La vergüenza que perdura en el tiempo

María López limpió el polvo del marco donde posaba junto a sus compañeros, joven y sonriente en su primera bata blanca. Entonces creía tener toda la vida por delante para ser una gran médica y salvar vidas.

—Mamá, ¿otra vez con lo mismo?— Sonó la voz de su hija desde el pasillo.—Aparta esas fotos, ¿por qué te atormentas?
—No te importa, Ana—refunfuñó María, aunque sus manos temblaban.—Lávame los platos.

Ana entró y se sentó junto a ella en el sofá.
—¿Cuánto va a durar? Pasaron años y no lo superas. Solo tú lo recuerdas.
—¿Solo yo?—dijo con amarga risa—. Concepción lo recuerda. Ayer en el supermercado ni me miró. Fingió no verme.
—¡Igual no te vio! ¡O llevaba las gafas en casa! ¡Basta ya de culparte!

María dejó la foto en su sitio y miró por la ventana. Afuera llovía una triste llovizna parecida a su ánimo. Antes le agradaba la lluvia, decía que limpiaba lo malo…

Todo empezó treinta años atrás cuando María trabajaba como médica de familia en un centro de salud de Cuenca. Joven y enérgica, atendía doce horas diarias a sus pacientes. Los compañeros la respetaban y la jefa, Carmen Ruiz, la ponía de ejemplo.

Ese día llegó Teresa Martínez, una señora mayor que visitaba a menudo con dolores en el pecho. María ya conocía sus síntomas; sabía que vivía sola y que el médico era su único consuelo.

—Doctora, cielo—gimió Teresa al sentarse—, hoy me duele el corazón mucho más. Anoche no dormí, creí morirme.
—Dejeme auscultarla—María puso el estetoscopio sobre su pecho. Todo sonaba normal.
—Cree que está nerviosa, Teresa Martínez. Quizá por algo.
—¡Pero si tengo un punzada fuerte!—La anciana apretó el pecho—¿Un pinchazo? ¿O al hospital?

Fuera se formaba cola y en casa esperaba su hijo pequeño con fiebre. María se frotó las sienes, fatigada.
—La he examinado bien. Corazón normal y tensión buena. Tómese valeriana y descanse. Si empeora, llame urgencias.
—Doctora…
—Perdone, quedan pacientes. Adiós.

Teresa se levantó lenta, miró a María con súplica; pero la médica ya llamaba al siguiente enfermo. La anciana suspiró y salió.

María olvidó aquella consulta. En casa atendía a su hijo enfermo, su marido Javier trabajaba hasta tarde y las tareas abundaban. Al siguiente día, otra jornada de pacientes.

A la mañana sonó el teléfono desde urgencias.
—¿María López? Atendió usted ayer a Teresa Martínez. Infarto masivo. No llegó al hospital…

El auricular cayó de sus manos. Todo empezó a girar. Imposible. Ayer todo sonaba bien…
—¿Qué pasa, mamá?—preguntó Ana, su niña pequeña que jugaba con muñecas.
—Nada, cariño—susurró María mientras las lágrimas le bajaban.

En el pueblo corrió la noticia. Carmen, la jefa, la recibió en su despacho.
—¿Lo de Martínez?
—Carmen, ¡la ausculté sin problemas! Solo quejas normales a su edad…
—Los familiares reclaman en Sanidad. Dicen que usted no admitió a la señora.
—¿Familiares? ¡Ella estaba sola!
—Hay una sobrina en Toledo. Trabaja en la Fiscalía. Caso grave, María.

La investigación duró meses. María compareció ante tribunales y se revisó la historia clínica. Los compañeros primero la apoyaron, luego se distanciaron. Susurraban al pasar.

—La quieren quitar la licencia—murmurada una enfermera—. Dicen que ignoró a la abuela y la echó de la consulta.
—¿Cómo?—se sorprendía otra—. María era muy aplicada.
—Concepción la escuchó desde la cola pedir un pinchazo que María negó.

Los rumores crecían: que María iba bebida, que fue grosera o que ni examinó a Teresa. La verdad se perdió entre chismes.

Javier intentó ayudarla pero ella cambiaba. No dormía, enflaquecía y se irritaba. En casa callaba o lloraba.

—María, ¿un psicólogo?—le dijo él una noche.
—¡No estoy loca!—estalló—¡Es que no entiendo cómo ocurrió!
—La medicina falla. No fue tu culpa.
—¿Y si sí? ¿Y si no vi algo? Quizá debí internarla.

Después de medio año concluyeron: sin negligencia médica aunque se recomendó mayor cuidado con ancianos. María quedó libre oficialmente pero su reputación quedó arruinada.

El trabajo se volvió insoportable. Las miradas de los colegas expresaban juicio. Unos pacientes evitaban pedirle cita; otros lo hacían expresamente para ver “a la médica que mató a la abuela”.

—Carmen—rogó María—¿podría cambiarme de consultorio?
—Comprende, la situación es delicada. Dale tiempo al tiempo.

Pero el tiempo no curaba. Todo le recordaba la tragedia. María temblaba atendiendo a ancianos; los enviaba a urgencias por cualquier síntoma. Los compañeros se burlaban:

—Ahora María interna a cualquiera. Miedo a matar otra vez.

Al año dejó el centro de salud. Trabajó en una clínica privada donde descon
La culpa que no se va con los años
Pilar García limpió el polvo del marco donde aparecía con sus compañeros, vestida de bata blanca. Joven, sonriente, llena de ilusiones. Entonces creía que la vida estaba por estrenar, que sería una médica excelente, salvaría vidas y todos le agradecerían.

—Mamá, ¿otra vez con lo de siempre? —la voz de su hija resonó desde el pasillo—. Guarda ya esas fotos, ¿para qué atormentarte?

—No es asunto tuyo, Lola —refunfuñó Pilar, aunque las manos le temblaban—. Ve mejor a fregar los platos.

Lola entró en la habitación y se sentó junto a ella en el sofá.

—Mamá, ¿cuánto va a durar esto? Han pasado décadas y no lo superas. Nadie recuerda aquello excepto tú.

—¿Que no lo recuerdan? —sonrió amarga Pilar—. Gloria Fernández sí. Ayer la vi en el supermercado y ni siquiera volvió la cabeza. Fingió no verme
La lluvia seguía deslizándose por el cristal como lágrimas silenciosas, y ella seguía cargando con aquel peso antiguo que el tiempo nunca había logrado aliviar.

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La vergüenza que perdura en el tiempo