La vieja casa de campo donde la felicidad ha resurgido

La vieja casa de campo donde renació la felicidad

Javier invitó a sus amigos a su casa de campo. Sus rostros lo decían todo: las expectativas no se cumplieron. Algunos incluso hicieron una mueca al ver las paredes desconchadas y el jardín descuidado.

—¿Qué esperaban? —pensó Javier, observando sus reacciones—. ¿Creían que los llevaba a un palacio? Esto es la vieja casita de la abuela, no una mansión…

Pero pronto el asador comenzó a echar humo, la carne chisporroteó y los altavoces lanzaron música. Risas, bromas, carne asada, el olor de la leña… y la velada se volvió alegre. Las brochetas quedaron perfectas, el vino fluyó y el ambiente se animó.

Hubo sitio para todos al dormir. Algunos se acomodaron en el viejo sofá, otros en colchones de la terraza. A la mañana siguiente, todos partieron a sus casas, satisfechos y contentos.

Javier se quedó. No quería regresar a la ciudad ruidosa. Se sentó en silencio, contemplando la vajilla antigua en el armario, cuando de pronto escuchó una voz desde afuera:

—¡Ey, habitantes! ¿Hay alguien aquí?

Salió al porche y se quedó quieto. En el sendero había una chica, bonita, con una mirada algo tímida. Parecía desconfiada.

—¿Tú… eres el dueño? Aquí antes vivían Ana María y Vicente. ¿Quién eres tú?

—¿Y tú quién eres? —contestó Javier con brusquedad—. ¿Parece que soy un estafador, por lo que veo?

Pero la chica de pronto sonrió, con dulzura, casi con cariño.

—No, es solo que… hace mucho que no vengo. Solía ser amiga del nieto de Ana María. Tú, sinceramente, no te pareces en nada a él.

—¿Que no me parezco? —bufó Javier—. Pues soy ese mismo nieto: Javier. Solo que tú, al parecer, me has confundido con otro.

La chica se sonrojó profundamente.

—Yo soy Lucía. Fuiste amigo de mi hermano, Alejandro. ¿No recuerdas? A veces me llevaban con ustedes… Una vez me diste un dulce junto a la hoguera, cuando asábamos salchichas…

Javier la miró con más atención. Y era cierto: algo en su rostro, sobre todo en esa mirada vibrante, le resultaba familiar. Hace años, una niña correteaba tras ellos y ellos, junto con Alejandro, intentaban escapar de ella.

—¿Así que eras tú? —se sorprendió—. ¿La niñita pecosa?

—Bueno, ahora ya no soy tan niñita —rió Lucía.

Entraron en la casa. Javier puso la tetera y Lucía sacó del armario las viejas tazas de la abuela.

—¿Puedo? Siempre soñé con tomar té en estas. Son preciosas…

Bebieron té y comieron polvorones del día anterior. El reloj de la pared volvió a tictaquear—Javier le dio cuerda por primera vez en años—. Como si la casa, olvidada tanto tiempo, hubiera despertado.

—Vine a buscar setas, pero me dio miedo ir sola —confesó Lucía, sosteniendo la taza con ambas manos, como una niña.

—¿Te gustan las setas? —Javier sonrió—. Pues este fin de semana… ¿vamos juntos?

Hasta él mismo se sorprendió de lo fácil que era estar con ella.

Desde entonces, comenzaron a verse. Todo lo que Lucía tocaba parecía cobrar vida. Limpió los cristales, pulió los viejos armarios, dobló la ropa con cuidado, siguiendo el método de la abuela.

—Aquí todo parece nuevo —decía asombrada—. Como si tu abuela hubiera sabido que nosotros viviríamos aquí.

Y era verdad. La vieja casa despertó. Javier arregló el porche, pintó las contraventanas. Incluso la vieja moto del abuelo arrancó. La vida volvió a girar.

—Nunca supe que se podía querer así —dijo Javier una noche, junto a la hoguera.

—Yo tampoco —admitió Lucía.

Cuando Javier decidió trabajar a distancia y mudarse a la casa de campo, sus padres se sorprendieron.

—¿Estás loco? ¿A ese lugar perdido? —exclamó su madre.

Pero Javier solo se encogió de hombros. Allí era auténtico: el bosque, el río, la vieja casa y… Lucía.

Sus abuelos fueron a visitarlos un día, solo para ver.

Ana María acarició las paredes de madera con las manos.

—Es como si la casa nos hubiera esperado —susurró.

Y el abuelo, ese revivió por completo. Montó en la moto, chasqueó los dedos, bromeó. Pidió que encendieran el tren de juguete que Javier había reparado.

—Qué bien que no la abandonaron —dijo, mirando a su nieto con orgullo—. Tu abuela y yo vivimos años felices aquí… Y ahora volverá la alegría. La vida sigue.

—Abuelos, gracias por la casa —dijo Javier al despedirse—. Sin ella, nunca habría encontrado a Lucía.

Y Lucía, a su lado, añadió:

—Y gracias por su calor. Quedó aquí. En cada tabla. En cada latido del reloj que vuelve a marcar las horas…

Y la casa, vieja, de madera, con el tejado gastado, respiró de nuevo. Vivió. Y en ella resonaron risas. La risa de la vida.

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La vieja casa de campo donde la felicidad ha resurgido