«Entré en el piso de mi hijo»: cómo una visita inesperada de la suegra lo puso todo patas arriba
Berta había despedido a su marido, Jaime, con un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta. El día prometía ser agotador: teletrabajo, mil quehaceres domésticos y, para colmo, en un piso de alquiler que habían cogido en Valencia tras la boda. Apenas habían vuelto de la luna de miel y aún no se habían acomodado del todo. Eso sí, el apartamento, aunque no era suyo, era acogedor: reformado, soleado, con vistas al río. Los dueños, después de buscar inquilinos serios, dieron con ellos: una pareja joven y cumplidora.
Ese día, Berta tenía jornada remota. Iba alternando oficina con casa y, en ese momento, le tocaba trabajar desde el sofá. Apenas se había puesto con los correos cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie. Al abrir, se encontró con su suegra, Doña Rosario.
—Buenos días —dijo Berta, entre sorprendida y cautelosa.
—Vengo a ver a mi hijo. ¿Qué haces ahí parada? Déjame pasar —exigió Doña Rosario, avanzando sin esperar invitación.
—Jaime no está. Está en la oficina.
—Bueno, pues esperaré —replicó ella, dirigiéndose hacia la cocina.
—Espere, por favor… Ahora mismo estoy trabajando y tengo reuniones. ¿Podría venir esta tarde, cuando Jaime esté en casa? —respondió Berta, plantándose en su camino.
Doña Rosario torció el gesto, pero dio media vuelta y se fue. Esa noche, Jaime no salía de su asombro:
—Mi madre se queja de que ni siquiera le ofreciste un café.
—Jaime, ya sabes cómo es. Aparece como Pedro por su casa, exigiéndolo todo. Yo estaba trabajando, y ella, como si esto fuera su salón. ¿O acaso no recuerdas cómo se comportó en el piso anterior?
Jaime se encogió de hombros:
—Así es mi madre, no va a cambiar. La he invitado a comer el sábado. Vamos a intentar llevarlo bien, ¿vale?
Berta accedió, pero le recordó:
—El viernes hacemos limpieza y el domingo vamos al cumpleaños de los amigos. Todo está cuadradito.
La comida del sábado transcurrió sin grandes sobresaltos, aunque Doña Rosario no perdió ocasión de soltar algún comentario ácido.
—¿Tan caro os habéis tenido que pillar? En las afueras hay pisos más baratos. Y, total, los padres de Berta tienen casa grande, ¿no? Podríais haber vivido allí, ahorrando para algo vuestro.
Berta mantuvo la calma:
—Pregúntale a Jaime si le apetece mudarse con mis padres.
—Ni hablar —intervino Jaime—. Necesitamos nuestro espacio.
—¡Pero el piso no es vuestro! —replicó Doña Rosario, desafiante.
—De momento, sí. Pagamos el alquiler y nos gusta —afirmó él.
Entonces, su madre lanzó la propuesta:
—Veníos a mi casa. Tengo tres habitaciones, cabéis de sobra.
—No, mamá. Nos visitaremos, pero vivir juntos no es buena idea. Tenemos ritmos distintos.
La semana siguiente, Berta volvió a teletrabajar. Jaime salió temprano, y ella se echó una siesta. Pero pronto la despertó un aroma a café recién hecho. ¿Quién lo habría preparado? Se puso la bata y, al llegar a la cocina, se quedó de piedra: allí estaba Doña Rosario, tomando café con magdalenas.
—¿Cómo ha entrado? —preguntó Berta, conteniendo la voz.
—Tengo llaves. Las dejó mi hijo. Lo que es suyo, es mío.
—¿De dónde ha sacado esas llaves? —bufó Berta.
—Las cogí el sábado. Estaban en el llavero. Y me las quedo —declaró Doña Rosario, imperturbable.
—Jaime y yo hablaremos de esto. Pero ahora, por favor, váyase. Estoy trabajando.
—No me voy hasta que no te diga lo que pienso. No me caíste bien desde el principio. Tu nombre es ridículo, y encima, no traes nada al matrimonio. Jaime antes me daba la mitad de su sueldo, y ahora apenas nada. Todo para ti. Alquiler, restaurantes, vives a su costa. Ni siquiera le has dado hijos. ¡Y cocinas peor que en un bar de carretera!
—¿Terminó? —preguntó Berta, serena—. Entonces, déme las llaves.
—No pienso darlas —dijo Doña Rosario, pero Berta fue más rápida: volcó el bolso sobre la mesa y las encontró.
—Ahora, fuera.
—Te arrepentirás. Jaime te echará cuando sepa cómo tratas a su madre —gritó Doña Rosario antes de marcharse, dando un portazo.
Esa noche, Berta se lo contó a Jaime. Él la escuchó en silencio, la abrazó y dijo:
—Yo me encargo. Y, sí… tenías razón.
Berta no lloró. SabíaAl día siguiente, Jaime cambió la cerradura sin decir una palabra y Berta supo que, por fin, había puesto límites claros.







