Lágrimas masculinas contenidas

—¿Adónde vas tan elegante? —preguntó el vecino al ver a Rodrigo con su traje y corbata.

—Al graduación de mi hijo —respondió él.

—¡Vaya! Cómo crecen rápido los hijos ajenos…

—Los propios también —sonrió Rodrigo.

—Ya… Entonces, ¿pronto te librarás de la pensión?

Rodrigo lo miró de tal manera que al vecino le corrió un escalofrío:

—¿Qué tiene que ver eso?

—¿Cómo que qué tiene que ver? ¿No te cansas de darle dinero a tu ex?

—No me canso —contestó Rodrigo y, dejando al vecino perplejo, se alejó.

Poco a poco recuperó el buen humor. Los recuerdos lo invadieron…

***

El día en que su vida cambió para siempre, Rodrigo estaba sumido en la apatía.

En teoría, lo tenía todo: era libre, ganaba más que muchos, vivía en un piso espléndido, no le faltaba atención femenina, su negocio prosperaba. Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío? Nada lo alegraba. Nada le interesaba. Todo le daba igual.

Al salir de la oficina, notó que el cielo se encapotaba. El viento arreciaba.

Llamó a un taxi; lo último que necesitaba era empaparse.

Su coche estaba en el taller, como siempre, y jamás había llevado paraguas.

Se hundió en el asiento trasero, perdido en su vacío interior.

El taxista hablaba sin parar, intentando impresionar a un cliente de aspecto adinerado, mientras la radio emitía una canción melancólica…

Rodrigo odiaba esa música…

Hasta que de pronto captó una estrofa que lo sacó de su ensimismamiento:

*Viví sin pensar, sin ver el mañana,*
*como el vino ardiente que nubla la razón.*
*Su amor era eterno, puro como el alba,*
*y nunca imaginé perder tanta pasión.*
*Mas día tras día, herí su alma pura,*
*y al fin comprendí, cuando ya era tarde,*
*que perdí su amor, su luz, su dulzura,*
*en aquellos días en que fui su amante…*

Un dolor agudo le recorrió el pecho, y entonces lo entendió.

Lucía…

Luci…

Lucía María…

Así la llamó en distintas etapas de su vida.

Su romance de instituto acabó en matrimonio. Nadie creyó que Lucía Mendoza, la chica más guapa del colegio, se casaría con Rodrigo Hidalgo, el gamberro de fama legendaria.

Pero él sí lo creyó. Sabía que ocurriría. Sin ella, no podía vivir…

Por ella estudió, por ella se abrió camino, por ella llegó a ser quien era.

Y ella…

Ella siempre estuvo ahí. Amando. Cuidando. Inspirando.

Le dio dos hijos.

Siempre serena, atenta, hermosa.

Ni un reproche, ni una queja.

Era feliz con lo que tenía.

Y en algún momento, Rodrigo asumió que sería así para siempre. Que era un hecho inmutable. Que ella jamás se iría. Todo lo entendería, todo lo perdonaría. Estaría a su lado pase lo que pase.

Y Rodrigo se llevó el engaño. Llegó el dinero, y con él los amigos, las chicas, las fiestas hasta el amanecer…

Lucía callaba. No preguntaba. Lo aceptaba como algo inevitable…

Criaba a sus hijos…

Él no se justificaba, no pedía perdón, no ayudaba.

Proveía.

Creía que con eso bastaba para que ella fuese feliz.

Se equivocó.

Un buen día, todo terminó con una frase de su esposa:

—Rodrigo, ya no te quiero.

—¡Venga ya! —se aturdió él—. Estás cansada. Vamos a cenar…

Ella puso los platos en la mesa y dijo con firmeza:

—No me entiendes. Debemos divorciarnos. Ya no puedo ni quiero estar contigo.

—¿Y has pensado en los niños? —exclamó Rodrigo, y hasta él mismo se estremeció ante lo manido de sus palabras.

—Claro. Deben crecer con amor… no en un matrimonio vacío.

—¡Pues vete a la mierda! —rugió Rodrigo, agarró la chaqueta y salió de casa.

Tres días desaparecido. Pensando. Esperando que ella lo buscase, que llamase.

Lucía guardó silencio.

Regresó y encontró en el recibidor maletas con las cosas de ella y de los niños…

—¿Qué haces? —preguntó.

—Preparo nuestras cosas —respondió Lucía con calma.

—¿Por qué?

Ella lo miró sorprendida.

—Deja eso —farfulló Rodrigo—. No hace falta… Yo me iré…

Y se fue.

Les dejó todo a ella y a sus hijos.

En su mundo, no podía ser de otra manera.

Tras el divorcio, Lucía estuvo sola varios años. Él lo sabía. Por eso visitaba cuando le apetecía, traía regalos, exigía respeto. Creía tener derecho.

Hasta que Lucía se volvió a casar.

Rodrigo estalló de rabia. ¡¿Cómo se atrevía?! ¡¿Ella?! ¡La madre de sus hijos! ¡Debería besarle los pies por dejarlo todo, pagar las pensiones y encima ayudarles!

Y así, empezó a envenenar la vida de su ex.

Sobre todo cuando bebía.

Algo que ocurría cada vez más.

Llamadas, mensajes de insultos…

Hasta amenazas…

Lucía no reaccionaba. Hasta que un día lo bloqueó en todo.

Entonces empezó a esperarla en la calle…

Cuando se serenaba, Rodrigo se maldecía por no controlarse, por hacer lo que jamás haría sobrio…

Pero, por más que le remordiera la conciencia, nunca pidió perdón. No podía mirarla a los ojos…

Poco a poco, su vida se convirtió en odio. Hacia sí mismo, hacia Lucía, hacia el mundo entero…

Dejó de sentir. Olvidó cómo alegrarse.

Todo le asqueaba…

***

Y ahora, esa canción…

—¿Quién canta esto? —preguntó Rodrigo con voz ronca.

—¡Hombre, ¿no lo conoces?! ¡Es Julio Iglesias! ¿Nunca lo has escuchado?

Rodrigo no contestó. Un minuto después, ordenó:

—¡Da la vuelta! ¡Ahora! ¡Rápido! —y dio una dirección.

Al pasar cerca de un supermercado, vio a una anciana con un cubo de claveles. Los favoritos de Lucía…

Paró el taxi, bajó. Le compró todas las flores, le dio un puñado de euros a la asustada mujer…

Y allí estaba, frente a la puerta…

El corazón le latía tan fuerte que creía que se le saldría del pecho.

Emociones olvidadas lo desbordaban.

¡Por fin se sentía vivo!

¡Sí! Solo así.

Rodrigo pulsó el timbre…

La puerta la abrió Lucía. Primero se sorprendió. Luego se asustó. Y al final, al ver al gamberro desesperado que tanto amó, moviéndose incómodo de un pie a otro, sonrió. Comprendió que no venía a discutir…

—Pasa —dio un paso atrás.

Rodrigo entró. Le tendió el ramo:

—Para ti. Sé que te gustan.

—Gracias —Lucía escondió el rostro entre los claveles, inhalando su aroma.

—Cariño, ¿quién es? —desde la cocina apareció el nuevo marido de Lucía, con un delantal de dibujos animados.

Al ver a Rodrigo, el hombre se tensó. La sonrisa se borró. Sus encuentros anteriores siempre terminaban mal.

—Lucía —Rodrigo habló bajo, pero firme, mirándola a los ojos—, lo he entendido todo. Perdóname. No teníaY así, entre risas y lágrimas, Rodrigo aprendió que el amor verdadero a veces significa dejar ir y que la felicidad no se mide en posesiones, sino en los momentos compartidos con quienes más importan.

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