En un tiempo ya lejano, cuando terminó la boda, los invitados se marcharon y nuestra hija se fue a vivir con su marido, la casa quedó vacía. Tras una semana de silencio insoportable, mi esposa y yo decidimos comprar una mascota. Queríamos algo que llenara el hueco de nuestra hija y mantuviera vivos nuestros instintos paternales: alimentar, educar, sacar a pasear y limpiar los desastres ajenos. Además, yo esperaba que, a diferencia de nuestra hija, el animal no me contestara, no me robara los cigarrillos ni husmeara por las noches en la nevera. Aún no sabíamos qué comprar, así que decidimos elegir allí mismo.
El domingo fuimos al Mercado de San Miguel. A la entrada vendían adorables cobayas. Miré a mi mujer con interrogación.
No cortó ella. La nuestra fue terrestre.
Los peces eran demasiado silenciosos, y los loros, con sus plumas y su parloteo, le provocaban alergia. A mí me gustó un mono cuyos gestos me recordaban a nuestra hija en la adolescencia, pero mi esposa juró que se tiraría como un cadáver entre los dos, así que cedí. Al fin y al cabo, apenas llevábamos cinco minutos con el mono, y a ella ya la conocía bien.
Quedaban perros y gatos. Los perros requerían demasiados paseos, y los gatos daban mucho trabajo; no me veía vendiendo gatitos en el metro. Así que optamos por un gato.
Reconocimos a nuestro gato al instante. Estaba tumbado en un acuario de plexiglás, rodeado de gatitos torpes que empujaban sus hocicos húmedos contra su vientre peludo. Él dormía. En el acuario colgaba un cartel que decía “Peludo”. La vendedora nos contó una historia triste sobre su difícil infancia: cómo un perro con el que creció casi lo mata y cómo ya no tenía lugar en aquel hogar.
Era un persa de un hermoso color gris, pero no tenía documentos que probaran que su nariz aplastada fuera por raza y no por algún accidente. Según esos papeles perdidos, su nombre oficial era “Barón”, pero respondía bien a “Peludo”. Y así lo compramos.
El viaje a casa fue tranquilo; Peludo roncaba suavemente bajo el asiento del coche. Ya en el portal, sabiendo mi postura contra la mutilación, mi mujer me preguntó con sorna:
¿Estás seguro de que no está castrado?
Me tensé. No por prejuicios, sino porque un gato castrado me recordaba a Quasimodo, desfigurado por la crueldad humana. Lo extendí en el rellano y le hice un examen rápido. En la penumbra, sus partes no se veían bien bajo tanto pelaje. Intenté sentirme como un zoófilo y pasé la mano por su entrepierna. El gato aulló, pero todo parecía estar en orden.
Ese día, nuestra hija vino a saquear la nevera. Al ver a Peludo, dejó el pastel medio comido y se lanzó sobre él. Entre ella y su madre, lo metieron en la bañera, lo lavaron con champú infantil, lo envolvieron en una toalla la mía, por alguna razón y lo secaron con el secador.
Una vez presentable, mi mujer empezó a peinarlo, cortando los nudos de su pelaje. El gato protestaba con quejidos. Decidí no interferir y me fui a la cocina con una cerveza.
De pronto, un maullido desgarrador y un estruendo rompieron la calma. Cristales rotos, un alarido. Dejé la botella y fui a ver. Mi esposa estaba en el sofá, meciéndose al ritmo de sus lamentos, con las manos llenas de arañazos. Tijeras y mechones de pelo yacían a su lado. Nuestra hija y yo nos acercamos.
¿Qué pasó?
Ella nos miró con ojos desesperados y gritó:
¡Los hue-e-e-vos!
¿Qué huevos?
¡Se le han ca-a-a-ído!
¿A quién?
¡Al gato-o-o!
No soy médico, pero dudo que esas cosas se desprendan así como así. Menos en los gatos.
Entre sollozos incomprensibles, intentamos entender qué había pasado. Soy un hombre paciente, pero en ese momento me dieron ganas de estrangularla. Siempre me dan ganas de matar a una mujer que llora, por compasión, como a un soldado herido, para evitar su sufrimiento.
Al fin abrió los puños. En sus palmas ensangrentadas y húmedas de lágrimas había dos bolitas peludas con gotas de sangre. Resultó que, al cortar los nudos entre sus patas, el gato se movió, y ella, sin querer, le arrancó lo que había debajo. Según ella, eran sus testículos.
Entre lágrimas y mocos, nos explicó que el gato había rugido de dolor, se había escondido bajo el sofá tras arañarla y, de paso, romper un jarrón. Si fuera él, le habría arrancado la cabeza y destrozado la casa. Se lo dije, y ella volvió a llorar.
Armados con una fregona, mi hija y yo nos tiramos al suelo. Bajo el sofá, en el rincón más polvoriento, brillaban los ojos ámbar de nuestro nuevo “castrado”. No respondió a nuestros cantos ni a las salchichas. Como hombre, lo entendí.
Mi hija lo empujó con la fregona hacia mí, y yo intenté agarrarlo. Era astuto: arañaba la madera y se resistía. Al fin, se aferró a la fregona y se dejó arrastrar. ¡Dios mío, qué aspecto! Ojos amarillos frenéticos, telarañas en el bigote, polvo ancestral en la cola. En media hora, mi esposa lo había convertido de un persa elegante en un mendigo castrado. Me entristeció la analogía que me vino a la mente.
Lo abracé, rascándole detrás de las orejas hasta que se calmó. Ronroneaba fuerte, casi como si… ¿quién ronronea tras una castración? Mi mujer, histérica, farfullaba:
¿Está mal? ¿Está respirando mal? ¡Llamaré a una ambulancia!
El gato abrió un ojo, la vio y se tensó. Casi como si fuera a ponerse peor. Las aparté y me lo llevé a la cocina.
Bebimos cerveza y hablamos, liberando tensiones. Yo le contaba lo difícil que era vivir rodeado de mujeres, y él maullaba comprensivo. Luego se tumbó panza arriba en mis piernas, ronroneando. La confianza me llevó a revisarlo, separando sus patas con tacto. Pero el examen me entristeció: no había rastro de sus atributos masculinos. Bebí otro trago y volví a mirar. Nada. Nunca los había tenido. Sobre mis rodillas había una gata. Una gata persa hermosa, de vientre redondo. Lo que mi esposa le había arrancado eran solo mechones enredados con un poco de sangre.
No fuimos a partirle la cara a la vendedora por su engaño. Las experiencias compartidas nos unieron. Ya no se llama Peludo. Y ayer, “Peluda” tuvo cuatro gatitos. De nuevo hay niños en casa.







