Milagros nunca fue de pedir ayuda, ni siquiera cuando las cosas se ponían difíciles. Siempre había sido una mujer independiente, incluso después de jubilarse como bibliotecaria escolar. Vivía en un modesto piso en Sevilla, sobreviviendo con su pequeña pensión y el cariño de su familia, especialmente de su nieta, Lucía.
Lucía era su luz. Con dieciocho años, la joven tenía una sonrisa luminosa, ojos bondadosos y un corazón lleno de sueños. Faltaban solo unas semanas para su graduación en el instituto García Lorca, y el baile de fin de curso estaba a la vuelta de la esquina. Milagros sabía lo importante que era aquella noche—un adiós a la infancia y el inicio de algo nuevo.
Por eso le dolió tanto cuando Lucía dijo que no iría.
“Abuela, ¡no me importa el baile! En serio. Prefiero quedarme en casa con mamá y ver películas viejas”, dijo Lucía una tarde por teléfono.
“Cariño, es una noche única. ¿No quieres guardar recuerdos? Yo recuerdo cuando tu abuelo me llevó al baile. Iba con un traje prestado, pero se veía tan guapo… Bailamos toda la noche y, unos meses después, nos casamos”, Milagros sonrió al recordarlo. “Aquella noche cambió mi vida.”
“Lo sé, abuela, pero ni siquiera tengo pareja. Y los vestidos son carísimos. No vale la pena.”
Antes de que Milagros pudiera insistir, Lucía murmuró algo sobre estudiar para los exámenes y colgó.
Milagros se quedó en silencio con el teléfono en la mano. Conocía el corazón de su nieta. Lucía no se saltaba el baile por desinterés—lo hacía para no ser una carga. Con su madre, Rosa, trabajando por un sueldo mínimo y Milagros viviendo con lo justo, no había lugar para lujos. Y menos para un vestido de fiesta.
Esa noche, Milagros abrió una cajita de madera que guardaba en el armario. Dentro había unos billetes de cien euros—ahorros que había reservado para su funeral. Siempre pensó que, cuando llegara su hora, no quería que Rosa y Lucía tuvieran que preocuparse por nada. Pero al ver aquel dinero, comprendió algo.
Quizás sería mejor gastarlo mientras aún vivía—en algo que importara ahora.
A la mañana siguiente, Milagros tomó el autobús al centro comercial más elegante de la ciudad. Llevaba su mejor blusa, una de color lila con botones de nácar, y su bolso favorito—gastado pero distinguido. Caminó despacio pero con determinación. Su bastón golpeaba suavemente el suelo al entrar en aquel edificio lleno de luces y escaparates que brillaban como joyas.
Después de mirar un poco, lo encontró: una boutique llena de vestidos que brillaban bajo la luz. Era el tipo de lugar donde los sueños se cosían en las telas.
Entró.
“Hola. Soy Patricia. ¿En qué puedo ayudarle… hoy?” preguntó una mujer alta, impecablemente vestida, mirando a Milagros de arriba abajo.
Milagros notó la vacilación en su voz, pero sonrió igual. “Hola, querida. Busco un vestido para mi nieta. Quiero que se sienta como una princesa.”
Patricia inclinó ligeramente la cabeza. “Nuestros vestidos cuestan varios cientos de euros. No se alquilan—solo venta.”
“Lo sé”, dijo Milagros. “¿Podría enseñarme los modelos más populares este año?”
Patricia dudó, luego se encogió de hombros. “Supongo. Pero si busca algo económico, quizás le conviene El Corte Inglés. Esta tienda suele ser para… otro tipo de clientes.”
Las palabras dolieron más de lo esperado. Aun así, Milagros no quiso problemas. Caminó lentamente entre los vestidos, rozando las telas con los dedos. Patricia la seguía de cerca.
“Solo voy a mirar un poco, si no le importa”, dijo Milagros con educación.
Patricia cruzó los brazos. “Solo para que lo sepa, hay cámaras por todas partes. Así que si piensa meter algo en ese bolso viejo…”
Milagros se volvió hacia ella, con el corazón acelerado. “¿Perdón?”
Patricia sonrió con suficiencia. “Solo digo. Ha pasado antes.”
“No tengo intención de hacer nada deshonesto. Pero veo que no soy bienvenida”, respondió Milagros con voz temblorosa.
Con lágrimas en los ojos, salió de la tienda. Su visión estaba borrosa, el pecho apretado. Afuera, tropezó levemente, dejando caer su bolso y esparciendo su contenido por el suelo. Se arrodilló para recogerlo, sintiéndose humillada.
Entonces, una voz surgió entre el bullicio.
“Señora, ¿está bien?” Una voz masculina y amable. Miró hacia arriba y vio a un joven uniformado agachado a su lado.
No parecía mayor de veinte años, con las mejillas aún redondas, pero sus ojos transmitían serenidad.
“Deje que la ayude”, dijo, recogiendo sus cosas y devolviéndole el bolso.
“Gracias, agente”, respondió Milagros, secándose las lágrimas.
“Soy solo un cadete—un aprendiz. Pero pronto seré oficial. Me llamo Javier Martín”, dijo con una sonrisa cálida. “¿Quiere contarme qué pasó?”
Y, por alguna razón, Milagros lo hizo. Le contó todo—la llamada con Lucía, los ahorros de su pensión, y el trato cruel de Patricia.
La sonrisa de Javier desapareció. “Eso es… inaceptable”, dijo con firmeza. “Venga. Volvemos.”
“Oh, no, no quiero problemas.”
“No es problema”, replicó Javier, ayudándola a levantarse. “Usted vino a comprar un vestido. Punto. Vamos a buscarlo.”
Y así, Milagros se encontró de nuevo en la boutique, esta vez con la cabeza más alta. Patricia levantó la vista y se quedó petrificada.
“Creí que le dije que—¡Oh! Agente, buenos días”, dijo, endulzando repentinamente su voz.
Javier no sonrió. “Estamos aquí para comprar un vestido. Y no nos iremos sin él.”
Acompañó a Milagros mientras escogía, presentando una queja formal al encargado. La sonrisa de Patricia se desvaneció cuando el encargado salió del almacén, frunciendo el ceño.
Mientras tanto, Milagros encontró un vestido lila, fluido, con delicadas lentejuelas en los hombros. No era el más llamativo ni caro, pero era perfecto.
“Este”, dijo.
En la caja, el encargado se disculpó repetidas veces y ofreció un descuento generoso. Javier, a pesar de las protestas de Milagros, insistió en pagar la mitad.
“No tenía que hacer eso”, dijo ella, con la voz cargada de emoción.
“Lo sé. Pero quise hacerlo”, respondió Javier, sonriendo.
Al salir, escucharon al encargado reprendiendo a Patricia en voz baja pero firme.
Afuera, la luz del sol bañaba la acera. Milagros miró a Javier y le tendió la mano. “Eres un buen hombre, Javier Martín. El mundo necesita más gente como tú.”
Javier enrojeció. “Solo cumplo con mi deber, señora.”
Ella dudó, luego añadió: “¿Tienes planes este fin de semana?”
Él arqueó una ceja, divertido. “No, señora. ¿Por qué?”
“Pues… habrá una pequeña celebración después de la graduación de Lucía. Deberías venir. Habrá pastel—y una joven con un vestido precioso.”
Javier sonrió. “Será un honor.”
Ese fin de semana, Lucía apareció con el vestido lila, los ojos brillando. “Abuela… es perfecto”, susurró.
Y mientras la música sonaba, Javier se acercó tímidamente, tendiendo la mano a Lucía para bailar, y Milagros, desde su mesa, supo que aquella noche sería recordada por siempre como el principio de algo hermoso.