**”Conozco la verdad sobre ti”: cómo las mentiras destruyen la infancia y cómo el amor las cura**
Era tarde y Lucía ya se disponía a acostarse cuando, desde la habitación de su hijo, escuchó unos sollozos ahogados. Se levantó de un salto y corrió hacia allí.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Se sentó al borde de la cama y posó su mano sobre su hombro.
Daniel se apartó bruscamente, escondiendo el rostro en la almohada, y murmuró con voz ronca:
—Vete. No quiero verte.
Las palabras le atravesaron como un puñal.
—¿Qué dices, Daniel? ¿Por qué?
—¡Porque eres… eres mala! —El niño se incorporó, los ojos llenos de lágrimas. —¡Papá me lo ha contado todo! ¡Sé la verdad sobre ti!
Recordó cómo empezó todo, con la frase que Javier repetía en cada discusión:
—Si eres tan lista, ¡divorciémonos!
Y siempre, sin excepción, ella bajaba la mirada, tragaba el orgullo herido y se quedaba. Porque así la habían educado: la mujer debe aguantar, mantener la familia unida, cargar con el peso, aunque ya no viva, sino que solo sobreviva.
Pero esa vez, algo se rompió dentro de ella. Lo miró a los ojos y, por primera vez, no cedió.
—Vale —dijo con calma.
Él se quedó helado. Luego, como de costumbre, sonrió con desdén:
—Dormirás sobre ello y cambiarás de opinión.
Pero no lo hizo. Esa noche permaneció despierta, repasando cada año a su lado. Las peleas. El desprecio. La sombra de su suegra en su hogar. Ninguna decisión, por mínima que fuera, se tomaba sin la aprobación de la madre de Javier. Y cuando comprendió que hasta su hijo veía en su abuela y en su padre a las figuras principales de la familia, supo la verdad: ella ya no existía allí.
A la mañana siguiente, recogió sus documentos en silencio. Javier gritó, arrancó las cortinas, se llevó la plancha, los cucharones, las almohadas. Hasta el estor de la ducha—todo lo comprado durante el matrimonio, lo arrebataron de la casa.
—¡Ahora vive sin nosotros y sin lo que es nuestro! —gritó su suegra al marcharse, apretando un bolso repleto.
Lucía quedó de pie en el apartamento vacío, sin derramar ni una lágrima.
El juicio transcurrió sin ellos—ni Javier ni su madre se presentaron. Y, para su sorpresa, dos años después, nadie intentó quitarle a Daniel. Trabajó, crió a su hijo, no buscó amor, pero el amor llegó a su puerta sin llamar.
Diego apareció sin presiones. No le llenó de promesas ni de grandilocuencias; solo estuvo allí. Ayudó. Escuchó.
—Lo entiendo —decía—. Tienes un hijo, y él es lo primero. Y está bien. Él y yo nos llevaremos bien.
Lucía aún no sabía cómo esas palabras sencillas y sinceras podrían volverse en su contra algún día.
Al principio, todo fue tranquilo. Daniel y Diego jugaban, hablaban de coches, construían garajes con piezas de Lego. Pero últimamente, su hijo se había vuelto distante. Evitaba mirarla, respondía con brusquedad. Y esa noche, hasta le ordenó que se fuera.
—¡Quieres deshacerte de mí! —gritó, incorporándose—. ¡Tendrás otro bebé y ya no me querrás! ¡Me abandonarás!
El corazón de Lucía se heló.
—¿Quién te ha dicho eso, Daniel?
—¡Papá! Dijo que ya has hablado para que me lleve, ¡porque molesto!
Contuvo las lágrimas con esfuerzo mientras lo abrazaba y susurraba:
—Nunca, ¿me oyes? Nunca te dejaré. Eres mío. Lo más importante.
Él intentó apartarse, pero al final, la abrazó también. Solo que en sus ojos quedó algo peor: la duda.
Pasaron los días. Daniel volvió de casa de su padre radiante, contando cómo habían navegado en barca y pescado. Pero horas después, estaba callado, con la mirada baja.
—Estabas tan contento… ¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió cortante.
—Daniel —se acercó—. Por favor, dime…
—¿Fuiste tú quien le pidió que me llevara, verdad? —estalló—. ¡Porque soy un estorbo!
Ya no era solo dolor. Era como si le arrancaran el alma.
Lucía tomó el teléfono. La voz de Javier al otro lado sonó indiferente.
—¿Qué quieres? Está contigo, todo en orden.
—Que dejes de mentir. Si vuelves a poner a mi hijo en mi contra, no lo verás nunca más. ¿Entendido?
—¿Me estás amenazando? —resopló—. ¡Te lo estás inventando!
—¿Ah, sí? ¿Y Daniel también se inventó que lo mandaría a un orfanato en cuanto tuviera otro hijo?
Silencio.
—En dos años, solo has pagado la pensión tres veces. ¿Quieres que demande? El juez valorará tus «cuentos».
Nuevo silencio.
—Cuidado con lo que dices, Javier. No vuelvas a hacerlo.
Colgó y respiró hondo. Le temblaban las manos, pero Diego estaba ahí. Se acercó y le apoyó una mano en el hombro.
—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.
—Ahora sí —asintió—. Ahora no voy a retroceder.
Esa noche, se quedó junto a Daniel, acariciándole el pelo mientras dormía. Aún había recelo en él, pero también un destello de su antigua luz. Y ella sabía que esto solo era el principio. Su ex no se rendiría. Intentaría sembrar miedo, ira, desconfianza en su hijo.
Pero ahora no estaba sola.
Era fuerte. Y tenía a alguien que no le pedía dividir su amor, sino compartirlo.