La vida es fugaz, y no hay tiempo para darle demasiadas vueltas a las cosas. Es complicada y a veces injusta, pero de vez en cuando nos regala sorpresas que le dan un nuevo sentido. Oportunidades para enmendar errores del pasado, valorar lo que realmente importa y ser mejor persona.
Hace ocho años, Próspero Zacarías enterró a su esposa, y desde entonces no se había vuelto a casar. Al principio, vivía con su hijo Arturo en aquella casa grande de dos plantas, donde todo estaba cuidado y lleno de calidez, arreglado por las manos de su difunta mujer, Carmen. Pero ella se fue, dejándolos solos. Desde entonces, Próspero no había movido ni un mueble; todo seguía igual que cuando Carmen vivía. Solo mantenían la limpieza, pues ambos eran bastante ordenados.
Arturo terminó el instituto y entró en la universidad. Era un chico guapo, y las chicas no paraban de perseguirlo desde el colegio. Él no ponía muchas pegas.
—Arturo, no me gusta cómo te comportas con las mujeres —le decía su padre—. Una de estas te va a traer un niño antes de tiempo, y entonces ya verás cómo te toca casarte.
En la universidad pasaba lo mismo. Cuando su hijo se marchó a otra ciudad para estudiar, Próspero se quedó solo. Pero no tenía prisa por conocer a otra mujer; quizás no podía olvidar a su amada Carmen. Entre ellos hubo un amor verdadero, algo que no se encuentra todos los días.
Un día, apareció por su casa un viejo amigo de la infancia, Ignacio. Estaban en el patio trasero, asando unas brochetas y charlando.
—¿Cómo está tu hijo? ¿Y tus negocios? —preguntó Ignacio.
—Todo va bien, la empresa crece. Arturo es mi mano derecha, me ayuda desde que terminó la carrera. Lo único es que no se casa. En eso no se parece a mí —bromeó Próspero—. El año que viene quiero ampliar el negocio. ¿Y tú, qué tal?
—Pues yo también bien. Sabes que tengo una granja, he aprendido mucho. Y me he vuelto a casar, después de separarme de Inés. Mi nueva mujer es mucho más joven, casi veinte años menos. Aunque con mi hija no nos llevamos bien. Se enfada, aunque ella también está casada. No le gusta que mi esposa sea tan joven. Pero bueno, con el tiempo quizás las cosas se calmen —contó Ignacio—. En cambio, tú llevas años solo desde que Carmen murió. Ya es hora de que te cases, sin una mujer la vida es más difícil.
—No, Ignacio. Por ahora no lo pienso. Hay muchas mujeres solteras, y no me falta atención femenina, ya lo sabes. Hasta en la oficina hay buenas candidatas. Pero de momento, no planeo formar otra familia.
Vivía al lado una vecina llamada Margarita, una mujer guapa que había enviudado hacía tres años. Su hija ya estaba casada. Próspero hablaba con ella de vez en cuando, y aunque le gustaba un poco, Margarita se mantenía seria, como corresponde a una viuda. Ni un gesto de coquetería, solo algún pastel o manzanas de su huerto. Un día, intercambiaron números de teléfono.
—Margarita, mejor que tengamos el número por si acaso. Vivimos solos, nunca se sabe. Si pasan días sin vernos, podemos llamarnos.
—Tienes razón, Próspero Zacarías. La vida es complicada —asintió la vecina.
Después de despedir a Ignacio, Próspero se fue a dormir, un poco achispado por el coñac. Al día siguiente, al llegar a casa, vio a una joven esperando.
—¿Vienes a ver a Arturo? Ya no vive aquí, se mudó a la ciudad.
—Lo sé, Próspero Zacarías. Vengo a verlo a usted —dijo la chica con voz suave—. Me llamo Esperanza.
—¿A mí? Qué curioso.
Ella le entregó una foto de una niña pequeña.
—Esta es su nieta, Clara. Tiene cuatro años.
—Espera, Esperanza. No me líes, arregla esto con Arturo.
Cerró la verja y entró en casa, refunfuñando. Medio año antes, otra chica había venido con un niño, pero cuando hicieron las pruebas, resultó ser mentira. Ahora desconfiaba.
—Ay, hijo mío, ¿cuántas más vendrán? Mañana hablo seriamente con él, que se case de una vez.
Más tarde, salió a dar de comer a Máximo, su perro guardián, y vio un sobre con documentos asomando en la verja. Dentro había fotos de la niña y algunos papeles. Lo guardó en una estantería alta.
—Ya lo miraré más tarde, ¿qué voy a encontrar ahí?
Con el trabajo, se olvidó de la chica y del sobre. Eso sí, habló con su hijo, pero Arturo, como siempre, se rio del asunto.
Pasó casi un año. Un día, en la oficina, sonó su teléfono.
—Dígame. ¿Qué? ¿Cuándo? —Colgó pálido. Su secretaria le trajo un vaso de agua.
Una gran tragedia cayó sobre Próspero: su único hijo había muerto en un accidente. Volvía de un viaje de trabajo bajo una lluvia torrencial y perdió el control del coche.
Las siguientes semanas fueron un borrón. Ignacio se encargó de todo en el funeral, y Margarita estuvo siempre a su lado, dándole agua y pastillas. Pero después, Próspero acabó en el hospital. Le diagnosticaron un microinfarto.
Ignacio lo visitaba a menudo, y Margarita casi no se movía de allí.
—Le doy de comer a Máximo, ya me conoce. Pero se nota que te echa de menos —le decía—. No te preocupes por la casa, yo me ocupo, e Ignacio también pasa por ahí.
Entendía que perder a un hijo era devastador.
Una noche, Próspero rompió a llorar. Margarita no se lo esperaba.
—Rita, ya no me queda nadie. Debería haberme muerto yo también, estar con los míos.
—¡No digas eso, Próspero Zacarías! Si Dios te ha dejado aquí, es por algo.
—Gracias, Rita. Háblame de tú, me hace sentir mejor. No me dejes solo, me volveré loco. Luego te pago por tu tiempo.
—¿Qué dices? Somos vecinos. Además, he cogido vacaciones en el trabajo. No te preocupes.
Margarita no se daba cuenta, pero cada día que pasaba con Próspero, más le gustaba, no solo como vecino.
Un día, él le pidió un favor.
—Oye, Rita, en casa hay un sobre en la estantería de arriba. ¿Me lo traes? Lo había olvidado.
Al día siguiente, Margarita le llevó el sobre que Esperanza había dejado. Próspero revisó los documentos y encontró una prueba de ADN: Clara era hija de Arturo. También había papeles que confirmaban que Esperanza estaba muy enferma. Se volvió hacia Margarita.
—Necesito que hagas algo más. ¿Puedes ir a esta dirección y traer a esta mujer?
Margarita aceptó, aunque algo le dio un vuelco al corazón. Si ella estaba ahí cuidándolo, ¿y ahora él llamaba a otra? Pero dos horas después, regresó con malas noticias.
—¿Dónde está Esperanza? ¿No quiso venir?
—Esperanza ha muerto —dijo en voz baja—. La vecina me lo contó. La niña está en un orfanato.
—¿Muerta? Tengo que salir del hospital, tengo que ver a la niña.
—No puedes alterarte, Próspero Zacarías.
—Dios mío, qué mal hice. Debí ayudarlas.
—El médico no te dejará ir. ¿Por qué tanta prisa? La niña no recuperará a su madre.
—Rita, no lo entiendes. Clara es mi nieta, la hija de Arturo. Aquí están los papeles. Y yo no le creí