Mi padre nunca nos abandonó. No fue como mi madre siempre dijo…
Llevé el rencor en el corazón durante veinte largos años. Todo ese tiempo, ella repitió lo mismo: que él nos dejó, desapareció sin más, nos borró de su vida. La última vez que lo vi tenía siete años. Sólo quedaban unas pocas fotos desgastadas y recuerdos difusos que solo traían dolor y confusión. Intenté borrar su imagen. Todo lo que sabía venía de mi madre.
Ella contaba que él bebía, que salía con otras, y que al final lo echó de casa tras una pelea. Decía que ni siquiera intentó volver, que nunca llamó, que no preguntó por mí. Incluso afirmó que cuando apareció en mi primer día de colegio, llegó borracho, armó un escándalo y se fue para siempre. Pasaron dos décadas. Crecí enfadada con él, convencida de que eligió una vida más fácil sin nosotras.
Cuando me iba a casar, mi prometido me preguntó de repente:
—¿Vas a invitar a tu padre a la boda?
Me quedé paralizada.
—No lo sé… Quizá quisiera, pero no tengo ni idea de dónde está. ¿Y merece la pena?
—¿No hablas con su hermana? Pregúntale a tu tía. Creo que te arrepentirás si no lo haces.
Tenía razón. Fui a ver a tía Rosa, la única de su familia con la que aún tenía contacto. Nos veíamos poco, pero siempre con cariño. Mi madre la odiaba, decía que siempre justificaba a su hermano.
Tía Rosa me recibió en bata, sorprendida.
—¿Qué pasa, Lucía? ¿Todo bien?
—Necesito hablar. De papá…
Calló un largo rato antes de suspirar hondo.
—Pensé que con el tiempo lo entenderías. Pero ya es hora. Tu padre no era como tu madre decía. No era un santo, pero tampoco un monstruo. Te quería. Pero tu madre… Teresa era celosa hasta lo insoportable. Una vez ayudó a una vecina con las bolsas, y por eso lo echó de casa. Gritó, le prohibió acercarse, y después le dijo que no eras su hija, aunque sabía que mentía. Él vino a verte, esperó bajo la lluvia, mandó regalos… Pero todo lo devolvían. Tu madre lo destrozó. Y a ti te robó un padre.
Me quedé quieta, apretando las manos. Mi mundo se desmoronaba. Veinte años viviendo una mentira. Mi rencor se había construido sobre una ilusión. Ella me apartó de su cariño sin darme ni una oportunidad.
Cuando le dije que quería invitar a mi padre a la boda, estalló como una cerilla:
—¡Si lo haces, olvídate de mí! ¡Él o yo!
No contesté. Por primera vez, elegí por mí. En silencio.
El día de la boda fue de película: prisas, nervios, lluvia torrencial. El paraguas desapareció, el conductor tocaba el claxon, los invitados esperaban en el registro. Salí del portal, tropezando con el vestido, cuando de pronto alguien abrió un paraguas sobre mí.
Delante de mí había un hombre con un abrigo negro. Su rostro me resultaba familiar, aunque envejecido. Canas, ojos tiernos.
—Hola, hija —murmuró.
Lloré. Todo estalló por dentro, como si se rompiera el resorte del rencor.
—Hola, papá…
—Perdona que venga sin invitación. Rosa me dijo que te casabas.
—Gracias por venir —susurré.
—¿Y tu madre…?
—Soy mayor. Y decido quién está a mi lado hoy. Vamos. Nos esperan.
Asintió en silencio y abrió la puerta del coche. En ese instante supe que era el día más feliz de mi vida. El día en que solté el pasado… y por primera vez sentí que no estaba sola.