La vena azul

La Vena Azul

Cómo la amaba Daniel. Se volvía loco por ella, pasaba las noches bajo su ventana, feliz si lograba ver su silueta entre las cortinas. Le parecía inalcanzable, como un sueño lejano. Le encantaba su fragilidad, esa piel pálida y fina donde se transparentaban las venas azuladas. Y el corazón se le encogía de ternura.

En el baile de Navidad del instituto, Daniel la invitó a bailar. Eva era más baja que él, y moverse al ritmo de la música resultaba incómodo. Le temblaban las manos, la frente le sudaba, y las palmas húmedas sobre su cintura ardían como brasas. No podía controlar los nervios y se moría de vergüenza, sabiendo que ella lo notaba. Cuando la música cesó, Daniel se apartó, aliviado por fin de poder respirar.

Le sorprendía que los demás chicos no se enamoraran de ella.

A Jorge, por ejemplo, le gustaba la robusta Lucía, con sus piernas largas y fuertes. Cuando Lucía corría por la pista en educación física, sobresaliendo entre las demás, su coleta oscilaba como un péndulo.

Pero para Daniel, la belleza femenina era Eva, delicada y etérea. Era su obsesión, su sueño recurrente, casi una enfermedad. Su madre no compartía esa fascinación. “Bonita, pero demasiado frágil”, comentó una noche a su padre. “Hay que hacer algo. Distráelo de esa chica. No es para él. No se sabe qué piensa, parece de otro mundo. ¿Qué clase de esposa y madre podría ser? Incluso su nombre suena extraño. Convéncelo de que estudie en otra ciudad, en Madrid, por ejemplo. Lo importante es alejarlo de ella.”

El padre asintió y habló con Daniel, hombre a hombre. Le habló de oportunidades, de futuro, de cómo podrían pagarle la universidad si no entraba en una pública. Y Daniel aceptó.

En la residencia universitaria, colgó una foto de Eva, ampliada de una imagen del curso. Pero Eva se quedó en su pueblo, y Daniel era joven. Ganó experiencia, salió con otras chicas, aunque el recuerdo de su frágil compañera persistía en sueños y memorias.

Hasta que conoció a Marta. Con ella no temblaba, la mente le quedaba clara. Se entendían sin palabras. Era fácil, cómodo. Y la imagen de Eva se difuminó en el olvido.

Al graduarse, Daniel se casó con Marta y se quedó en Madrid. Su madre celebró la decisión. “Mucho mejor que esa Eva rara,” murmuró.

Un año después nació su hija, Alba. Daniel la adoraba. Si estornudaba, movilizaba a medio Madrid para asegurarse de que no fuera grave. Eva quedó como un recuerdo lejano, un suspiro de adolescencia.

“Hemos ingresado a tu padre. Lo operarán. Ven, por si acaso,” le dijo su madre una tarde.

Alba estaba resfriada, así que Marta se quedó con ella. Daniel pidió unos días libres y viajó solo.

Madrid lo despidió con lluvia fría, pero su pueblo lo recibió con sol y hojas doradas. Su padre, sereno, bromeaba incluso antes de la cirugía.

Todo salió bien. Su madre no se movía del hospital, así que Daniel tuvo tiempo libre. El peligro había pasado, y podía volver con su familia.

Iba caminando hacia casa, disfrutando del aire fresco, cuando vio a una mujer joven detenerse frente a un cochecito. El corazón le dio un vuelco antes de que la reconociera.

“Hola,” dijo al acercarse.

Eva se enderezó, sonrió. Daniel observó su rostro delgado, esa piel translúcida, las venas azuladas bajo la superficie. La misma mirada melancólica de siempre.

“¿Visitando a tus padres?” preguntó ella.

“Mi padre estuvo en el hospital. Ya está bien. ¿Y tú? ¿Es tuyo?” señaló al bebé.

“Sí.” En su tono, él supo al instante que no tenía marido.

Le dio tanta pena que quiso abrazarla allí mismo. La acompañó a casa, hablaron de viejos compañeros. Él habló de su vida sin que ella preguntara. Ayudó a subir el cochecito. Eva aún vivía en el mismo piso. Sus padres se habían mudado al campo.

“Pasa cuando quieras,” dijo al despedirse.

Daniel pensó en acompañarla ahora mismo, pero calló. Como siempre, ella seguía siendo inalcanzable.

Al día siguiente, compró un ramo de rosas y fue a visitarla. Eva no pareció sorprendida. “¿Quieres comer algo? ¿O un café?” ofreció, colocando las flores en un jarrón.

“No, gracias. Mi madre ya me llenó.”

En la pequeña cocina, la cercanía de Eva lo alteraba. Volvió a sentir ese temblor antiguo. Eva dejó el jarrón en la mesa, su rostro cerca del suyo. Y entonces la vio: aquella vena azul palpitando en su sien.

No pudo resistirse. Inclinó la cabeza y posó los labios sobre ella. Eva se quedó inmóvil un instante, luego le rodeó el cuello con sus brazos delgados, aferrándose como una enredadera. Él la levantó con facilidad, sentándola sobre la mesa…

Un llanto infantil resonó desde la habitación. Eva lo apartó de un salto y corrió hacia su hija. Daniel sacudió la cabeza, como despertando de un sueño. Respiró hondo y salió de la cocina. Eva sostenía a la niña, cuyas mejillas aún brillaban por las lágrimas.

“Me voy,” dijo él, con voz ronca.

Eva asintió y lo acompañó a la puerta. Cuando ya la abría, escuchó su voz:

“Se acuesta temprano y duerme bien. Ven después de las diez.”

Daniel se volvió, dudando de haber escuchado bien. Eva lo miraba con desesperación y esperanza.

Caminó sin rumbo, confundido. Hace años, esa invitación lo habría hecho saltar de alegría. Ahora sabía que su vida cambiaría irrevocablemente si iba. ¿Y para qué? Se arrepentía de su falta de control. Si no fuera por la niña, Eva habría cedido en la cocina. ¿Tan inalcanzable era? ¿O solo para él? Recordó a Marta. Con ella todo era sencillo.

En casa, se duchó y bebió un café. La mente se aclaró. Decidió no ir. ¿Qué le diría a su madre? Pero cada vez que recordaba la vena de Eva, la duda regresaba.

Su madre llegó exhausta. “Tu padre está mejor. Puedes volver con tu familia.”

Así se resolvieron sus dudas. Daniel partió esa misma noche.

En el tren, imaginó a Eva esperándolo junto a la ventana. “No es infidelidad,” se repitió. “Ese no era yo en la cocina, era el chico que se mareaba por una vena azul. Yo amo a Marta y a Alba.”

A la mañana siguiente, Marta lo recibió con sorpresa. Alba se abalanzó sobre él gritando “¡Papá!” y él la abrazó, oliendo ese olor a niño que tanto amaba.

“Mi hogar. Mi familia. Aquí todo es sencillo,” pensó.

En Navidad, volvieron al pueblo. Paseando, se encontraron con Eva. Su hija dormía en el cochecito, las mejillas rosadas por el frío. Daniel se quedó un momento atrás, felicitó a Eva y corrió para alcanzar a Marta y Alba.

Ahora no entendía por qué había sufrido tanto por ella. Sentía remordimiento por su debilidad, pero alegría por no haber traicionado a su familia.

Eva quedaría como un recuerdo dulce y doloroso. Un primer amor que nunca se repetiría.

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La vena azul