La vieja maleta

La vieja maleta

Lucía salió bruscamente al porche, cerrando la verja con tal fuerza que los perros del cobertizo empezaron a ladrar. Otra pelea con su abuela. Siempre lo mismo: «Riega el huerto», «Ayúdame con la mermelada», «Deja el móvil». ¡Como si ella, una chica de dieciocho años, no tuviera nada mejor que hacer en verano!

—¡Lucía! Vuelve ahora mismo —le gritó Dolores desde la puerta. Pero la nieta ya avanzaba por el camino polvoriento del pueblo sin mirar atrás. No tenía adónde ir, pero menos aún deseos de regresar.

Llegó al lago, se sentó en la orilla y contempló cómo el sol se ocultaba tras la arboleda. El resentimiento la ahogaba: por sus padres, que se habían ido a trabajar a Alemania dejándola sola; por su abuela, que en vez de dejarla marchar a la ciudad, la había arrastrado a este lugar perdido. Lucía ya había entrado en la universidad, tenía una vida nueva por delante, y ahí estaba, peleándose con tarros de conserva en el sótano.

A la mañana siguiente, su abuela llamó a su puerta:

—Lucía, ¿me ayudas, cariño? Hay que bajar los tarros de cristal al sótano. Yo no puedo con esas escaleras.

Refunfuñando, Lucía se levantó, se lavó la cara y fue. Los tarros pesaban, y la escalera era vieja. Bajó varias veces. En el último viaje, vio en un rincón una maleta desgastada por el tiempo.

—Abuela, ¿y esa maleta en el rincón?

—Ni idea… Quizá la dejó tu abuelo. Desde que él se fue, apenas bajo aquí.

La curiosidad invadió a Lucía. Sin escuchar los rezongos de Dolores, arrastró la maleta a la luz. La tela estaba descascarillada, la cerradura oxidada.

—Déjalo estar, eso está lleno de polvo —gruñó Dolores—. Quién sabe qué habrá ahí dentro.

Pero Lucía ya rebuscaba entre camisas viejas, fotos y papeles amarillentos. En el fondo, encontró un sobre cuidado. Decía: «Para Carmen. Perdonar y entender». La letra, inconfundible: la de su abuelo.

—¿Puedo? —preguntó, mirando a Dolores.

Esta asintió. Lucía comenzó a leer. La carta era conmovedora. En ella, su abuelo Emilio pedía perdón a una tal Carmen. Hablaba de cuánto la había amado y cómo lo arruinó todo con su desconfianza. La fecha: 1969. Dolores palideció.

—¿Ese año…? Un año después de nuestra boda —susurró.

—Quizá no deberías seguir —dijo Lucía.

—No. Ahora necesito saber. ¿Dónde está ese lugar del que habla, «donde destruí sus sueños»?

Esa noche, Dolores le pidió a su nieta que buscara billetes a un pueblo cerca de Toledo.

—Hazlo, por favor. Necesito ver esa calle.

Al día siguiente, viajaron juntas en tren. El trayecto fue largo, y Dolores no dejó de hablar. De su juventud, de cómo conoció a Emilio, de cómo se casaron por amor. Pero siempre había vivido con la sombra de la duda: él nunca estuvo del todo con ella.

Al llegar, tomaron un taxi hacia la dirección de la carta. La casa era de madera, bien cuidada. Mientras esperaban en la verja, una voz las sorprendió:

—¿Buscan a alguien? ¿Del centro de jubilados?

Se dieron la vuelta. Una mujer de unos ochenta años, fuerte, de mirada clara, las observaba.

—Buenos días. Disculpe, ¿conoce a Carmen Delgado? —preguntó Dolores.

—Mi hija —sonrió la anciana—. Pero vive en Barcelona desde hace años.

—¿Y a Emilio Navarro? Yo soy su viuda…

La mujer las invitó a pasar. Se presentó como Doña Pilar. Contó que Emilio estuvo destinado allí. Carmen, su hija, trabajaba de enfermera en el cuartel. Se enamoraron, iban a casarse, pero alguien sembró la mentira de que Carmen le era infiel. Emilio lo creyó y se fue. Carmen nunca lo perdonó, pero siguió queriéndolo. Dos años después, se comprometió con otro. Un mes antes de la boda, llegó una carta de Emilio. Pero Doña Pilar la abrió, la leyó… y la devolvió.

—Quise que empezara de cero. Y no me arrepiento. Es feliz. Le ha ido bien. Y tú, Dolores, has tenido una vida digna. Así que todo salió como debía.

Salieron en silencio. Dolores tenía los ojos húmedos.

—¿Y si ella lo hubiera perdonado? —murmuró en la pensión.

—Abuela, la historia no tiene condicionales —respondió Lucía con suavidad—. Tú fuiste su esposa. Él te quiso. Y tú a él.

Dolores asintió, abrazó a su nieta y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

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