La única vida
El calor se metía por dentro de Mona como una olla a presión. No era la primera vez, pero hacía quince días la gata había encontrado los restos de una hierba diminuta, ya marchita y tocada por la primera helada tímida del otoño.
Mona la devoró entera, cavando hasta las raíces en la tierra dura. Al fin se sintió más ligera, tanto que casi se le olvidó lo que había sido pasar hambre. Y allí estaba de nuevo
Aquella hierba ya no la halló, y dudo que sirviera de mucho ahora. Sin embargo, la planta curativa al menos podía amortiguar ese calor asfixiante que bullía bajo la costilla y se colaba hasta el vientre.
¿Quién dice que los gatos tienen nueve vidas? Mona sólo tiene una, pequeña, invisible, pero tan cálida que envuelve con sus ondas a todo aquel a quien el gato llegue a amar. Esa vida no se puede revivir, pero sí regalar, si el felino lo desea.
Mona quería Agarró con sus patitas su diminuta vida y no quería perderla en el vacío. Así que empezó a observar en la calle a los Otros que ya habían perdido la suya.
No eran diferentes a la gente corriente caminaban, hablaban, comían y dormían. Pero lo que los mantenía en la tierra se había esfumado, desvaneciéndose en la eternidad. Con ello también se apagó otra vida. Los que lo habían perdido se convirtieron en Otros
Perdieron hijos, amantes, padres, amigos leales. Se desilusionaron con la vida, con Dios, con todo aquello en lo que antes creían y confiaban Simplemente seguían existiendo, convertidos en autómatas, en androides de cuerpo vacío, con la única función de hablar y engullir comida.
Los humanos no los perciben, pero los gatos sí y los evitan con cautela.
Los Otros no son lugar para los felinos.
Ahora, sin embargo, Mona comenzó a buscar encuentros con ellos.
La gata llegó a una zona bulliciosa, cerca de la parada del autobús, y tomó su puesto sin llamar la atención. Se sentó a observar con ojos de cazador. A su alrededor había gente cálida y viva, con sus problemas y sus alegrías. Mona esperó largo rato; cuando ya casi se desanimaba y quería marcharse, sintió de repente un escarchado frío que heló su aliento enardecido.
Una mujer joven, atractiva No destacaba entre la muchedumbre, pero Mona lo sentía. Percibía el vacío helado, el eco de una desesperación disuelta. La gata dio un salto y, sintiendo el temblor que la envolvía, se lanzó hacia los pies de la mujer.
Begoña no entendió de dónde había aparecido el gato. Un punto brillante bajo sus zapatos, una voz rasposa y aguda que gritaba sin cesar, mirando con sus grandes y hermosos ojos.
La mujer se inclinó, como si fuera a acariciarla Pero Mona, aferrando con sus patitas delanteras la muñeca humana, trepó por el brazo y se detuvo a la altura del hombro. Metió la nariz en el hueco de la ropa y se aferró con las garras. No tenía intención de soltar a Begoña.
Los Otros siguen siendo Otros. Les resulta más fácil llevarse al gato que arrastrarlo por la calle. Begoña no se resistió; no tenía fuerzas para ello. En realidad, tampoco Mona disponía de energía. Si Begoña hubiera querido, habría echado a Mona fuera sin esfuerzo. Dos seres agotados se habían encontrado.
Durante la noche, sin oposición, la gata se deslizó bajo la manta de Begoña. No sabía qué hacer y actuó por instinto. Centímetro a centímetro, se fue acomodando sobre el cuerpo frío. El calor interno la empujaba: Mona necesitaba apurarse.
Al cuarto día, Begoña despertó El susurro de su propio hijo, perdido al nacer, se retiró de su mente.
Te esperaré, mamá Pero no ahora. ¡Qué bien que me soltaste!
Begoña había olvidado lo que era cubrirse de sudor, sentir miedo, arrepentimiento o compasión. En realidad, cualquier emoción parecía lejana Mona, recostada sobre su vientre, observaba a Begoña con los ojos chispeantes en la oscuridad.
¡Dios mío, qué calor hace! exclamó Begoña, empezando a acariciar al felino. ¡Qué barriguita tan dura y caliente! ¡Ay, cómo duele! La gata gimió débilmente, una quejida rasposa.
Mona estaba furiosa y decepcionada Casi había entregado su vida cuando, de repente, Begoña se despertó y empezó a retorcer el abdomen ya adolorido. Ya no había escapatoria del tormento Ni la vida ajena se salvó, ni la propia le quedaba fuerza para retenerla.
¿Quién dice que los gatos tienen nueve vidas? Sólo tienen una, la que pueden ceder, regalar, si hace falta. Pero Begoña no necesitaba la vida de Mona
¿Cuántas horas más podrían haber salvado? se lamentó la veterinaria que calmó a la mujer desconsolada, irrumpida en la clínica a medianoche con su gato, interrumpiendo su tranquila guardia.
El calambre pasará, la vigilaré un rato y ya podrán llevárselo. ¡Dejad de chillar! ¡Habéis llegado a tiempo!
Los gatos no poseen nueve vidas. Sólo tienen una, que pueden dar si lo desean. Y si tú también lo deseas, puedes devolver la vida que compartieron contigo






