Las amigas de Lucía tenían madres jóvenes y hermosas, pero ella no. La suya parecía más una abuela, y eso le dolía mucho.
—Lucía, ¡oye Lucía! ¡Ahí está tu abuela esperándote! —Lucía asomó la cabeza al pasillo y frunció el ceño: junto a la pared estaba su madre.
—Mamá, ¿por qué tienes que venir a buscarme? Ya puedo volver sola, ¿sabes? No soy una niña —dijo Lucía, mirando a su madre con enfado.
—Lucita, ya está oscuro. No es seguro que las niñas caminen solas de noche —se justificó su madre.
—Mamá, ¿qué noche ni qué nada? Son las siete de la tarde. Y la casa está a dos pasos… Ya soy mayor, casi tengo trece años —la niña agarró su mochila y salió corriendo de la escuela de música.
…Lucía nació cuando sus padres ya habían perdido toda esperanza. La primera señal de que Carmen esperaba un hijo la tomó por sorpresa, justo cuando ella y su marido se preparaban para visitar a unos amigos.
—Alberto… no me siento bien… Me duele el estómago, tengo debilidad. Tal vez comí algo en mal estado… Voy a acostarme un rato. Ve tú solo si quieres… Pero él, por supuesto, no fue.
Carmen estuvo enferma dos días, tratándose con remedios caseros: lavados gástricos, ayuno, infusiones de hierbas… Pero no mejoraba, y al tercer día, su marido, a pesar de su débil resistencia, llamó al médico.
El enfermero la escuchó con atención, le dio golpecitos en la espalda, le revisó la garganta. Le tomó la temperatura y le hizo preguntas que a ella le parecieron raras, como si no vinieran al caso. Además, la miraba de un modo sospechoso, como si no se tomará en serio su malestar. Hasta pensó en reclamarle por su falta de profesionalismo, pero no tenía fuerzas…
Al día siguiente, siguiendo el consejo del médico, fueron al ginecólogo.
Su marido, Alberto, se quedó en el pasillo, caminando nervioso de un lado a otro… Cuando Carmen salió, le asustó su expresión. Su rostro transmitía algo inusual. Primero sonrió con los labios temblorosos, como atontada, y luego, sin razón aparente, rompió a llorar y le tendió un papel. Él lo tomó con miedo, preparándose para leer algo terrible…
—Alberto… Al… Tenemos un pequeño —dijo Carmen y acabó hundiendo el rostro entre las manos, llorando sin consuelo. Él la abrazó y guardó silencio, aturdido por la noticia, sin creer lo que oía y temiendo espantar ese instante mágico…
Tenían cuarenta y dos años. Carmen dio a luz casi a los cuarenta y tres, y en todo el hospital fue la paciente de mayor edad. Las enfermeras, entre ellas, la llamaban *la señora mayor de la habitación ocho…*
Así que, llegado el momento, Carmen tuvo una niña. Para sorpresa de los médicos y de ella misma, el parto fue fácil, sin complicaciones. Más sencillo que el de muchas madres jóvenes. La bebé nació grande, sana y llorona.
Cuando Lucía era pequeña, no notaba la diferencia entre su madre y la de su amiga Martina. Una madre era igual que otra. Pero al crecer, y siendo una niña lista, escuchó la cruel verdad por primera vez en el jardín de infancia.
—Mamá, mamá, la madre de Luci es vieja y pronto se va a morir. Los viejos se mueren, ¿verdad, mamá? —dijo Pablo, un niño de su clase.
Lucía, sin pensarlo dos veces, le golpeó la cabeza con un tentetieso. Por suerte, el juguete era de plástico. Solo le dejó un chichón enorme, pero la madre de Pablo chilló como una posesa por todo el jardín.
—¡Tener hijos a su edad! ¡En vez de pensión, se le ocurre traer una hija al mundo! ¡Y encima no saben educarlos! ¡Voy a quejarme! ¡Que vengan los servicios sociales! —rezongaba la madre de Pablo, secándole la nariz a su hijo.
En casa, Lucía tuvo una charla seria con sus padres, pero, a partir de entonces, se encargó de zurrarle a Pablo y a cualquiera que hiciera comentarios parecidos. Y también empezó a pensar que, quizás, había algo de verdad en sus palabras. Sin darse cuenta, comenzó a avergonzarse de sus padres…
Luego, Lucía creció y entró en el colegio. Las reuniones de padres eran una tortura. Temía que, por cualquier motivo, la profesora se dirigiera a ellos. Se imaginaba a su madre, de pie, ruborizándose de vergüenza, o a su padre canoso, incómodo… Por eso, tener padres mayores también le sirvió de motivación. Nunca dio pie a quejas y sacaba excelentes notas.
Claro que su madre y su padre eran buenos, maravillosos, ¡los mejores del mundo! Los quería con toda su alma. Pero cuánto deseaba que su madre se pareciera, por ejemplo, a la de Claudia, que parecía más su hermana mayor que su madre. O que su padre fuera como el de Adrián, con unos vaqueros de piel geniales, llegando al colegio en un coche espectacular.
Pero no… Ella tenía padres mayores, además de nada modernos. A su madre no le gustaba arreglarse. Su mejor compra era un libro, no unos zapatos de tacón. Y su padre adoraba su viejo *Seat Panda*, pasando los fines de semana en el garaje, «poniéndolo a punto», como él decía… También era un filósofo, le encantaban las novelas históricas, entendía de política y preparaba el mejor chucrut del mundo.
Lucía creció, terminó el instituto y entró en la facultad de medicina. La costumbre de estudiar con ahínco dio sus frutos. Se graduó con honores y empezó el MIR en el hospital más cercano. Le encantaba su trabajo, sobre todo porque tuvo suerte con su tutora, que le hizo enamorarse de la odontología. Su padre, riendo, la llamaba *la capitana de sonrisas radiantes*.
Un día, mientras asistía al doctor, entró en el consultorio un joven quejándose de dolor de muelas. Resultó ser algo muy sencillo: el chico se había partido un diente al morder nueces. Estaba cohibido por la presencia de una chica tan guapa y se puso nervioso. Pero todo salió bien: solucionaron el problema y el joven se marchó. Sin embargo, al salir del trabajo, Lucía se lo encontró frente al hospital…
—Hola de nuevo, maga de las manos prodigiosas. Averigüé a qué hora terminabas y decidí esperarte. ¿No te importa, verdad? —Javier, que así se llamaba el chico, le tendió un ramo de rosas.
Lucía se ruborizó, pero desde el primer momento en la clínica le había gustado aquel muchacho. Caminaron despacio hacia su casa, charlando. De inmediato sintió que lo conocía de siempre, tenían tanto en común… Cada palabra suya resonaba en ella. Se sentían tan a gusto que, al llegar a su portal, ninguno quería separarse.
Empezaron a salir y, al mes, Javier le pidió que se casara con él. La presentó a sus padres, gente encantadora. Su madre era maestra de infantil, su padre, ingeniero…
Y para Lucía llegó el momento que tanto había temido y esperado: era hora de presentarle a Javier sus padres.
—Mamá, papá, tengo una noticia… Tengo novio y me ha pedido que me case con él… He dicho que sí. Quiero invitarle el domingo a comer. ¿Os parece bien? —soltó de golpe, como temiendo su reacción.
—Lucía, nunca nos dijiste que tenías novio… ¿Por qué no nos lo presentaste antes? ¿Y no es demasiado pronto para casarte? —su madre la miraba desconcertada.
—Carmen, por Dios, tranquilízate. Si no nos lo presentó, sería por algo.—Además, nuestra hija ya tiene casi veinticuatro años, Carmen, ¿no estabas tú ya casada conmigo a su edad? —intervino su padre abrazándola—. Por supuesto que venga, ¡será un placer conocerlo!
—Lucita, cariño, claro que traigas a tu chico, ¡qué alegría tan grande… qué felicidad…! —Carmen sacó un pañuelo y se secó las lágrimas que asomaban.
—Ay, mamá… Sabía que acabarías llorando —Lucía la estrechó entre sus brazos mientras su madre musitaba disculpas—: Es de la emoción, hijita, solo de la emoción…
El domingo por la tarde, Lucía y Javier compraron un pastel, vino y una caja de bombones, además de un ramo de flores para Carmen, y partieron hacia la casa familiar.
Sus padres los recibieron con calidez. Cuando Javier le entregó las flores a su futura suegra y le besó la mano, ella se turbó un instante, pero aceptó el gesto con una sonrisa más dulce. Los cuatro pasaron una velada agradable, cenando bien, bebiendo un poco de vino. A mitad de la cena, Alberto se llevó a Javier a la cocina para hablar «de hombre a hombre», discutiendo y riendo. Las mujeres, intrigadas, iban a espiar, pero ellos las ahuyentaban cerrando la puerta entre bromas.
La reunión terminó con buen sabor, y Javier se marchó. Pero Lucía no pudo dormir, revolviéndose en la cama, temiendo lo que él opinaría de sus padres. Seguro que diría que, además de viejos, eran anticuados y raros…
A la mañana siguiente, cansada y malhumorada, fue al trabajo. Pasó el día ensimismada, hasta que el doctor notó su expresión y preguntó si algo andaba mal. Ella solo suspiró. Esa tarde vería a Javier…
—Hola, Luci, llevo media hora esperándote. ¿Hoy te retrasaste? —como siempre, él la aguardaba frente a la clínica.
—Sí, hoy tuve mucho trabajo —respondió, evitando su mirada, temiendo la conversación.
Pasearon por el parque, tomados de la mano, disfrutando de la tarde.
—Oye, Lucía, quería decirte algo sobre ayer… —Ella encogió los hombros, deseando hundirse en el suelo.
—¡Gracias! ¡Fue una velada maravillosa! Hacía mucho que no disfrutaba tanto una conversación —dijo él con sinceridad, y Lucía lo miró sorprendida.
—Tu madre es preciosa, de una belleza única… Ahora entiendo de quién heredaste ese rostro —la rodeó con un brazo—. ¡Y tu padre! ¡Qué hombre tan culto e inteligente! Hablar, debatir con él… fue un placer. Lucía, deberías estar orgullosa de tus padres. Son personas maravillosas. Y diles que su futuro yerno les manda un abrazo —sonrió.
Lucía llegó a casa, abrió la puerta y se quedó en el umbral, recordando sus palabras. Un nudo de culpa le apretaba el pecho. Toda su vida había malgastado en una vergüenza absurda, en vez de quererlos y admirarlos como merecían. Y el tiempo perdido… jamás volvería.
Entró. Su madre leía bajo la luz de la lámpara, y su padre veía un programa en la tele, frunciendo el ceño con gesto pensativo. Un gesto tan familiar que le arrancó una sonrisa triste.
—Mamá… ¡Papá! ¡Perdonadme! ¡Os pido perdón! He fallado. Os quiero tanto… ¡Os quiero con toda mi alma! —rompió a llorar, las lágrimas resbalando como un río.
Carmen saltó del sillón, dejando caer el libro, mientras su padre se quedó paralizado en el sofá.
—¿Qué pasa, hija? ¿Te duele algo? ¿Estás enferma? ¿Qué te ocurre, Lucita? —su madre le tocó la frente, buscando señales de fiebre… Pero Lucía solo seguía llorando.
Al final, se calmó y cenaron juntos. No les explicó el verdadero motivo de su llanto, achacándolo al estrés de la boda. Pero guardó esa lección para siempre: cuando llegara el momento de presentar a su familia política, lo diría con orgullo y felicidad: «Estos son mis padres».
…Y la moraleja es clara: siempre habrá alguien más guapo, más listo, más rápido, más rico… Más joven o más viejo, más alto o más delgado. Y amargarse por eso no tiene sentido. Lo mismo vale para nuestros padres. Al fin y al cabo, a la familia no se la elige.