La Verdad al Horno: Cómo un Bacalao Transformó una Familia

La verdad horneada: cómo un bacalao dio un vuelco a la familia

Álvaro llegó a casa después del trabajo, cansado pero contento. Un delicioso aroma venía de la cocina. Asomó la cabeza y se frotó las manos:

—¡Uf, qué bien huele! ¿Qué estás preparando, Leticia?

—He decidido hornear pescado —respondió ella con calma.

Pero antes de que él pudiera preguntar qué especias había usado, unos ruidos extraños llegaron desde el fondo del piso. Álvaro se alarmó:

—¿Son los vecinos otra vez?

—No, no son los vecinos. En la habitación de al fondo hay una sorpresa para ti —dijo Leticia con una sonrisa misteriosa.

—¿Qué clase de sorpresa? —preguntó él, sorprendido.

—Ve y mira por ti mismo.

Álvaro caminó lentamente por el pasillo, abrió la puerta con cuidado y se quedó paralizado. Sentada en el sillón, como si nada, estaba su madre: Doña Carmen Martínez.

Había aparecido en la puerta sin avisar antes. Leticia, pensando que era el reparto, abrió sin más.

—Doña Carmen, buenas tardes. ¿Por qué no nos avisó? Podría no haber nadie en casa…

—Álvaro trabaja y tú estás aquí. No soy una inválida, llegaré sola. ¿Dónde está mi habitación?

—Pase por aquí primero, luego veremos.

—Tienen tres habitaciones y no puedes decidirlo ahora? ¿Y cómo es que él no sabía nada?

—Él tampoco estaba enterado. ¿No se lo dijo?

—¿Para qué? No vine de visita. Me quedaré a vivir con vosotros.

Leticia aguantó, aunque sintió cómo todo se le encogía por dentro. Tenía que terminar su trabajo y le pidió a su suegra que esperara un poco. La mujer miró alrededor con sorna y soltó al final:

—La nevera está vacía…

—Ahora mismo llega la compra.

Cuando el repartidor trajo las bolsas, Leticia preparó rápido una cena sencilla: cortó jamón, queso, pan y puso el agua para el té.

—¿Quiere unas gachas o unos buñuelos?

—No te molestes. Si quiero algo, lo haré yo.

Leticia asintió y se fue. Media hora después, cuando terminó su trabajo, volvió a la cocina y se enteró de que su suegra ya se había “instalado” en el cuarto contiguo al baño —el mismo donde Álvaro pasaba las noches con el ordenador. Doña Carmen ya había opinado:

—Qué desorden, qué suciedad, los platos sin lavar. ¿Acaso él limpia algo?

—Trabaja mucho y aquí descansa.

—¿Trabaja? Juguetes tiene aquí. Tú en casa, comprando por internet. Y él, pobre tiene que matarse día y noche.

Leticia aguantó en silencio. Demasiada amargura acumulada, pero ahora no era el momento. Recordó una conversación reciente con su madre, cuando se quejaba de su marido y sus aficiones:

—Bueno, al menos no anda de juerga. Juega calladito —la consolaba su madre.

—¿Y cuando lleguen los niños?

—No terminó de jugar de pequeño…

Y era verdad. Todo el dinero que su madre les dio para el piso, Álvaro lo gastó en equipo carísimo. Un sueño de la infancia, dijo entonces. Aún así, el piso estaba a nombre de Leticia, gracias a la aportación de sus padres.

Después de cenar, Doña Carmen se durmió en su “nueva” habitación. Álvaro llegó del trabajo, escuchó los ronquidos y preguntó:

—¿Qué, los vecinos otra vez?

—No. Tu madre. Entra, habla con ella.

Su madre despertó justo a tiempo. Sin saludos, directa al grano:

—Estoy jubilada. Voy a viajar y entre viaje y viaje, viviré aquí. Pienso vender mi piso. El dinero te lo di a ti, así que aquí también tengo mis metros.

—Mamá, ¿en serio? Queríamos usar esta habitación para los niños. Leticia no estará de acuerdo.

—Entonces devuélveme el dinero. Todo muy justo.

—Ya te envío dinero cada mes. Tenemos una familia.

—¿Familia? Leticia en casa. Y tú a trabajar solo. Traed los papeles. Espero que todo esté en regla…

Leticia salió en silencio y volvió con una carpeta.

—Aquí están. El piso está a mi nombre. Mis padres invirtieron el dinero.

—¿Y el mío?

—Gastado. En tu hijo preferido. En su “infancia”.

Álvaro se levantó, mirándola con culpa:

—Lo siento, mamá. Pero en ese momento era mi sueño. Ahora ya está. No quiero más.

—¡Ajá! —estalló Leticia—. Si no paras, pido el divorcio. Y te vas con tu madre y tus juguetes.

—Leticia, por favor. Lo venderé todo. Prometido. Vamos a cenar. Hoy, sin ordenador.

En la cena, la suegra permaneció callada y enfurruñada.

—O sea, ¿aquí no cuento para nada? Y yo que pensaba mandar un poco…

—Usted es la madre de mi marido. Pero esto es nuestra familia. Y no voy a hacer las cosas como usted diga.

—Álvaro, ¡estás dominado!

—Prefiero estar dominado por mi mujer que controlado por mi madre. Toda mi vida decidiste por mí. Ya basta. He crecido.

Doña Carmen se levantó en silencio, cogió el bolso:

—Llámame un taxi. Me voy. Ya me echarás de menos…

Álvaro la acompañó al coche sin decir nada. Al volver, se sentó a la mesa:

—Voy a comer pescado *y* carne. Todo junto. Tengo mucha hambre.

—¿Y lo de los juegos… lo dices en serio?

—Sí. Lo venderé todo. Nos hará falta para los niños. Ahora estoy listo. Y con mi madre… ya nos arreglaremos. Lo importante es que tú estés aquí.

Leticia sonrió. Y por dentro sintió que aquel “fruto prohibido” al fin había madurado.

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