La vida bajo el yugo del tirano

La vida bajo el yugo del tirano

Cuando la vida nos arrinconó a mi marido y a mí, no tuvimos más remedio que mudarnos con su padre a un pueblo pequeño cerca de Toledo. Pensamos que sería algo temporal, pero a los pocos meses ya sabía que no soportaría ni un año bajo el mismo techo que aquel hombre. Me sentí como una esclava en casa de un amo cruel, y ahora, aunque nos faltase el pan, jamás volvería con mi suegro. Su trato acabó con cualquier esperanza de convivencia pacífica.

Los padres de mi marido se habían divorciado años atrás. Él fue criado por su padre, Jerónimo Martínez, mientras que su madre formó una nueva familia y apenas se hizo presente en sus vidas. Quizá por eso, el suegro despreciaba a las mujeres. El primer día que lo conocí, me pareció un viejo huraño y gruñón, nada más. Respetándolo por haber criado solo a mi marido, intenté llevarme bien con él. Fue en vano.

No teníamos casa propia. Alquilábamos una habitación en Toledo, ahorrando para un hogar, pero quedé embarazada y todo se vino abajo. El dinero apenas alcanzaba, y el parto estaba cerca. Con el corazón encogido, le pedimos a Jerónimo que nos acogiera. Pero a los pocos días, me arrepentí, como si presintiese el infierno que se avecinaba.

Nunca había visto tantas tareas domésticas. Limpieza, cocina, plancha… todo cayó sobre mí como si no fuera una mujer embarazada, sino una sirvienta sin voluntad. En el octavo mes, apenas podía moverme, con la espalda dolorida y el peso del vientre, pero nadie me permitía descansar. Seguía trabajando para ahorrar algo antes de la baja maternal, y al llegar a casa me esperaban más obligaciones.

—¿Te crees una dama? —rugía Jerónimo si me atrevía a sentarme en el sofá o a descansar cuando el agotamiento me vencía—. ¡El embarazo no es una enfermedad! ¡Nadie va a limpiar por ti!

Y así, con los dientes apretados, volvía a empuñar la fregona, a quitar el polvo, a lavar ventanas y rincones que no se habían limpiado en años. El suegro no conocía la piedad. Criticaba cada detalle, inventando nuevas tareas hasta que caía rendida. Y solo lo hacía cuando mi marido no estaba. Intentaba demorarme en la calle para evitar su ira, pero no servía de nada.

—Llego del trabajo y ¿dónde andas? —gritaba si la cena no estaba lista—. ¡El suelo sucio, cruje bajo los pies, y tú paseando!

Sus palabras cortaban como cuchillos. Me humillaba en cada oportunidad, y yo callaba, sin querer quejarme a mi marido. Adrián ya se partía el lomo en dos trabajos para mantenernos. Intenté aguantar al padre, esperando que se acostumbrara a mí, pero sus exigencias crecían como la espuma. La sopa sin sal, el plato mal lavado, la cama mal tendida. A veces, sus quejas eran tan absurdas que apenas contenía una risa amarga. Tuve que fregar el suelo dos veces al día, planchar no solo nuestra ropa, sino también sus camisas, como si estuviera obligada a servirle.

—¿Por qué he de tocar la plancha si hay una mujer en casa? —vociferaba—. ¡Si mi hijo eligió a una inútil, que se divorcie! ¡Siempre tumbada, holgazana!

Viviendo con Jerónimo entendí por qué su esposa huyó de él apenas nació su hijo. Soportarlo superaba las fuerzas humanas. Admiraba a aquella mujer que lo aguantó unos años. Era una heroína. Pero llegó mi límite.

Estaba en la cocina, restregando una olla, cuando entró el suegro y empezó a regañarme otra vez por hacer “todo mal”. Su voz llena de desprecio fue la gota que colmó el vaso. Tiré la olla al fregadero con estruendo, me sequé las manos y, sin decir palabra, fui a hacer las maletas. Prefería pasar hambre antes de dejar que aquel tirano destrozara mis nervios y mi salud. Pensaba no solo en mí, sino en mi hijo, que no merecía gritos ni humillaciones.

—¡Vete a donde quieras! —me gritó, lanzándome insultos.

En ese momento llegó Adrián. Al verme así, apenas pudo evitar atacar a su padre. Lo aparté, y al día siguiente alquilamos una habitación diminuta. Desde entonces, Adrián no habla con Jerónimo. Este le envió mensajes llenos de rabia, acusándolo de “cambiar la sangre por una cualquiera”. Mi marido cortó todo contacto.

Aún no entiendo cómo un hombre así pudo criar a un hijo bueno y cariñoso. Quizá el suegro se amargó por la soledad o los celos, pero no tengo fuerzas ni ganas de averiguarlo. No volvemos a vernos, y espero que nunca más suceda.

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