La vieja casita donde renació la felicidad
Diego invitó a sus amigos a su casa de campo. Por sus caras se notaba que las expectativas no se habían cumplido. Alguien incluso torció el gesto al ver las paredes descascaradas y el jardín descuidado.
“¿Qué esperaban?”, pensó Diego, observando sus reacciones. “¿Creían que los traía a una mansión? Esto es la humilde casita de mi abuela, no un chalet de lujo…”
Pero pronto el olor a barbacoa llenó el aire, la carne chisporroteó y la música sonó desde los altavoces. Risas, bromas, comida asada y el aroma del humo hicieron que la velada mejorara. Las brochetas estaban perfectas, la cerveza fluyó y el ambiente se llenó de alegría.
No faltó sitio para dormir. Algunos se acomodaron en el viejo sofá, otros en colchones en la terraza. Por la mañana, todos partieron satisfechos.
Diego se quedó. No tenía ganas de volver al bullicio de Madrid. Estaba sentado en silencio, contemplando la vajilla antigua en el armario, cuando de pronto escuchó una voz desde fuera:
“¡Eh! ¿Hay alguien ahí?”
Salió al porche y se detuvo. En el camino había una chica —guapa, con una mirada tímida— que lo observaba con cautela.
“¿Tú… eres el dueño? Antes vivían aquí Rosario y Manuel. ¿Y tú quién eres?”
“¿Y tú quién eres tú?”, replicó él, algo brusco. “¿Parezco un ladrón o qué?”
Pero ella, de pronto, sonrió con dulzura.
“No, es solo que… hacía mucho que no venía. Antes era amiga del nieto de Rosario. Y la verdad, no te pareces en nada a él.”
“¿Que no me parezco?”, resopló él. “Pues soy ese mismo nieto —Diego. Parece que te confundiste.”
La chica se sonrojó intensamente.
“Yo soy Lucía. Erabas amigo de mi hermano, Javier. ¿Te acuerdas? A veces me colaba con vosotros. Cuando asábamos salchichas, una vez me diste una piruleta…”
Diego la miró con atención. Había algo familiar en su rostro, sobre todo en esa mirada ilusionada. Hacía unos diez años, ella los seguía a todas partes mientras él y Javier intentaban esquivarla.
“¿Eras tú?”, preguntó, sorprendido. “¿La niñita pecosa?”
“Bueno, ahora ya no soy tan niña”, se rio Lucía.
Entraron en la casa. Diego puso el hervidor, mientras ella sacaba las tazas antiguas de la abuela.
“¿Puedo? Siempre quise tomar té en estas. Son preciosas…”
Bebieron té y comieron los mantecados del día anterior. El reloj de pared volvió a funcionar —Diego le dio cuerda por primera vez en años—. Era como si la casa, olvidada tanto tiempo, volviera a respirar.
“Vine a buscar setas, pero me dio miedo venir sola”, confesó Lucía, sujetando la taza con ambas manos como una niña.
“¿Te gustan las setas?”, sonrió él. “Pues el fin de semana vamos juntos.”
Ni siquiera él entendió por qué le resultaba tan fácil hablar con ella.
A partir de ahí, empezaron a verse. Todo lo que tocaba Lucía parecía cobrar vida: lavó las ventanas, pulió los muebles viejos, ordenó la ropa en el armario con el mismo sistema de la abuela.
“Parece todo nuevo”, decía asombrada. “Como si tu abuela hubiera sabido que algún día viviríamos aquí.”
Y era cierto. La casa antigua parecía despertar. Diego arregló el porche, pintó las persianas. Hasta la vieja moto del abuelo volvió a funcionar. La vida retomó su curso.
“No sabía que se podía querer así”, murmuró Diego una noche, sentados junto a la hoguera.
“Yo tampoco”, admitió Lucía.
Cuando decidió cambiar su trabajo por uno remoto y mudarse definitivamente al campo, sus padres se sorprendieron.
“¿Estás loco? ¿A ese páramo?”, exclamó su madre.
Pero él solo encogió los hombros. Aquí todo era auténtico: el bosque, el río, la casita antigua… y Lucía.
Sus abuelos vinieron de visita, solo para verlos.
Rosario acarició las paredes de madera con nostalgia.
“Parece que la casa nos estaba esperando”, susurró.
Y Manuel, el abuelo, recuperó el ánimo. Montó en su vieja moto, chascó los dedos y bromeó. Hasta pidió que arrancaran el tren de juguete que Diego había arreglado.
“Qué bien que no la dejasteis abandonada”, dijo, mirando a su nieto con orgullo. “Tu abuela y yo vivimos aquí años felices… Y ahora la alegría vuelve. La vida sigue.”
“Abuelos, gracias por esta casa”, dijo Diego al despedirse. “Sin ella, nunca habría encontrado a Lucía.”
Y ella, a su lado, añadió:
“Y gracias por vuestro cariño. Sigue aquí. En cada tabla, en cada tic-tac del reloj…”
Y la casita, vieja, de madera, con el techo algo gastado, volvió a respirar. A vivir. Y en ella resonaban risas. La risa de la vida.
Moraleja: A veces, el amor y la felicidad se esconden en los lugares que creíamos olvidados, esperando a que alguien les dé una segunda oportunidad.