**La Venganza**
A sus treinta años, Lucía era conocida en el mundo empresarial. Negociaba, cerraba tratos y no tenía reparos en usar su encanto femenino si la ocasión lo requería. Algunos socios eran más que eso, claro. “A fin de cuentas, en los negocios todo vale”, solía decir.
Una tarde, mientras tomaba un café con su amiga Marta, soltó:
—No me he acostado con cualquiera, solo con los que me interesaban. Sí, quizá poco profesional, pero ¿sabes lo difícil que es abrirse paso en este mundo de hombres? Aunque cada vez hay más mujeres, la cosa sigue siendo dura.
—Yo no podría, Lucía —respondió Marta, sorbiendo su cortado—. Me conformo con mi oficina y que otros tomen las decisiones. Pero tú… tienes carácter.
—Cuando empecé —continuó Lucía—, un viejo conocido me soltó: “Una mujer solo triunfa en los negocios si sabe *aprovechar* sus ventajas”. Y así fue como Alberto se convirtió en mi primer *socio especial*.
—¡Madre mía! —exclamó Marta, incrédula—. ¿Cómo te atreviste?
—Marta, cariño, con él aprendí que hay hombres para los negocios y hombres para… otras cosas. ¿El placer? Viene después, cuando ves crecer tu empresa —respondió Lucía, pragmática como siempre.
Con el tiempo, su empresa prosperó, pero necesitaba un informático competente. Uno que, al principio, no podía permitirse. Hasta que apareció Javier: veinticinco años, ideas brillantes y poca experiencia, pero con potencial.
—Buenas tardes, señora Lucía —saludó él, entrando en su despacho con una sonrisa franca.
—Siéntate, Javier. Te contrato con dos semanas de prueba. Si no la lías, te quedas. Pero tengo una condición —dijo ella, clavándole la mirada.
—¿Cuál? —preguntó él, arqueando las cejas.
—Olvídate de un sueldo alto por ahora. ¿Aceptas?
—Acepto —respondió, serio.
Javier resultó ser un buen profesional, aunque su juventud a veces le jugaba en contra. Demasiado blando para imponerse a las comerciales o echar a los gerentes.
Lucía, por su parte, celebraba sus *reuniones atípicas* al final de la jornada, cuando la oficina estaba vacía. Pero una tarde, Javier entró sin avisar, cargado con unos informes.
—Perdón, no sabía que no estabas sola —murmuró, ruborizado, antes de salir a toda prisa.
—Lucía, esto se va a saber en toda la empresa —gruñó el socio, incómodo.
Ella lo calmó: Javier no diría nada. Al día siguiente, lo llamó a su despacho.
—Javi, confío en que lo de ayer queda entre nosotros.
Pensó en subirle el sueldo, pero se le ocurrió una idea más arriesgada. No hizo falta insistir mucho. Javier, pese a su juventud, supo seguirle el juego. Y aunque su entusiasmo desbordante casi la abrumó, Lucía le dejó las cosas claras:
—Esto queda entre nosotros. No quiero chismes en la oficina.
—Claro, jefa y empleado… —asintió él.
Tres años duró su relación. Aprendieron el uno del otro, pero con el tiempo, Lucía empezó a sentirse asfixiada. Javier, celoso de sus *socios especiales*, exigía más.
—Lucía, deberíamos formalizar esto. Incluso casarnos.
—Javier, no estoy enamorada de ti. Y sin amor, no hay matrimonio.
Al día siguiente, encontró su carta de dimisión sobre la mesa. Fin de la historia.
Un año y medio después, la empresa de Lucía empezó a tambalearse. Socios clave cancelaron contratos, excusándose con ofertas mejores. Al principio, pensó en un competidor. Pero cuando desaparecieron más clientes, supo que algo iba mal.
Un antiguo socio, Álvaro, le dio la pista:
—La nueva competencia sabe demasiado: precios, contactos, volúmenes. Como si llevaran años en el sector. Y adivina quién está detrás: Javier, tu ex empleado.
Lucía lo vio claro: venganza. Había copiado bases de datos, interceptado correos. Y lo peor: sabía quiénes eran sus *socios especiales* y los había seducido con mejores ofertas.
—Hola, Javier —dijo ella, entrando en su nueva oficina—. No pensé que serías tan mezquino. ¿De verdad merezco esta venganza?
—Ni venganza ni nada —respondió él, mirándola fijamente—. Te propongo fusionar nuestras empresas. Y volver a vernos, pero bajo mis condiciones. Yo dirigiré, tú serás mi segunda. Te quiero, Lucía. Decide.
Ella quedó atónita. ¿Dos años planeando esto? Le pidió tiempo.
Una semana después, regresó con su respuesta:
—Vendo mi empresa. Ni fusión ni reencuentros. Ya tengo a alguien a mi lado: alguien fuerte, que no necesita robar clientes para triunfar. Y sí, empezaré de nuevo. Pero dime, ¿merecía la pena perder tanto tiempo en vengarte?
Con un portazo, se marchó. Javier, desconcertado, se quedó solo.
Lucía volvió a emprender, esta vez con la ayuda de su marido, Guillermo. Y aunque la vida le había dado alguna lección, al fin tenía lo que siempre quiso: un hombre fuerte a su lado. Y sin rencores.