La vergüenza que jamás cesa
Dolores Martínez limpió el polvo del marco donde aparecía joven, sonriente, rebosante de esperanzas. Aquella mujer de bata blanca junto a sus compañeros creyó alguna vez que la vida entera aguardaba prometedora. Soñó salvar vidas y recibir gratitud eterna.
—¿Otra vez con lo mismo, mamá? —la voz de Rocío llegó desde el pasillo—. Guarda esas fotos, ¿a qué atormentarte?
—No es asunto tuyo, Roci —murmuró Dolores, aunque sus manos temblaron—. Mejor lava los platos.
Rocío entró y se sentó junto a ella en el sofá.
—¿Cuánto va a durar esto? Ni te acuerdan de aquello excepto tú.
—¿Que no? —esbozó una mueca amarga—. Matilde Gómez sí. Ayer ni volvió la cabeza en el mercado.
—¡Quizás no te vio! Mamá, basta de flagelarte.
Dolores recolocó el marco y volvió la mirada hacia la ventana. La llovizna dibujaba cortinas grises sobre el cristal, igual que la niebla en su alma. Hubo un tiempo donde amaba la lluvia, donde creía que lavaba las culpas…
Todo comenzó tres décadas atrás, cuando trabajaba como médica de cabecera en un ambulatorio provincial. Joven y llena de vigor, dedicaba doce horas diarias a sus pacientes. Colegas que la respetaban, enfermos que la adoraban, una jefa que la ponía como ejemplo.
Aquella tarde vino Consuelo García, una anciana con quejas habituales del corazón. Dolores conocía bien sus visitas, sabía que vivía sola y su médico era su único consuelo.
—Doctora, vida mía —gimió Consuelo al sentarse—. El corazón me estalla. Temí morir anoche.
—A ver —Dolores apoyó el estetoscopio—. Latidos perfectos. ¿Quizá nervios?
—¡Pero si el dolor es puñaladas! ¿Me pone una inyección? ¿Me ingresa? ¡Tengo miedo en casa!
Fuera se agolpaba la cola del día siguiente, el tiempo se esfumaba y en casa su hijo pequeño ardía en fiebre. Dolores se frotó las sienes exhausta.
—Le he examinado bien. Corazón y presión normales. Tómese tila y descanse. Si empeora, llame a urgencias.
—Pero doctora…
—Lo siento, quedan muchos pacientes.
La anciana se levantó con lentitud, miró con súplica que ya no encontró respuesta. Se alejó cabizbaja.
Dolores olvidó el incidente al hundirse en los cuidados de su hijo enfermo. Pero al día siguiente sonó el teléfono de emergencias.
—¿Dolores Martínez? Consuelo García, su paciente de ayer. Infarto masivo. No llegamos al hospital.
El auricular cayó al suelo. La habitación ondeó como velamen roto. Imposible. Aquel corazón latía con claridad meridiana…
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Rocío, pequeña todavía.
—Nada, cariño —balbuceó Dolores mientras lágrimas surcaban sus mejillas.
En el pueblo los rumores corrieron como regueros de pólvora. La jefa citó a Dolores en su despacho.
—¿Qué sucedió con Consuelo García?
—¡Estaba normal! Solo molestias de su edad…
—Familiares presentaron denuncia en Sanidad. Una sobrina en Sevilla. Abogada. Se abre investigación.
Interrogatorios que duraron meses. Expedientes examinados. Compañeros que primero apoyaron, luego se distanciaron. Murmuraciones en pasillos.
—¿Sabes que a Dolores podrían retirarle la licencia? —comentó la enfermera Carmen—. Dicen que despachó a la anciana.
—¡Imposible! Ella siempre tan atenta.
Los rumores se inflamaban: que si borracha en la consulta, que si groserías. La verdad se perdía entre telarañas de habladurías.
Su marido intentaba sostenerla, mas Dolores dejó de dormir, adelgazó, se volvió irritable. El silencio o el llanto eran su refugio.
—Cariño, ¿quizá ir al psicólog@? —sugirió él una noche.
—¡No estoy loca! Simplemente… ¿cómo ocurrió si todo era normal?
—La medicina es inexacta. No tienes culpa del infarto.
—¿Y si la tengo? ¿Si no vi señales? ¿Si debí ingresarla?
Seis meses después, sanidad dictaminó: error médico no apreciado, pero indicó mayor diligencia con ancianos. Absolución oficial, infamia perpetua.
El ambulatorio se volvió insufrible. Miradas que acusaban sin palabras. Pacientes que evitaban su consulta o acudían por morbo.
—Dra. Rodríguez —rogó Dolores— ¿me cambian de sector?
—Ahora no conviene —respondió la jefa—. El tiempo cura.
Mas el tiempo no curaba. Cada anciano paciente le provocaba temblores. Recetaba pruebas innecesarias por miedo. Compañeros ironizaban:
—Nuestra Dolores ahora hospitaliza hasta por un estornudo. Que
Renunció para refugiarse en el laboratorio de esa misma clínica, donde frascos de cristal guardaban silencios mientras Matilde Gómez seguía clavando palabras afiladas en su espalda, hasta que una jubilación anticipada la dejó flotando en el sofá, eternamente suspendida entre la fotografía que reprochaba y la lluvia que nunca limpió nada.