La vida está llena de sorpresas
Marina estuvo casada solo cuatro años antes de que su marido se marchara, dejándola con su hija. Nunca volvieron a verse. Incluso durante esos cuatro años de matrimonio, apenas lo veía en casa; siempre estaba fuera con sus amigos.
Marina llevaba tanto tiempo sola que se había acostumbrado. Trabajaba en dos empleos, esforzándose por darle todo a su hija Lucía. La niña estudiaba bien, y sin que la madre se diera cuenta, creció y se casó.
—Mamá, me voy a Madrid. Voy a estudiar a distancia y trabajar. Así todo será más fácil para ti —dijo Lucía con seguridad antes de partir.
Lucía lo logró todo por sí misma. La boda fue en Madrid. Marina viajó para la celebración y quedó encantada. Le gustó su yerno, su hija era feliz y la fiesta fue alegre. A partir de entonces, su vida mejoró, aunque la melancolía la visitaba cada vez más.
—Mi Lucía voló del nido tan rápido. Se casó, ya tengo un nieto, pero están lejos. La casa está vacía, y siento que he perdido el sentido de mi vida. Mientras trabajaba, todo parecía normal, pero ahora que me han despedido, el aburrimiento me invade. Tengo que buscar algo nuevo.
Buscó empleo, pero en cuanto mencionaba su edad, recibía corteses rechazos. Llamaba a Lucía para quejarse:
—Ya lo entiendo, Lucía, ¿quién quiere contratar a una mujer mayor?
—Mamá, ¿mayor? ¡Ni lo digas! Eres preciosa. Y mi consejo es este: busca un hombre. Conocer a alguien cambiará tu vida.
—¿Un hombre? ¡Qué locura! Nunca me fijé mucho en ellos cuando era joven, y ahora menos. Olvídalo —dijo Marina, cerrando el tema.
—Si no quieres un hombre, entonces ámate a ti misma. Te descuidas, no te encierres. Te queda mucho por vivir —replicó su hija con sabiduría.
Marina trabajó en empleos temporales hasta que finalmente se jubiló. Recordando la conversación con Lucía, pensó:
—¿Dónde voy a encontrar un hombre decente a mi edad? Desde fuera todo parece fácil.
Incluso si no estuviera casado, seguramente tendría hijos, nietos y propiedades. O peor, solo querría una sirvienta. No pensaba en casarse de nuevo. Quizá un amigo con quien ir al cine o buscar setas en el bosque.
—No —se dijo—. Valoro mi edad y no pienso perder el tiempo con nadie. Tengo que ocuparme. Lucía tiene razón: debo amarme a mí misma.
Un día, volviendo del supermercado, se encontró con una antigua compañera de clase, Elena.
—¡Marina! ¿Eres tú? ¡Hola!
—Hola, claro que soy yo —sonrió.
—Te ves genial —dijo Elena, y Marina notó que ella también irradiaba felicidad.
—Elena, estás tan radiante. ¿No te pesa la soledad? Tu marido falleció hace años.
—Al principio fue duro, pero encontré algo que me apasiona: el baile. Es maravilloso, Marina. Ven a nuestro club, tenemos un grupo estupendo. Recuerdo que a ti también te gustaba bailar.
—Es cierto. Lo pensaré, Elena. Gracias por la idea. Últimamente me dedico al bordado, pero tengo mucho tiempo libre.
Marina empezó a bailar, a bordar y hasta a ir a las discotecas en el parque los sábados. Su vida cobró color, ya no se aburría, siempre rodeada de gente. Pero al final del día, volvía sola. No buscaba aventuras, pero redescubrió el placer de vivir y, aunque tarde, aprendió a amarse.
Lucía era alérgica al pelo de los animales, así que Marina nunca tuvo un gato, aunque siempre los había adorado. Ahora, sola, adoptó uno. Tizón, un gato callejero que llegó a su felpudo siendo un cachorro. Creció hermoso, siguiéndola por toda la casa, mientras ella lo mimaba y él le respondía con ronroneos. A veces lo sacaba en brazos, y aunque algunos vecinos murmuraban, a ella le daba igual.
—Si no les gusta, que no miren —decía la portera—. Yo también tengo gatos y hasta alimento a los callejeros.
Marina vivía en un primer piso. Una tarde lluviosa, mientras miraba por la ventana, escuchó un golpe. Era la portera, avisándole:
—Marina, hay alguien durmiendo en tu felpudo.
Corrió a la puerta y se quedó helada: un hombre yacía allí, sucio y temblando de frío. No olía a alcohol.
—Levántese. Este no es lugar para dormir —dijo, y él apartó la gorra.
—No me eche, por favor. No le haré daño. Solo déjeme descansar un poco —suplicó.
Marina dudó. Podía cerrar la puerta y seguir con su vida, pero su corazón no se lo permitió.
—¿Puede levantarse? Entre, necesita calentarse.
El hombre, débil pero obediente, entró. Le dio ropa de su yerno y lo invitó a comer.
—Soy Marina. ¿Cómo se llama? ¿De dónde es?
—No lo sé… No recuerdo nada —respondió, desconcertado.
Ella no sabía si creerle. Tal vez debía llamar a la policía.
—Descansará aquí esta noche. Mañana veremos qué hacer.
Durmió mal, preocupada. Pero al amanecer, un ruido en la cocina la despertó. El hombre estaba lavando los platos y había preparado tortitas y café.
—Perdone, me permití ayudarme de su nevera —dijo, avergonzado.
Marina observó cómo, aunque su mente estaba vacía, sus manos recordaban.
—Si no recuerda nada, ¿cómo cocina tan bien? —preguntó.
—No lo sé. Mis manos lo saben. Creo que debo ir a la policía —dijo él—. Quizá alguien me busca.
Ella estuvo de acuerdo. Notaba que era un hombre bueno, incluso empezaba a caerle bien. Después del desayuno, arregló el grifo que goteaba y cambió dos bombillas fundidas.
En la comisaría, mostraron su foto.
—¿Quién soy? —preguntó él, confundido.
—Es usted Adrián Herrero, dueño de varias cafeterías en Barcelona. Su socio denunció su desaparición cuando vino a abrir una sucursal aquí. Debe volver.
A Marina le dolió la partida. Adrián pidió prestado algo de dinero, prometiendo devolverlo. Se fue… y desapareció. Solo llegó el doble de lo prometido a su cuenta. Volvió la tristeza.
Tres meses después, ya adaptada de nuevo, una semana antes de Navidad, llamaron a su puerta. Era Adrián, con un ramo de rosas.
—No me atreví a tumbarme en el felpudo, pero te echaba de menos —dijo, abrazándola.
Traía comida y propuso celebrar, aunque tarde, el día que se conocieron. Vestido elegante, perfumado, irreconocible.
—No sé qué habría sido de mí sin ti. Pocas personas actuarían como tú. Quizá ya no estaría aquí.
—Ahora sé que los milagros existen —susurró Marina.
Adrián le contó todo: el ataque, la pérdida de memoria, la traición de su esposa.
—Perdona que decidiera por los dos. Sabía que no te mudarías, así que vine yo. Mi negocio lo heredará mi hijo. Quiero que seas mi esposa, porque sé que nunca me abandonarías. Si me rechazas, volveré a tu felpudo.
Marina no podía creerlo. La vida está llena de sorpresas, y los mejores regalos llegan cuando menos los esperas. La felicidad la encontró, literalmente, en su felpudo.