La Vieja Maleta

La vieja maleta

Vera salió al porche con un gesto irritado, dando un portazo que hizo ladrar a los perros en el cobertizo. Otra discusión con su abuela. Siempre lo mismo: «Riega las plantas», «Ayúdame con la mermelada», «Deja ese móvil». ¡Como si una chica de dieciocho años no tuviera nada mejor que hacer en verano!

—¡Vera! Vuelve ahora mismo —le gritó Lidia Arcádievna. Pero su nieta ya caminaba por el polvoriento camino rural, sin mirar atrás. No tenía adónde ir, pero menos aún ganas de volver a casa.

Llegó al lago, se sentó en la orilla y contempló cómo el sol se ocultaba lentamente tras la arboleda. El rencor la ahogaba: hacia sus padres, que se habían ido a Alemania por trabajo dejándola sola, hacia su abuela, que la arrastró a este lugar perdido en vez de dejarla en la ciudad. Vera ya había entrado en la universidad, tenía una vida nueva por delante, y ahí estaba, agobiándose con tarros en el sótano.

A la mañana siguiente, la abuela llamó a su puerta:

—Vera, ¿me ayudas? Hay que bajar los tarros de cristal al sótano. Yo no puedo con esas escaleras.

Con el corazón encogido, Vera se levantó, se lavó la cara y bajó. Los tarros pesaban, y la escalera era vieja. Tuvo que hacer varios viajes. En el último, en un rincón del sótano, vio una maleta cubierta de polvo, desgastada por el tiempo.

—Abuela, ¿qué es ese baúl?

—No tengo ni idea… Quizá lo dejó tu abuelo. Desde que se fue, no he vuelto a bajar.

La curiosidad invadió a Vera. Sin escuchar las protestas de su abuela, arrastró la maleta a la luz. La tela estaba descascarillada, la cerradura oxidada.

—Déjalo, es basura —refunfuñó Lidia Arcádievna—. Quién sabe lo que hay ahí.

Pero Vera ya rebuscaba entre camisas viejas, fotos y notas amarillentas. En el fondo encontró un sobre impecable. Decía: «Para Ana. Perdonar y entender». Era la letra de su abuelo.

—¿Puedo? —preguntó la nieta, mirando a la abuela.

Ella asintió. Vera leyó. La carta era conmovedora. El abuelo Miguel pedía perdón a una tal Ana. Hablaba de cuánto la había amado y cómo todo se había destruido por su desconfianza. La fecha: 1969. La abuela palideció.

—Eso fue… un año después de nuestra boda —susurró.

—Quizá no merezca la pena removerlo —dijo Vera en voz baja.

—No. Ahora necesito saber. ¿Dónde está ese lugar del que escribió, «donde arruiné sus sueños»?

Esa noche, la abuela pidió a Vera que buscara billetes de tren a un pueblo cerca de Valladolid.

—Hazlo. Necesito ver esa calle.

Al día siguiente, viajaron juntas en tren. El trayecto fue largo, y la abuela no paró de hablar. De su juventud, de cómo conoció a Miguel, de cómo se casaron por amor. Pero siempre tuvo dentro la sombra de una duda: que él nunca fue completamente suyo.

Al llegar, tomaron un taxi y fueron a la dirección de la carta. La casa era de madera, bien cuidada. Mientras estaban en la verja, una voz sonó tras ellas:

—¿Buscáis a alguien? ¿Del asilo?

Se giraron. Ante ellas estaba una mujer octogenaria, robusta, de mirada clara.

—Buenos días. Disculpe, ¿conoce a Ana Martín? —preguntó Lidia Arcádievna.

—Mi hija —sonrió la anciana—. Pero vive en Salamanca desde hace años.

—¿Y a Miguel Hidalgo? Soy su viuda…

La mujer las invitó a pasar. Se presentó como la tía Pilar. Contó que Miguel estuvo destinado allí. Ana, su hija, trabajaba como enfermera en la base. Estaban enamorados, iban a casarse, pero alguien sembró la mentira de que Ana le engañaba. Miguel lo creyó y se marchó. Ana nunca lo perdonó, pero siguió amándolo. Dos años después, iba a casarse con otro. Un mes antes, llegó una carta de Miguel. Pero la tía Pilar la abrió, la leyó, y la devolvió.

—Quería que empezara de cero. Y no me arrepiento. Es feliz. Lo tiene todo. Y tú, Lidia, has vivido una buena vida. Así que todo salió bien.

Vera y su abuela salieron en silencio. Las lágrimas corrían por el rostro de la anciana.

—¿Y si ella lo hubiera perdonado? —susurró esa noche en la pensión.

—Abuela, la historia no va en condicional —respondió Vera con suavidad—. Fuiste su esposa. Él te amó. Y tú a él.

Lidia Arcádievna asintió, abrazó a su nieta y, por primera vez en mucho tiempo, esbozó una sonrisa.

Rate article
MagistrUm
La Vieja Maleta