La Vena Azul
Cómo la amaba Ignacio. Enloquecía por ella, se quedaba bajo sus ventanas hasta altas horas de la noche, y se alegraba si lograba vislumbrar su silueta. Le parecía inalcanzable, como un sueño lejano. Le embelesaba su fragilidad, esa piel pálida y delicada a través de la cual se transparentaban venas azuladas. El corazón le estallaba de ternura.
En el baile de fin de año del instituto, Ignacio la invitó a bailar. Lucía era más baja que él, y moverse al ritmo de la música resultaba incómodo. Le temblaban las manos, la frente perlada de sudor, y las palmas húmedas sobre su cintura ardían como brasas. No podía controlar los nervios, y el rubor le quemaba las mejillas al saber que ella lo notaba. Cuando terminó la música, se separó de Lucía y, por fin, respiró aliviado.
No entendía por qué los demás chicos no estaban enamorados de ella.
A su amigo Álvaro, por ejemplo, le gustaba la robusta Elena, con sus piernas largas y fuertes. Cuando corría por el patio en las clases de educación física, sobresaliendo entre las demás chicas, su coleta oscilaba como un péndulo.
Para Ignacio, la belleza femenina era Lucía, delicada como una flor. Era su obsesión, su sueño recurrente, casi una enfermedad. Su madre no compartía la pasión de su hijo por aquella chica. «Bonita, pero demasiado frágil», decía con preocupación.
—Hay que hacer algo. Distráelo de esa flacucha. No es para él. No se sabe qué piensa. Demasiado etérea, como de otro mundo. ¿Qué clase de esposa y ama de casa sería? Hasta su nombre suena raro. Convéncelo de que estudie en otra ciudad, en Barcelona, por ejemplo. Lo que sea para alejarlo de ella.
Su padre asintió y habló con él, hombre a hombre. Le habló de oportunidades, de un futuro prometedor tras una carrera en una universidad prestigiosa. Incluso le ofrecieron pagar sus estudios si no conseguía una beca. E Ignacio aceptó.
En su habitación de la residencia universitaria, colgó una foto ampliada de Lucía, recortada de una imagen del curso. Pero ella se quedó en su pueblo, e Ignacio, joven y curioso, empezó a vivir nuevas experiencias. Salía con chicas, pero el recuerdo de su frágil compañera seguía vivo en sus sueños.
Hasta que conoció a Marina. Con ella no temblaba al tocarla, su mente permanecía clara. Se entendían sin palabras, todo era fácil y seguro. Y la imagen de Lucía se desvaneció en un rincón de su memoria.
Tras graduarse, Ignacio se casó con Marina y se quedó en Barcelona. Su madre celebró su elección. «Cualquier cosa es mejor que esa Lucía rara», pensaba.
Un año después, nació su hija Carlota. Ignacio la adoraba. Si estornudaba, él movilizaría a todos los médicos de la ciudad. Lucía ya era solo un sueño de juventud.
—Tu padre está en el hospital. Lo operarán. No sé qué pasará, pero ven —su madre lo llamó una tarde, pidiéndole que volviera.
Carlota estaba resfriada, así que Marina se quedó con ella. Ignacio tomó unos días libres y viajó solo.
Barcelona lo despidió con una lluvia fría, pero su pueblo lo recibió con sol y hojas doradas. Su padre, aunque débil, mantuvo el ánimo alto.
La operación fue un éxito. Su madre pasaba los días en el hospital, e Ignacio, aliviado, se permitió callejear sin prisa. El miedo había pasado, y pronto volvería con su familia.
Caminando de regreso, vio a una mujer detenerse junto a un carrito de bebé. El corazón le dio un vuelvo antes de que su mente la reconociera.
—Hola —dijo, acercándose.
Lucía se enderezó, lo miró y sonrió. Él observó ese rostro familiar, la piel tan fina que dejaba ver las venas, la misma mirada melancólica.
—Hola. ¿De visita con tus padres? ¿Vacaciones? —preguntó ella.
—Mi padre está en el hospital. Lo operaron.
—¿Algo grave? —Sus ojos reflejaron inquietud.
—Ya está bien. ¿Y tú? ¿Es tuyo? —señaló el carrito.
—Sí. —En su tono, Ignacio adivinó que estaba sola.
Le dio tal pena que sintió ganas de tomar su rostro entre sus manos y besarla allí mismo. La acompañó a casa, preguntando por viejos amigos. Le habló de su vida sin que ella preguntara. Ayudó a subir el carrito. Lucía seguía en el mismo piso. Sus padres se habían mudado al campo.
—Pasa cuando quieras —dijo al despedirse.
Ignacio pensó en subir en ese momento, pero calló. Como antes, ella le parecía inaccesible. No podía simplemente invitarte a tomar café.
Al día siguiente, visitó a su padre, quien ya bromeaba. Su madre se quedó, e Ignacio compró rosas y fue a casa de Lucía. Ella no se sorprendió, solo le pidió silencio: la niña dormía.
—¿Quieres comer algo? ¿O un café? —preguntó, colocando las flores en un jarrón.
—No, gracias. Mi madre ya me llenó.
La cercanía en la pequeña cocina lo alteraba. Sentía esa misma ternura de años atrás. Lucía dejó el jarrón en la mesa. Su rostro estaba cerca, y él vio latir esa vena azul en su sien.
No pudo resistirse. Inclinó la cabeza y rozó su piel con los labios. Lucía se quedó inmóvil un instante, luego se giró, rodeó su cuello con esos brazos frágiles y se aferró a él como una enredadera a un tronco. La levantó con facilidad y la sentó sobre la mesa…
El llanto de la niña interrumpió el momento. Lucía lo apartó, saltó al suelo y corrió. Ignacio sacudió la cabeza, respiró hondo y salió de la cocina. Ella estaba en la sala, con su hija en brazos.
—Me voy —dijo con voz ronca.
Ella asintió y lo acompañó a la puerta. Cuando ya salía, oyó un susurro:
—Se duerme temprano. Vuelve después de las diez.
Ignacio se volvió, dudando. Lucía lo miraba con desesperación y esperanza.
Al caminar, intentó ordenar sus sentimientos. Hace años, esa invitación lo habría hecho saltar de alegría. Ahora sabía que su vida cambiaría si volvía. ¿Y para qué? Se reprochó su falta de control. Si no fuera por la niña, habría cedido. Antes le parecía inalcanzable. ¿O solo lo era para él? Recordó a Marina. Con ella todo era sencillo.
En casa, se duchó y bebió café. La niebla mental se disipó. Decidió no ir. ¿Qué le diría a su madre? Pero cada vez que recordaba esa vena y la mirada de Lucía, las dudas volvían.
Su madre llegó cansada. Su padre mejoraba.
—Gracias a Dios, vivirá muchos años más. Vuelve con tu familia. Tienes trabajo, responsabilidades. Perdona por el susto.
Así se resolvieron sus dudas. Ignacio partió esa noche. Antes, visitó a su padre, que se veía bien.
—¿Tan pronto te vas?
—Sí. El trabajo. Y Carlota sigue enferma. Marina me dijo que por fin bajó la fiebre.
—¿Y no nos avisaste? No debiste dejarlas solas. Tu madre exagera a veces —se quejó su padre.
—Pero pude verte. Volveremos cuando te den el alta.
En el tren, Ignacio imaginó a Lucía esperándolo junto a la ventana. «No es infidelidad —Pero al llegar a casa, abrazó a Marina y a Carlota, y supo que el amor verdadero no se busca en los sueños del pasado, sino en el hogar que se construye día a día.