**Diario de un hombre con un corazón lleno de historias. Hoy, una que me tocó el alma.**
Isabel jamás fue de pedir ayuda, ni siquiera cuando la vida se ponía cuesta arriba. Siempre fue una mujer independiente, incluso después de jubilarse como bibliotecaria en un colegio. Vivía con sencillez en un piso modesto en Valencia, sosteniéndose con su pequeña pensión y el cariño de su familia, especialmente de su nieta, Lucía.
Lucía era su luz. Con dieciocho años, la chica tenía una sonrisa luminosa, ojos dulces y un corazón lleno de sueños. Estaba a punto de graduarse en el Instituto Lope de Vega, y el baile de fin de curso estaba a la vuelta de la esquina. Isabel sabía lo importante que era esa noche: el cierre de una etapa y el comienzo de algo nuevo.
Por eso se le partió el alma cuando Lucía le dijo que no iría.
—Abuela, ¡no me importa el baile! En serio. Prefiero quedarme en casa con mamá y ver películas —dijo Lucía una tarde por teléfono.
—Pero, cariño, es una noche única. ¿No quieres crear recuerdos? Yo recuerdo cuando tu abuelo me invitó al baile. Llevaba un esmoquin prestado y bailamos toda la noche. Meses después, nos casamos —contestó Isabel, sonriendo al evocar ese momento—. Esa noche cambió mi vida.
—Lo sé, abuela, pero ni siquiera tengo pareja. Y los vestidos cuestan un dineral. No vale la pena.
Antes de que Isabel pudiera insistir, Lucía murmuró algo sobre estudiar para los exámenes y colgó.
Isabel se quedó un largo rato en silencio, el teléfono aún en la mano. Conocía bien a Lucía. La chica no se saltaba el baile por desinterés, sino porque no quería ser una carga. Su madre, Carmen, ganaba el salario mínimo, e Isabel vivía con lo justo. No había margen para lujos, y menos para un vestido de fiesta.
Esa noche, Isabel abrió una cajita de madera que guardaba en el armario. Dentro había unos billetes de cincuenta euros: sus ahorros para el funeral. Siempre había pensado que, cuando llegara su hora, no quería que Carmen y Lucía tuvieran que preocuparse. Pero ahora, mirando ese dinero, entendió algo.
Quizá esos ahorros servirían mejor en vida, para algo que importara hoy.
Al día siguiente, Isabel tomó el autobús al centro comercial más exclusivo de la ciudad. Llevaba su mejor blusa, color lila con botones de nácar, y su bolso favorito, gastado pero elegante. Caminaba con lentitud pero determinación. Su bastón golpeaba suavemente el suelo al entrar en el edificio, donde los escaparates brillaban como joyas.
Tras mirar un rato, encontró lo que buscaba: una boutique llena de vestidos que parecían hechos de sueños.
Entró.
—Buenos días. Soy Valeria. ¿En qué puedo ayudarla… hoy? —preguntó una mujer alta, impecablemente vestida, mientras la miraba de arriba abajo.
Isabel notó el tono dubitativo, pero sonrió igualmente.
—Hola, querida. Busco un vestido para mi nieta. Quiero que se sienta princesa.
Valeria arqueó una ceja.
—Nuestros vestidos empiezan en varios cientos de euros. No son para alquilar, solo venta.
—Lo sé —dijo Isabel—. ¿Podría enseñarme los modelos de este año?
Valeria dudó.
—Bueno… Pero, sinceramente, si busca algo económico, quizá debería probar en El Corte Inglés. Esta tienda suele ser para otro tipo de clientes.
Las palabras dolieron más de lo esperado. Aún así, Isabel no quiso problemas. Recorrió los pasillos, acariciando las telas, hasta que Valeria la interrumpió.
—Tenemos cámaras en todas partes. Por si acaso pensaba meter algo en ese bolso…
Isabel se volvió, el corazón acelerado.
—¿Perdón?
Valeria sonrió con sorna.
—Solo lo advierto. Ha pasado antes.
—No tengo intención de robar. Pero veo que no soy bienvenida —respondió Isabel con voz temblorosa.
Con lágrimas en los ojos, salió de la tienda. Tropezó levemente en la acera, y su bolso se abrió, esparciendo sus cosas por el suelo. Se agachó para recogerlas, sintiéndose humillada.
Entonces, una voz la sacó de su tristeza.
—Señora, ¿está bien?
Era un joven agente, de mejillas redondas y mirada amable.
—Solo soy cadete, pero déjeme ayudarla —dijo, recogiendo sus pertenencias.
—Gracias, agente.
—Me llamo Javier Mendoza. ¿Quiere contarme qué pasó?
E Isabel lo hizo. Le habló de Lucía, de sus ahorros y de cómo Valeria la había tratado.
Javier frunció el ceño.
—Eso es inaceptable. Vamos a solucionarlo.
—No quiero problemas…
—No los habrá —dijo Javier, ayudándola a levantarse—. Vino a comprar un vestido. Eso haremos.
Minutos después, Isabel volvió a la boutique, esta vez con Javier a su lado. Valeria palideció al verlos.
—Pensé que ya… ¡Ah! Agente, ¿en qué puedo ayudarle?
Javier no sonrió.
—Venimos a comprar un vestido. Y no nos vamos sin él.
Dejó que Isabel eligiera en paz mientras hablaba con el encargado. Valeria perdió su sonrisa cuando este apareció, visiblemente molesto.
Entre los vestidos, Isabel encontró uno lila, con lentejuelas en los hombros. No era el más caro, pero era perfecto.
—Este —dijo.
En caja, el encargado se disculpó y le ofreció un descuento. Javier, pese a las protestas de Isabel, pagó la mitad.
—No tenía que hacer eso —musitó ella, emocionada.
—Lo sé. Pero quise —respondió él, sonriendo.
Al salir, escucharon al encargado reprendiendo a Valeria. Fuera, el sol brillaba. Isabel tomó la mano de Javier.
—Eres un buen hombre, Javier Mendoza. El mundo necesita más gente como tú.
Él sonrojó.
—Solo hice lo correcto, señora.
Ella dudó, luego preguntó:
—¿Tienes planes este fin de semana?
Javier rió.
—No, ¿por qué?
—Habrá una pequeña fiesta tras la graduación de Lucía. Deberías venir. Habrá pastel… y una joven con un vestido precioso.
Javier asintió.
—Será un honor.
Ese sábado, Lucía apareció con el vestido lila, los ojos brillando.
—Abuela… es precioso —susurró.
Isabel sonrió.
—Tú lo eres, cariño. Ahora ve a bailar y a crear recuerdos.
Y así fue. Lucía giró bajo las luces, rodeada de amigos, mientras Javier observaba, recordando cómo un pequeño acto de bondad podía cambiarlo todo.
**Lección de hoy: Nunca subestimes el poder de la amabilidad. A veces, un gesto pequeño puede teñir el mundo de colores nuevos.**