La vergüenza que nunca se desvanece.

Oye, qué historia más dura, ¿sabes? Carmen Martínez García le quitaba el polvo al marco de una foto donde salía ella, joven, con su bata blanca junto a compañeros del centro de salud. Sonriente, llena de ilusión. En aquellos tiempos pensaba que la vida estaba por delante, que sería una médica estupenda, salvaría gente y todos le estarían agradecidos.

—Mamá, ¿otra vez con ese tema? —La voz de Lourdes sonó desde el pasillo—. Guarda ya esas fotos, ¿no ves cómo te atormentas?

—No es asunto tuyo, Lour —refunfuñó Carmen, pero le temblaron las manos—. Ve a fregar los platos mejor.

Lourdes entró en la sala y se sentó junto a su madre en el sofá.

—Mamá, ¿hasta cuándo? Han pasado tantos años y tú seguís dándole vueltas. Nadie se acuerda ya de aquello, solo tú.

—¿Que no se acuerdan? —Carmen sonrió con amargura—. Inmaculada Torres sí que lo recuerda. La encontré ayer en el súper y ni se giró. Como si no me viera.

—¡Igual ni te vio! O se dejó las gafas. Mamá, ¡basta ya de castigarte!

Carmen dejó el marco en su sitio y se volvió hacia la ventana. Fuera lloviznaba una fina lluvia, tan triste como su estado de ánimo. Y pensar que antes le encantaba la lluvia, decía que limpiaba todo lo malo…

Todo empezó treinta años atrás, cuando Carmen trabajaba como médico de familia en el centro de salud de Segovia. Joven, con energía, ayudaba a cada paciente, pasaba doce horas al día en el trabajo. Los colegas la respetaban, los enfermos la querían, la directora la ponía de ejemplo.

Aquel día vino a consulta Rosario Méndez López, una señora mayor que acudía a menudo con palpitaciones. Carmen estaba acostumbrada a sus visitas, sabía que la mujer vivía sola, sin hijos, y que para ella la médico era un verdadero alivio.

—Doctora, corazón —se lamentó Rosario al sentarse—, me está matando el pecho. No pegué ojo en toda la noche, pensé que me moría.

—Vamos a ver —Carmen le puso el fonendo en el pecho. Los latidos sonaban regulares, sin nada raro.

—Doña Rosario, todo está bien. ¿Habrá estado nerviosa por algo?

—¡Qué va, doctora! ¡Me duele como si me clavaran un puñal! —La anciana se agarró al pecho—. ¿Por favor, le pongo una inyección? ¿O me deriva al hospital? ¡Estoy acojonada sola en casa!

Fuera ya esperaban pacientes para la siguiente jornada, faltaba tiempo a manos llenas y en casa la aguardaba su hijo pequeño con décimas. Carmen se frotó las sienes, cansada.

—Doña Rosario, le he hecho una revisión detenida. El corazón funciona bien, tensión normal. Tómese una tila y descanse. Si empeora, llame a urgencias.

—Pero doctora…

—Perdone, tengo muchos pacientes hoy. Hasta luego.

La señora se levantó del asiento despacio, miró a la doctora con esperanza, pero esta ya llamaba al siguiente paciente. Rosario suspiró y salió arrastrando los pies.

Carmen había olvidado esa consulta. En casa cuidaba al niño enfermo, su marido estaba hasta arriba de trabajo, las tareas la aplastaban. Al día siguiente, otra vez consultas, enfermos, papeles, líos.

Y por la mañana sonó el teléfono de urgencias.

—¿Carmen Martínez? Ayer la atendió Doña Rosario Méndez López. Tuvo un infarto masivo… No llegamos a ingresarla…

El auricular se le escapó de las manos. A Carmen le dio todo vueltas. Imposible. La tarde anterior todo estaba bien, los latidos normales…

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Lourdes asustada, jugando cerca con sus muñecas.

—Nada, hija, nada —balbuceó Carmen, pero ya le caían lágrimas por las mejillas.

En el trabajo se supo rápido. En un pueblo de Segovia las noticias vuelan. La directora la llamó a su despacho.

—¿Qué pasó con Doña Rosario?

—María Luisa, ¡yo la revisé y estaba bien! Los latidos eran normales, no tenía sintomatología grave…

—Los familiares van a poner una queja en Sanidad. Dicen que usted rehusó su ingreso.

—¿Familiares? ¡Si no tenía a nadie!

—Pues parece que una sobrina en Madrid. Muy espabilada la chica, trabaja en el Ministerio Público. Carmen Martínez, usted es buena médica, pero esto es serio. Habrá que investigar.

La investigación duró meses. Llamaron a Carmen a comisiones, pidieron explicaciones, revisaron la historia clínica. Los compañeros primero la apoyaban, pero poco a poco se alejaron. En el centro corrió la voz, cuchicheaban a sus espaldas.

—¿Sabes que podrían quitarle el título? —decía Pilar, la enfermera—. Dicen que no hizo caso a la pobre y la echó.

—¡Qué dices! —se indignaba otra compañera—. Carmen es muy maja, ¡no puede ser!

—Pues parece que sí. Inmaculada Torres lo cuenta, esperaba en la cola ese día. Oyó cómo la señora pedía un pinchazo y Carmen dijo que no.

Cada día los rumores añadían detalles. Que si Carmen llegó bebida a la consulta, que si fue maleducada, que si no la había ni revisado.
Y mientras la llovizna seguía desdibujando los cristales, Carmen sintió una vez más cómo esa vieja culpa, incrustada en su corazón tras décadas, seguía siendo su única compañera fiel.

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La vergüenza que nunca se desvanece.