La vida es breve, no lo dudes

La vida es fugaz, como un suspiro en el viento.
Es complicada y, a veces, injusta. Pero de vez en cuando nos brinda sorpresas que le dan un nuevo sentido. Oportunidades para enmendar errores del pasado, entender el verdadero valor de la existencia y ser mejores de lo que fuimos.

Hace ocho años, Próspero Zacarías enterró a su esposa y, desde entonces, no se había vuelto a casar. Al principio, vivió con su hijo Adrián en aquella casa grande de dos plantas. Todo estaba ordenado y cuidado, lleno de calidez, todo obra de las manos de su difunta esposa, Lucía. Pero ella se fue, dejándolo solo con el niño. Desde entonces, Próspero no movió ni un mueble; todo quedó igual que cuando Lucía vivía. Solo mantenían la limpieza, pues ambos eran meticulosos.

Adrián terminó el instituto y entró en la universidad. Era un chico guapo, las chicas se le pegaban como moscas desde el colegio, y él no ponía objeciones.

—Adrián, no te portes así con las mujeres— le decía su padre—. Alguna te traerá un niño antes de tiempo. Entonces lo entenderás: tendrás que casarte.

En la universidad, más de lo mismo. Cuando Adrián se marchó a otra ciudad, Próspero se quedó solo. Pero no tenía prisa por conocer a otras mujeres; quizá no podía olvidar a su amada Lucía. Lo que vivieron fue amor verdadero, algo que no todos encuentran en esta vida.

Un día, apareció por allí Olegario, un viejo amigo y compañero de clase. Estaban en el patio trasero, asando chuletas y charlando.

—¿Cómo está tu hijo? ¿Y tus negocios?— preguntó Olegario.

—Todo va bien, mejorando. Adrián es mi mano derecha, ya me ayuda después de terminar la carrera. Lo único es que no se casa. En eso no se parece a mí— se rio Próspero—. El año que viene quiero expandir el negocio. ¿Y tú, qué tal?

—Por mi parte, también bien. Ya sabes, me dedico a la agricultura, he aprendido mucho. Es interesante. Y me casé otra vez, con una mujer mucho más joven. Aunque mi hija y yo… no nos entendemos. Se enfada, aunque ella ya está casada. No le gusta mi nueva esposa. Pero bueno, con el tiempo todo se arreglará— contó Olegario—. Tú llevas años solo desde que murió Lucía. Deberías casarte de nuevo, sin una esposa es difícil.

—No, Olegario. No es el momento. Hay muchas mujeres solteras, y no me falta atención femenina, ya lo sabes. Hasta en la oficina hay buenas candidatas. Pero no pienso formar una familia ahora— explicó Próspero.

Vivía cerca de él Margarita, una mujer hermosa que había enviudado tres años atrás. Su hija ya estaba casada. Próspero hablaba con ella, y aunque le gustaba, Margarita se mantenía seria, como corresponde a una viuda. Nada de coqueteos, solo pequeños gestos: un pastel, unas manzanas de su huerto. Un día, intercambiaron números de teléfono.

—Margarita, mejor que tengamos el número del otro. Vivimos solos, nunca se sabe qué puede pasar. Si nos perdemos de vista, llamaremos— sugirió él.

—Tienes razón, Próspero Zacarías. La vida es impredecible— asintió la vecina.

Después de despedir a Olegario y de unas copas de coñac, Próspero se fue a dormir. Al día siguiente, al llegar a casa, vio a una joven esperando. Bajó del coche y preguntó:

—¿Busca a Adrián? Él no vive aquí, se mudó a la ciudad.

—Lo sé, Próspero Zacarías. Vine a verlo a usted— respondió la chica con voz suave—. Me llamo Esperanza.

—¿A mí? Qué curioso— ella le mostró una foto de una niña pequeña—. Es su nieta, Clara. Tiene cuatro años.

—Esperanza, espere. No me venga con cuentos. Arregle esto con Adrián— cerró la verja y entró en casa.

Hacía medio año, otra chica había venido con la misma historia, incluso trajo a un niño. Pero el ADN demostró que mentía. Ahora desconfiaba. Entró refunfuñando:

—Ay, hijo mío, ¿cuántas más vendrán? Mañana hablo seriamente contigo. Que se case de una vez.

Más tarde, salió a dar de comer a Toro, su perro guardián, y vio un sobre asomando en la verja. Dentro, había fotos y documentos. Lo guardó en una estantería alta.

—Ya lo miraré luego. ¿Qué puede haber ahí de importante?

Con el trabajo, olvidó a la chica y el sobre. Habló con su hijo, pero Adrián, como siempre, lo tomó a broma.

Pasó casi un año. Un día, en la oficina, sonó su teléfono.

—Dígame. ¿Qué? ¿No puede ser? ¿Cuándo?— colgó pálido. Su secretaria le sirvió agua al verlo así.

Una tragedia lo golpeó: su único hijo había muerto en un accidente. Volvía de un viaje de negocios bajo una lluvia torrencial. Perdió el control del coche.

Los funerales fueron un borrón. Solo recordaba a Olegario ocupándose de todo y a Margarita a su lado, dándole agua y pastillas. Después, lo hospitalizaron: un microinfarto.

Olegario lo visitaba a menudo, y Margarita casi no se movía de allí.

—Toro me come de la mano, ya me conoce. Pero se nota en sus ojos que te echa de menos— le decía ella—. Cuido de tu casa, y Olegario también viene. No te preocupes por eso— intentaba calmarlo. Sabía que perder a un hijo es un dolor insoportable.

Una vez, Próspero rompió a llorar. Margarita no lo esperaba.

—Rita, ya no tengo a nadie. Debería haber muerto yo también. Estaría con los míos.

—¡No digas eso, Próspero Zacarías! Si Dios te dejó aquí, es por algo.

—Gracias, Rita. Háblame de “tú”, me hace sentir mejor. No te vayas, me volveré loco solo. Luego te compensaré.

—¿Compensarme? Somos vecinos. Pedí vacaciones, así que tranquilo— respondió ella.

Margarita lo visitaba a diario, llevándole comida casera. Sin darse cuenta, empezó a sentir algo más que amistad por él.

Un día, él le pidió:

—Rita, ve a casa. En la estantería alta hay un sobre con documentos. Los necesito. No sé cómo los olvidé.

Al día siguiente, Margarita se lo trajo: era lo que dejó Esperanza. Próspero revisó los papeles y encontró una prueba de ADN: Clara era hija de Adrián. Su nieta. También había documentos que confirmaban que Esperanza estaba muy enferma. Miró a Margarita.

—Necesito que me ayudes en algo importante. Ve a esta dirección y tráeme a esta mujer.

Margarita aceptó, aunque un pinchazo de celos la atravesó. Pero al regresar, su expresión era sombría.

—¿Dónde está Esperanza? ¿Se negó a venir?

—Esperanza ha muerto— susurró—. La vecina me lo dijo. La niña está en un orfanato.

—¿Muerta? Tengo que salir del hospital. Debo ver a la niña.

—No puedes agitarte, Próspero Zacarías.

—¡Dios mío! ¡Qué error cometí! Debí ayudarlas.

—El médico no te dará el alta. ¿Por qué tanta prisa? La niña ya no tiene madre.

—Rita, no entiendes. Clara es mi nieta. Hija de Adrián. Aquí están las pruebas. No le creí a Esperanza, y olvidé los documentos. Adrián no la reconoció. Y ella vino a pedirme ayuda, y yo…

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