¡Ni se te ocurra tocarme los azucarillos, que te conozco, Lucía! gritó la ex amiga con voz de pito. ¡Mira mejor por tus propios ojos! ¿Te crees que no me doy cuenta de dónde pones la mirada, chata?
¿Pero entonces, Lucía, qué pasa, que tienes celos o qué? replicó con sorna Tamara Ruiz. ¡Ya veo yo a quién se te van los morros! Ya sé qué te traigo para Reyes: ¡una recogemorros automática!
¡Guárdatela para ti, mujer! no se calló Lucía Jiménez. O es que igual ni eso te los apaña, ¿eh? ¡Tú sí que te crees lista, pero no te creas que no lo veo!
Doña Tamara bajó las piernas de la vieja cama y se fue a su pequeño rincón de santos a rezar la oración mañanera.
A ver, que tampoco es que fuera una beata: claro que tenía que haber algo ahí arriba, alguna fuerza moviendo los hilos. Pero, ¿quién era? Pues mira, el nombre seguía pendiente.
A esa Fuerza Suprema se la podía llamar universo, el principio de todo o, por supuesto, el Señor. Vamos, el tradicional abuelito de barba blanca en su nube, manteniendo a todos en la cabeza.
Y es que el calendario de la buena de Tomasa ya se acercaba peligrosamente a los setenta.
A esas edades no conviene enfadar a lo Alto: porque si no existe, los creyentes no pierden nada; pero si existe, los incrédulos lo pierden todo.
Después de su charla personal con lo divino que el ritual hay que cumplirlo, oiga, ya sentía el alma más ligera. ¡Listo! Otro día fresco para empezar.
En la vida de Tamara Ruiz había dos pesares. Y no, no eran la crisis ni los atascos de la M-30, ¡eso ya está más visto que el Quijote! Eran su vecina Lucía… y los nietos de propia Tamara.
Con los nietos, todo controlado: nueva generación, todo el día con el móvil, sin ganas de hacer nada. Aunque para pelear con ellos ya estaba su hija: ¡problema suyo!
Pero Lucía… ay, Lucía ya se lo tomaba como carrera olímpica lo de fastidiar a la vecina.
Y mira que en las pelis, las disputas entre actrices como Carmen Maura y Victoria Abril tienen hasta gracia.
Pero en la vida real, te dan ganas de tomarte un orfidal. Más aún cuando te buscan las cosquillas porque sí.
Eso sí, a la señora Tomasa la animaba un amigo llamado Pedro “Mopedillo”. Bueno, en realidad era Pedro Gómez Cárdenas, pero lo del mote era fácil de explicar: en sus años mozos, a Pedro le chiflaba ir en su viejo Vespino. De ahí lo de Mopedillo.
El pobre ciclomotor llevaba años criando polvo en la cochera de Pedro, pero el apodo se había quedado pegado como la gotelé a la pared.
De jóvenes, los matrimonios de Pedro y Tamara eran inseparables. Pero ahora, tanto Nino como Manolo sus difuntos consortes reposaban en paz en el cementerio municipal, bendito sea.
Así que Tamara y Mopedillo seguían con la amistad en piloto automático: la de toda la vida, sin obligaciones, solo buen rollo.
De hecho, en el instituto eran inseparables: ella, Pedro y Lucía. Sin historias raras ni tonterías: pura amistad. ¡Hasta iban los tres de paseo a todas partes! Pedro en el centro, las chicas del brazo, igual que una taza de doble asa: ¡con agarre anticaídas!
Con los años, la buena relación se fue estropeando, pero del lado de Lucía. Primero le dio por la tirria. Después, la cosa se convirtió directamente en odio.
Como en esos dibujos de “me han cambiado a la vecina”, pues eso, a Lucía la cambiaron. Y todo desde que enviudó: antes, la cosa no era para tanto.
Claro que la gente con el tiempo cambia: el tacaño se vuelve roñoso, el hablador, cotorra, y el envidioso… bueno, la envidia le carcome las entrañas.
Y envidia, lo que se dice envidia, tenía para dar y regalar. Primero, porque la Tomasa, aunque mayor, seguía luciendo figura, y Lucía se había echado cuerpo de tonel… ¡ni cinturilla ni ná! Así que no había color.
Además, últimamente Pedro “Mopedillo” se reía y cuchicheaba mucho más con Tamara que con Lucía: se reían, y hasta casi se rozaban las canas.
A ella, Lucía, ni caso: solo frases cortas y secas.
Y para colmo, Pedro visitaba más a Tamara que a Lucía, ¡a la otra había que invitarla!
Claro, igual la Lucía no era tan perspicaz ni tan graciosa como la dichosa Tamara. Y además, Pedro siempre había sido de mucho cachondeo.
En España hay gente que, básicamente, está todo el día “rajando” por rajar. Y eso le dio por hacer a Lucía, que pronto empezó a buscarle tres pies al gato.
Para empezar, que si el baño de Tamara olía fatal y estaba en mal sitio.
¡De tu water sale peste! saltó Lucía.
¡Hombre, que lleva ahí desde el año de la Mari Castaña! ¿Acaso te ha dado ahora por oler? replicó Tamara, y de paso acusó: ¡Ah! Y tus cristales esos gratis por el seguro, ¿eh? ¡Lo bueno nunca lo regalan!
Ahórrate los comentarios sobre mis ojos, Tamara gruñó Lucía. Mira más por los tuyos, ¡que bien te gusta vigilarme!
¿Que tienes celos, o qué? ¡Ya sé para Reyes: una recogemorros! carcajeó Tamara.
¡Guárdatela! ¡Igual es que ya ni te los recoge! no se dejó Lucía.
¡Venga ya, mujer! Que esto era todos los días y Pedro, cuando Tamara se lo contaba, le aconsejó: “Enterra el váter y haz uno nuevo en casa”.
Y así lo hicieron: entre el hijo y la hija de Tamara, reunieron unos eurillos y le montaron un baño a su madre dentro de casa. Ah, y Pedro Gómez se encargó de tapar la antigua fosa séptica. Ahora, Lucía, ¡a fastidiar a otra!
Sí, hombre, ¡ahora el problema fueron los nietos de Tamara! Resulta que, según Lucía, le habían “pillado” las peras de una rama que colgaba del manzano a su lado.
¡Disculpa! Simplemente pensaron que eran nuestras intentó defenderse Tamara, aunque la verdad, ni fruta ni nada, estaban todas en el árbol. ¡Tus gallinas sí que me destrozan la huerta y ni protesto!
¡Las gallinas son tontas de remate, una cosa es un broiler y otra una de corral! se puso a chillar Lucía. ¡Y los nietos, hay que criarlos, Tamara! No estar charlando todo el día con los amiguitos…
Y al final, siempre le sacaba a colación a Pedro.
Total, que los nietos recibieron la bronca. Y pasó la temporada de peras, ¡descansa, Lucía!
Pues nada, ¡que ahora alguien había dañado las ramas de la pera!
¡¿Dónde?! Enséñame pedía Tamara. Pero no veía ni un rasguño.
¡Aquí mismito! señalaba Lucía, pero ni en eso igualaba a Tamara: la vecina tenía las manos finas, de manicura. Y ya se sabe, ¡en los pueblos también hay glamour!
Así que “Mopedillo” propuso: Tala las ramas, total, están en tu terreno.
¡Pero si va a montar un pollo! dudó Tamara.
A que no. Ya verás, yo te cubro. le prometió Pedro.
Y dicho y hecho: Lucía vio perfectamente cómo Pedro ayudaba a cortar las ramas… y ni pío.
Pero la cosa no paró ahí. Ahora resulta que Tamara tenía que aguantar que las gallinas de Lucía le arrasaban la huerta. Y mira que ese año la señora Jiménez tenía una raza nueva: ¡aquello parecía el Gallinero de la Villa!
La gallina, ya se sabe, escarba y escarba. ¡Qué remedio!
Las peticiones para que las controlara acabaron en una risa floja y despectiva de Lucía: “Pues ajo y agua, guapa”.
La opción de asar alguna gallina en modo ejemplarizante pasó por la cabeza de Tamara, pero ella era demasiado buena para eso.
Entonces Pedro, que era apañado, encontró un truco en internet: puso huevos en la huerta por la noche. Y por la mañana los recogía en plan teatrillo, ¡como si sus propias gallinas hubieran puesto una ponedora en pleno bancal!
¡Funcionó, oye! Lucía se quedó ojiplática viendo a Tamara salir con una fuente llena de huevos frescos.
¿Hará falta decir que las gallinas nunca más volvieron?
¿Y si ahora hacemos las paces, Lucía? ¡Que no hay para tanto!
Ni hablar. Ahora el estorbo era el humo y el olor del asador que Tamara usaba en su cocina de verano hasta bien entrado noviembre.
“Hombre, ¡ayer no te molestaba y hoy sí! Y lo mismo hasta soy vegetariana y tú ahí, dale a la costilla. Además, ¡que ya hay leyes para estas cosas!”
¿Pero qué ley ni qué ley, Lucía? ¡Si no tienes ni idea! suspiraba Tamara.
Doña Tamara era paciente y educada, pero ya se le empezaba a pegar lo de la vecina: ¡que ni una tila le quitaba el sofoco!
¿La podremos soltar en alguna feria de ciencia? le preguntó Tamara a Pedro, bebiendo juntos un té.
Se te indigesta antes ella que tú a ella Soltó Pedro. Pero, oye, se me ha ocurrido algo mejor…
Un par de días después, una mañana radiante, Tamara escuchó una serenata:
“¡Toma, Toma, sal de casa!”
Frente a la puerta, Pedro con una sonrisa de oreja a oreja: había arreglado el viejo Vespino. ¡Pedro en su Mopedillo!
¿Sabes por qué tenía tan mala cara antes? ¡Porque no podía sacar a pasear el moped! rió Pedro. ¿Te vienes a dar una vuelta, guapa? ¡Vamos a lucir canas al viento!
Y Tamara se lanzó. Total, ¡si el Gobierno había jubilado hasta la vejez! Ahora todas eran jubiladas superactivas con más de 65.
Y así, se fue en sentido literal y figurado a una vida nueva.
A los pocos meses, Tamara se convirtió en toda una señora Gómez. ¡Pedro le pidió matrimonio!
Encajaron todas las piezas y la buena de Tomasa dejó su casa para vivir con su ya esposo.
Lucía, mientras tanto, se quedó sola, oronda y aún más amargada. Dime tú si no dan ganas de tener aún más envidia de la vecina.
Y, claro, ya ni con quién pelear, así que todo su mal humor quedó en casa… y eso se acaba notando.
Así que, Tamara, no salgas mucho y estate lista para lo que venga. ¡Que aquí la vida es una copla! ¿Qué esperabas en un pueblo manchego, hija?
¡Para esto no hacía falta tanto lío de váter!







