La vida es breve para dudar

La vida es fugaz, no hay tiempo para pensar demasiado.

La vida es complicada y a veces injusta. Pero en ocasiones nos regala sorpresas que le dan un nuevo significado. Oportunidades para enmendar errores del pasado, comprender lo que realmente importa y convertirse en alguien mejor.

Hace ocho años, Marcelo Villalba enterró a su esposa y desde entonces no se había vuelto a casar. Al principio, vivía con su hijo Adrián en aquella casa grande de dos plantas. Todo estaba ordenado y acogedor, todo cuidado por las manos de su esposa Laura… pero ella se fue, dejándolos solos. Desde entonces, Marcelo no había movido ni un mueble. Todo seguía igual que cuando Laura vivía. Solo mantenían la limpieza, pues ambos eran cuidadosos.

Adrián terminó el instituto y entró en la universidad. Era un chico guapo, las chicas se le pegaban desde el colegio, y él no se quejaba.

—Adrián, no está bien cómo tratas a las mujeres —le decía su padre—. Alguna te traerá un hijo antes de tiempo. Entonces lo entenderás, tendrás que casarte.

En la universidad fue igual. Cuando su hijo se marchó a estudiar a otra ciudad, Marcelo se quedó solo. Pero no tenía prisa por conocer a otra mujer. Quizá no podía olvidar a su querida Laura, pues entre ellos hubo un amor verdadero. Eso no pasa todos los días.

Un día, le visitó su antiguo compañero de clase y amigo Rodrigo. Estaban en el patio trasero, asando carne y charlando.

—¿Cómo está tu hijo? ¿Qué tal van las cosas? —preguntó Rodrigo.

—Bien, todo va viento en popa. Adrián es mi mano derecha, me ayuda desde que terminó la carrera, pero no se casa. En eso no se parece a mí —se reía Marcelo—. El año que viene pienso ampliar el negocio. ¿Y tú?

—A mí también me va bien. Sabes que me dedico a la agricultura, he aprendido mucho. Me gusta. Además, me he vuelto a casar. Me separé de Marta, ya lo sabes. Ahora mi mujer es mucho más joven, casi veinte años menos. Aunque con mi hija no me llevo bien. Se enfada, y eso que ella ya está casada. No le gusta que mi esposa sea tan joven. Pero bueno, con el tiempo todo se calmará —contaba Rodrigo—. Tú sí que llevas años solo, desde que Laura murió. Deberías casarte otra vez, es difícil sin una mujer.

—No, Rodrigo. No es el momento. Hay muchas mujeres solteras, y no me falta atención femenina, ya lo sabes. Incluso en mi oficina hay buenas candidatas. Pero no pienso formar una familia ahora —explicaba Marcelo.

Al lado vivía Margarita, una mujer guapa que había enviudado hacía tres años. Su hija estaba casada. Marcelo hablaba con ella, y aunque le gustaba un poco, ella se mantenía seria, como corresponde a una viuda. Sin coqueteos, solo detalles de vecindad: un pastel o manzanas de su huerto. Intercambiaron números de teléfono.

—Margarita, mejor que tengamos el número del otro. Vivimos solos, nunca se sabe qué puede pasar. Si no nos vemos en unos días, llamamos —sugirió él.

—Tienes razón, Marcelo. La vida es complicada —asintió ella.

Después de la comida y un poco de coñac (aunque ambos bebieron poco), Marcelo se fue a dormir. Al día siguiente, al llegar a casa, vio a una chica joven. Bajó del coche y preguntó:

—¿Vienes a ver a Adrián? Él ya no vive aquí, se mudó a la ciudad.

—Lo sé, Marcelo. Vengo a verlo a usted —dijo la chica con voz suave—. Me llamo Sofía.

—¿A mí? Qué curioso —ella le entregó una foto de una niña pequeña—. Esta es su nieta, Lucía, tiene cuatro años.

—Espere, Sofía. No me líe. Arregle esto con Adrián —cerró la verja y entró en casa.

Hacía medio año había venido otra con la misma historia, hasta trajo un niño. Pero cuando hicieron la prueba, resultó ser mentira. Ahora desconfiaba. Entró refunfuñando:

—Ay, hijo mío, ¿cuántas más vendrán? Mañana hablo serio con él, que se case.

Más tarde, salió a dar de comer a Thor, su perro guardián, y vio un sobre sobresaliendo de la verja. Dentro había fotos de la niña y unos papeles. Lo guardó en una estantería alta:

—Ya lo miraré más tarde, ¿qué voy a encontrar?

Con el trabajo, se olvidó de la chica y del sobre. Habló con su hijo, pero, como siempre, Adrián se rio del asunto.

Pasó casi un año. Un día, en la oficina, sonó su teléfono.

—Dígame. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? —colgó pálido. Su secretaria le trajo agua.

Una gran pena cayó sobre Marcelo. Su único hijo había muerto en un accidente. Había llovido mucho, Adrián volvía de un pueblo cercano, de un viaje de trabajo. Perdió el control del coche.

Marcelo apenas recordaba el funeral. Solo sabía que Rodrigo se había encargado de todo, y que Margarita estaba a su lado, dándole agua y pastillas. Tras el entierro, acabó en el hospital. Le diagnosticaron un microinfarto.

Rodrigo le visitaba a menudo, y Margarita casi no se movía de su lado.

—Thor me come de la mano, aunque echa de menos a su dueño —le decía ella—. Yo cuido de la casa, y Rodrigo también viene. No te preocupes por eso.

Entendía que perder un hijo era duro, y que aceptarlo no era fácil.

Una vez, Marcelo rompió a llorar. Margarita no lo esperaba.

—Rita, no me queda nadie. Debería haberme muerto yo también, estar con los míos.

—¡No digas eso, Marcelo! Si Dios te ha dejado aquí, es por algo.

—Gracias, Rita. Y háblame de tú, me siento más cercano. No me dejes, me volveré loco. Ya te pagaré luego.

—¿Pagarme? Somos vecinos, qué tontería. He cogido vacaciones, así que no te preocupes —respondió ella.

Margarita le visitaba cada día, llevándole comida casera. Sin darse cuenta, empezó a sentir algo más que amistad por él.

Un día, Marcelo le pidió:

—Rita, ve a casa. En la estantería alta hay un sobre, lo necesito. No sé por qué lo olvidé.

Al día siguiente, Margarita se lo trajo. Era el que había dejado Sofía. Marcelo revisó los papeles: una prueba de ADN confirmaba que Lucía era hija de Adrián. Su nieta. También había documentos que demostraban que Sofía estaba muy enferma. Se volvió hacia Margarita.

—Necesito otro favor. Ve a esta dirección y trae a esta mujer.

Margarita aceptó, aunque algo le dolió en el pecho. ¿Estaba cuidando de él para que ahora llamara a otra? Pero dos horas después regresó.

—¿Dónde está Sofía? ¿Se enfadó?

—Sofía ha muerto —dijo en voz baja—. La vecina me lo contó. La niña está en un orfanato.

—¿Muerta? Tengo que salir del hospital, debo ir a verla.

—No puedes alterarte, Marcelo.

—Dios mío, qué mal hice. Debí ayudarlas.

—El médico no te dejará ir. ¿Por qué tanta prisa? La niña no recuperará a su madre.

—Rita, no lo entiendes. Lucía es mi nieta. Hija de Adrián, aquí están los papeles. Yo no le creí a Sofía, y olvidé los documentos. Adrián no reconoció a su hija. Sofía vino a pedirme ayuda, y yo…

—¿Tu nieta? —Margarita se quedó atónita.

—Sí, Lucía es mi sangre. Rita, b

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