La vergüenza que perdura en el tiempo

La vergüenza eterna
Elena Díaz limpió el polvo de la antigua fotografía donde aparecía joven, sonriente, con bata blanca entre compañeros. Entonces creía que toda la vida estaba por delante, que sería una doctora ejemplar, salvaría personas y recibiría gratitud.

—Mamá, otra vez con lo mismo —la voz de su hija llegó desde el pasillo—. ¿Por qué no guardas esas fotos? ¿Para qué torturarte?
—No es asunto tuyo, Paula —refunfuñó Elena, aunque sus manos temblaron—. Ve mejor a terminar los platos.
Paula entró en la sala y se sentó junto a ella en el sofá.
—Mamá, ¿cuándo será suficiente? Pasaron décadas y aún no olvidas. Nadie recuerda aquello salvo tú.
—¿Que no? —una sonrisa agria torció los labios de Elena—. Soledad Ruiz sí lo hace. Ayer en el supermercado ni siquiera giró la cabeza. Fingió no verme.
—¡Quizá pasó desapercibido! O dejó las gafas. ¡Basta ya de martirizarte!

Elena dejó la foto en su sitio y volvió la mirada hacia la ventana. Afuera lloviznaba, un aguacero leve tan gris como su ánimo. Aunque antes amaba la lluvia, decía que lavaba lo malo…

La tragedia comenzó treinta años atrás, cuando Elena ejercía como médica de cabecera en el centro de salud de Palencia. Joven, vigorosa, atendía con esmero a cada paciente, permaneciendo doce horas diarias en consulta. Colegas la respetaban, enfermos la querían, la jefa la ponía como ejemplo.

Aquel día llegó Carmen García, una mujer mayor que frecuentaba la consulta por dolores cardíacos. Elena conocía sus visitas; sabía que la abuela vivía sola, sin hijos, y el médico era su único consuelo.
—Doctoresita, mi alma —Carmen se acomodó en la silla—. El corazón me destroza. No dormí en toda la noche, creí morir.
—Escuchemos —Elena apoyó el fonendoscopio sobre su pecho. Los latidos sonaban regulares, sin anomalías.
—Señora García, todo está bien. ¿Algún disgusto?
—¡Ni hablar! Me duele igual que una puñalada —la anciana se agarró al pecho—. ¿Podría ponerme una inyección? ¿O derivarme al hospital? ¡Tanto miedo me da la soledad!

Fuera del despacho la cola crecía para la jornada siguiente, el tiempo escaseaba y en casa esperaba su hijo pequeño con fiebre. Elena se frotó las sienes, fatigada.
—Señora García, la he examinado minuciosamente. El corazón funciona, la tensión es buena. Tómese tila y descanse. Si empeora, llame al SENECA.
—Pero doctora…
—Discúlpeme, tengo otros pacientes. Adiós.

La anciana se levantó lenta, lanzó una mirada suplicante hacia la médica, pero esta ya llamaba al siguiente. Carmen suspiró y salió arrastrando los pies.

Elena pronto olvidó aquella consulta. En casa atendía a su hijo enfermo, su marido trabajaba tarde, los deberes la agobiaban. Al día siguiente: otra jornada de pacientes, papeles, prisas.

Una mañana sonó el teléfono desde urgencias:
—¿Elena Díaz? Es sobre Carmen García, atendida ayer aquí. Sufrió un infarto extenso… No alcanzamos el hospital.

El auricular se le escapó de las manos. La habitación giró ante sus ojos. Imposible. El día anterior parecía sana su corazón…
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Paula, asustada, entre sus juguetes.
—Nada, hija —susurró Elena mientras las lágrimas rodaban.

En el trabajo se supo rápidamente. En pueblos pequeños los rumores vuelan. La jefa la llamó a su despacho.
—¿Qué sucedió con Carmen García?
—María José, ¡estaba bien al examinarla! El pulso estable, ningún síntoma alarmante…
—Sus familiares denuncian ante el Colegio Médico. Dicen que usted rechazó hospitalizarla.
—¿Familiares? ¡No tenía!
—Parece que una sobrina en Valladolid. Trabaja en Fiscalía. Comprendo que usted es excelente, pero es grave. Investigaremos.

La investigación duró meses. Citaban a Elena ante comisiones, exigían explicaciones, revisaban la historia clínica de Carmen. Al principio los compañeros la apoyaban, luego empezaron a distanciarse. Rumores corrían de pasillo en pasillo, acompañados por cuchicheos.
—Dicen que retirarán su licencia —decía la enfermera Juana—. Que desatendió a aquella pobre.
—¡Imposible! —replicaba otra—. ¡Elena es tan dedicada!
—Oh, sí puede. Me lo contó Soledad Ruiz, estaba esperando turno. Oyó como la señora pedía ayuda y nuestra doctora la despidió.

Cada día agregaban nuevos detalles a los rumores. Decían que Elena llegaba ebria a sus consultas, que maltrataba pacientes, que ni siquiera examinó a Carmen. La verdad se perdió entre calumnias.

Su marido intentaba sostenerla, pero veía cómo
Elena Díaz dejó caer la foto con un suspiro ahogado, viendo cómo las lágrimas nublaban otra vez aquellos ojos cansados que jamás encontrarían paz.

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La vergüenza que perdura en el tiempo