al salir del trabajo. Cuando vio que la metían a la fuerza en un coche, avisó enseguida, movilizando a toda la policía local.
Después se supo que el agresor era amante de Clara y padre del niño que ella esperaba. Juntos querían apropiarse de la casa de Fernando, convencidos de que podrían conseguir mucho dinero. Jimena era el único obstáculo. Después, pensaba Clara, ya se las arreglaría con Fernando…
El tiempo puso cada cosa en su sitio. Fernando se divorció, volvió a su casa y abrió un pequeño negocio de repuestos en el pueblo. Por las noches, los tres cenaban juntos: Fernando, Jimena y Samuel. Para Fernando, las paredes de la casa tenían ahora un valor doble.
Papá, no te preocupes, nunca estarás solo decía Jimena, animada.
Hija, ¿me ocultas que te casas?
He pedido matrimonio a Jimena anunció Samuel, guiñándole un ojo. Ha aceptado, ya hemos entregado los papeles y pronto habrá boda.
Sí, papá, aunque me mude con Samuel, vendremos a verte a menudo. Viviremos cerquita.
Ay, hija, perdóname por todo… Hice muchas tonterías susurró Fernando, mirando la foto de su difunta esposa, con lágrimas en los ojos.
No pasa nada, papá. Todo irá bien, y aún mejor a partir de ahora.







