La verdad al horno: cómo un bacalao transformó una familia

**La Verdad al Horno: Cómo un Bacalao Revolucionó la Familia**

Pablo llegó a casa después del trabajo, cansado pero contento. De la cocina salía un olor delicioso. Asomó la cabeza y se frotó las manos:

—¡Mmm, qué bien huele! ¿Qué estás cocinando, Carmencita?

—He decidido hacer pescado al horno —respondió su mujer con calma.

Pero antes de que pudiera preguntar qué especias había usado, unos ruidos extraños llegaron desde el fondo del piso. Pablo frunció el ceño:

—¿Son los vecinos otra vez?

—No, no son los vecinos. En la habitación del fondo hay una sorpresa para ti —dijo Carmen con una sonrisa misteriosa.

—¿Qué sorpresa? —preguntó él, sorprendido.

—Ve y compruébalo tú mismo.

Pablo avanzó lentamente por el pasillo, abrió la puerta con cuidado y se quedó petrificado. En el sillón, como si nada, estaba sentada su madre: Doña Rosario.

Había aparecido en la puerta sin avisar. Carmen, pensando que era el repartidor, abrió enseguida.

—Doña Rosario, buenas tardes. ¿Por qué no nos avisó? ¿Y si no estuviéramos en casa?

—Pablo trabaja, y tú estás aquí. No soy una inválida, puedo moverme sola. ¿Dónde está mi habitación?

—Pase por aquí por ahora, luego lo arreglamos.

—Tienen tres habitaciones, ¿y no puedes decidirlo de una vez? ¿Y cómo es que él no lo sabía?

—Él tampoco estaba enterado. ¿No se lo dijo?

—¿Para qué? No he venido de visita. Me quedaré a vivir con vosotros.

Carmen aguantó el tipo, aunque sentía un nudo en el estómago. Tenía que terminar su trabajo y le pidió a su suegra que esperara un poco. La mujer miró alrededor con sarcasmo y soltó al final:

—La nevera está vacía…

—Ahora mismo llega la compra.

Cuando el repartidor trajo las bolsas, Carmen preparó rápidamente algo sencillo: cortó queso, jamón, pan y puso el agua para el té.

—¿Quiere unas gachas o unos buñuelos?

—No te molestes. Si quiero algo, lo haré yo.

Carmen asintió y se fue. Media hora después, cuando terminó su trabajo, volvió a la cocina y descubrió que su suegra había “ocupado” la habitación contigua al baño, donde Pablo pasaba las noches con el ordenador. Doña Rosario ya había soltado:

—Qué desorden, qué suciedad, los platos sin lavar… ¿Él limpia al menos?

—Trabaja, y aquí descansa.

—¿Trabaja? Tiene juguetes aquí. Tú te quedas en casa, pidiendo la comida por internet, y él, pobre, tiene que currar día y noche.

Carmen aguantó en silencio. Había demasiado resentimiento acumulado, pero ahora no era el momento. Recordó una conversación reciente con su madre, cuando se quejaba de su marido y sus aficiones:

—Bueno, al menos no sale de juerga. Juega sin hacer ruido —la había consolado.

—¿Y cuándo vendrán los niños?

—No ha terminado de jugar a ser niño…

Y era verdad. Todo el dinero que su madre le había dado para el piso, Pablo lo gastó en equipos carísimos. “El sueño de mi infancia”, dijo entonces. Aún así, el piso estaba a nombre de Carmen, gracias a la ayuda de sus padres.

Después de comer, Doña Rosario se durmió en su “nueva” habitación. Pablo volvió del trabajo, escuchó los ronquidos y se sorprendió:

—¿Son los vecinos?

—No, es tu madre. Entra, habla con ella.

La mujer se despertó justo a tiempo. Sin saludos, directa al grano:

—Ahora estoy jubilada. Voy a viajar, y entre viajes me quedaré aquí. Pienso vender mi piso, total, yo ya te di mi dinero. Así que aquí también tengo mis metros cuadrados.

—Mamá, ¿hablas en serio? Queríamos usar esta habitación para los niños. Carmen no estará de acuerdo.

—Entonces devuélveme el dinero. Todo muy justo.

—Ya te envío dinero cada mes. Tenemos una familia.

—¿Familia? Carmen se queda en casa. Tú trabajas solo. Traed los papeles, quiero ver si todo está en orden.

Carmen salió en silencio y volvió con una carpeta.

—Aquí están los documentos. El piso está a mi nombre. Mis padres pusieron el dinero.

—¿Y el mío?

—Gastado. Por tu querido hijo. En su “infancia”.

Pablo se levantó, mirando con culpa:

—Lo siento, mamá. Pero en aquel momento lo deseaba mucho. Ahora ya he acabado. No quiero más.

—¡Ajá! —explotó Carmen—. Si no paras, pido el divorcio. Y te irás con tu madre y tus juguetes.

—Carmen, no hace falta. Lo venderé todo. Lo prometo. Vamos a cenar. Esta noche, sin ordenador.

Durante la cena, Doña Rosario permaneció callada, frunciendo el ceño.

—¿O sea que aquí no soy nadie? Y yo que pensaba mandar un poco.

—Usted es la madre de mi marido. Pero nosotros somos una familia, y no voy a hacer las cosas como usted diga.

—¡Pablo, estás dominado!

—Prefiero estar bajo el tacón de mi mujer que bajo el control de mi madre. Toda mi vida has decidido por mí. Ya basta. He crecido.

Doña Rosario se levantó en silencio, cogió su bolso:

—Llámame un taxi. Me voy. Pero ya me echarás de menos…

Pablo acompañó a su madre al coche sin decir nada. Al volver, se sentó a la mesa:

—Me comeré el pescado, la carne, todo. Tengo mucha hambre.

—Y lo de los juegos… ¿lo decías en serio?

—Sí. Lo venderé todo. Nos hará falta para los niños. Ahora estoy preparado. Con mamá… ya nos arreglaremos. Lo importante es que tú estés aquí.

Carmen sonrió. Y por dentro sintió que aquel “fruto prohibido”… al fin había madurado.

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