**La Vena Azul**
Cómo la amaba Adrián. Se volvía loco por ella, pasaba las noches bajo su ventana, feliz si lograba ver su silueta tras las cortinas. Le parecía inalcanzable, como un sueño. Le enternecía su fragilidad, esa piel pálida y fina por la que se transparentaban venas azuladas. Y en esos momentos, el amor le robaba el aliento.
En el baile de Navidad del instituto, Adrián la invitó a bailar. Leticia era más baja que él, y resultaba incómodo, pero aun así, sus manos temblaban al rodear su cintura, el sudor le cubría la frente y el calor le quemaba las palmas. No podía controlar los nervios y ardía de vergüenza, sabiendo que ella lo notaba. Cuando la música cesó, Adrián se separó de Leticia y por fin pudo respirar.
Le sorprendía que ningún otro chico estuviera enamorado de ella.
A su amigo Javi, por ejemplo, le gustaba la robusta Lucía, de piernas fuertes y largas. Cuando Lucía corría en el patio durante educación física, sobresaliendo sobre las demás, su coleta oscilaba como un péndulo.
Pero para Adrián, el ideal de belleza era la delicada Leticia. Era su obsesión, su fantasía recurrente, casi una enfermedad. Su madre no compartía esa fascinación. «Bonita, pero tan frágil…», le comentó a su padre con preocupación. «Hay que hacer algo. Hay que alejarlo de esa chiquilla. No es para él. No parece de este mundo. ¿Qué clase de esposa y esposa va a ser? Hasta su nombre suena raro. Convéncelo de que estudie en otra ciudad, en Barcelona. Lejos de ella».
Su padre estuvo de acuerdo, y habló con él en privado. Le dijo que en Barcelona tendría más oportunidades, que estudiar en una universidad prestigiosa le abriría puertas. Que incluso pagarían sus estudios si no entraba en una pública. Y Adrián aceptó.
En la residencia universitaria, colgó una foto ampliada de Leticia, recortada de una imagen de clase. Pero ella se quedó en su ciudad, y Adrián era joven. Ganó experiencia, salió con otras chicas, aunque la imagen de su antigua compañera seguía viva en sus sueños.
Hasta que conoció a Raquel. Con ella no temblaba al tocarla, su cabeza permanecía clara. Se entendían sin palabras. Era fácil, seguro. Y así, el recuerdo de Leticia se desvaneció en un rincón de su memoria.
Al graduarse, Adrián se casó con Raquel y se quedó en Barcelona. Su madre estaba encantada: mucho mejor que esa Leticia, tan extraña.
Al año, nació su hija Marta. Adrián la adoraba. Un simple estornudo suyo lo llevaba a movilizar media sanidad barcelonesa. Y Leticia quedó atrás, como un sueño lejano de adolescencia.
Hasta que un día, su madre llamó: «Tu padre está en el hospital. Lo operarán. Por si acaso, ven».
Marta tenía fiebre, así que Raquel se quedó con ella. Adrián cogió unos días libres y volvió solo.
Barcelona lo despedía con lluvia, pero su ciudad lo recibió con sol y aire fresco, las calles alfombradas de hojas doradas. Su padre, valiente, no dejaba traslucir preocupación.
La operación fue un éxito. Su madre pasaba los días en el hospital, y Adrián se quedó sin nada que hacer. El peligro había pasado; podía volver con su familia.
De camino a casa, sin prisa, disfrutando del aire otoñal, vio a una mujer detenerse junto a un carrito de bebé. Reconoció el gesto antes que el rostro.
—Hola —dijo al acercarse.
Leticia se enderezó y lo miró, sorprendida. Adrián observó ese mismo rostro delgado, esa piel translúcida, esos ojos melancólicos.
—¿Has venido a ver a tus padres? ¿De vacaciones?
—Mi padre está en el hospital. Le operaron.
—¿Algo grave? —Una sombra de inquietud cruzó sus ojos.
—Ya está bien. ¿Y tú? ¿Es tuya? —asintió hacia el carrito.
—Sí —respondió, y Adrián supo al instante que no estaba casada.
Le dio tanta pena que le entraron ganas de coger su rostro entre las manos y besarla allí mismo. La acompañó a casa, hablaron de viejos compañeros. Él le contó de su vida sin que ella preguntara. La ayudó a subir el carrito. Leticia seguía viviendo en el mismo piso; sus padres se habían mudado al pueblo.
—Pasa algún día —dijo al despedirse.
Adrián pensó que podría subir ahora mismo, pero calló. Como siempre, ella le parecía inalcanzable.
Al día siguiente, compró rosas y fue a su casa. Leticia no se sorprendió, solo le pidió silencio: su hija dormía.
—¿Quieres algo de comer? ¿O un café? —preguntó en la cocina, colocando las flores en un jarrón.
—No, gracias. Mi madre ya me ha llenado.
La cercanía de Leticia en aquel espacio pequeño lo alteraba. Volvía a sentir esa ternura antigua. De pronto, vio la vena azulada en su sien.
No pudo resistirse. Inclinó la cabeza y la besó. Leticia se quedó inmóvil, pero luego se volvió, rodeó su cuello con sus brazos frágiles y se aferró a él como una caña al tronco de un árbol. La levantó con facilidad y la sentó sobre la mesa…
El llanto de la niña lo rompió todo. Leticia lo apartó, saltó al suelo y corrió. Adrián se sacudió la obsesión, respiró hondo y salió.
Leticia estaba en el salón, con su hija en brazos.
—Me voy —dijo él, con voz ronca.
Ella asintió y lo acompañó a la puerta. Ya la tenía abierta cuando escuchó su voz:
—Se acuesta temprano y duerme bien. Vuelve después de las diez.
Adrián se volvió, sin creerlo. Leticia lo miraba con desesperación y esperanza.
Caminó sin rumbo, intentando ordenar sus sentimientos. Hace años, esa invitación lo habría hecho saltar de alegría. Ahora sabía que su vida no sería igual si accedía. Se maldijo por su falta de control. Si no hubiera sido por la niña, habría cedido allí mismo. ¿Y por qué? Recordó a Raquel. Con ella todo era fácil.
En casa, se duchó y bebió un café. La obsesión se disipó. Decidió no volver. ¿Qué le diría a su madre? Pero entonces imaginó la vena en la sien de Leticia, su mirada suplicante, y dudó.
Su madre llegó cansada, contó que su padre estaba mejor.
—Así que puedes volver con tu familia. Tienes trabajo, responsabilidades. Perdona por el susto.
Eso lo decidió todo. Adrián se marchó esa misma noche. Antes, visitó a su padre, que se veía recuperado.
—¿Tan pronto te vas?
—Sí. El trabajo espera. Y Marta sigue enferma.
—¿Y nos dejaste solos aquí? Bah, tu madre exagera siempre.
—Pero os he visto. Volveremos cuando te den el alta.
En el tren, Adrián imaginó a Leticia junto a la ventana, esperándolo en la oscuridad.
*«Esto no es infidelidad —se convenció—. El que estuvo en esa cocina no era yo, sino aquel chico enamorado que se derretía por la vena azul de su sien. Yo amo a Raquel y a Marta».*
El traqueteo del tren lo durmió.
A la mañana, llegó a casa. Raquel preparaba el desayuno. Marta se abrazó a él gritando «¡Papá!». La abY, mientras abrazaba a su hija, supo que había elegido el amor que perdura, no el que solo brilla un instante.