Oye, te va a encantar esta historia… Resulta que David iba caminando hacia la verja de su casa de campo en las afueras de Sevilla, llevando del brazo a una mujer desconocida.
“¡David, hola!” lo llamó la vecina Doña Carmen, asomándose por la valla. “¿Y quién es esta contigo?”
“¡Hola, Carmen!” sonrió él. “He decidido casarme. Te presento a mi futura esposa, Rosalía.”
Rosalía trabajaba sin descanso en el huerto, y David no se quedaba atrás. Un día, mientras él iba a la ciudad, Doña Carmen la llamó:
“Vecinita, ¿te apetece un cafecito en mi casa?” preguntó con una sonrisa pícara.
“Claro,” asintió Rosalía.
Pasó casi dos horas charlando con la vecina y regresó justo antes de que David volviera.
“¿Por qué estás tan pensativa?” notó él.
Rosalía solo sonrió. Ya sabía toda la verdad.
“David, ¿quién es esta?” insistió Doña Carmen, curiosa.
Él, tomando del brazo a su acompañante, respondió:
“Carmen, ¿siempre vigilando? Me caso. Esta es Rosalía, la futura dueña de la casa. Quiero ver si se hace cargo.”
“¿Rosalía?” asintió la vecina. “Buena elección. David es buen partido, muy trabajador, manos de oro. ¿Os quedáis todo el año o solo temporada?”
“No nos distraigas,” dijo David, abriendo la verja.
“¡Rosalía, ven cuando quieras a tomar algo!” gritó Doña Carmen, riéndose.
“Qué mujer más rara,” murmuró Rosalía al entrar. “¿Qué quiso decir con ‘temporada’?”
“No le hagas caso,” respondió David. “Aquí la gente contrata trabajadores temporales. Es simple, no le des más vueltas. Y no hables mucho con los vecinos, Carmen es la mejor para los chismes.”
La casa relucía, solo un poco de polvo del invierno. Rosalía admiraba cada rincón:
“¿De verdad hiciste todo esto tú solo?” señaló las cortinas impecables, el mantel bordado y las servilletas.
En la cocina, colgaban toallas de lino con bordados delicados.
“Claro que no,” se rió David. “Antes de ti, otras intentaron conquistarme. Soy un buen partido, soltero y con propiedades. Pero esperé a la indicada. ¡Y aquí estás!”
Rosalía se sonrojó. David era atractivo: fuerte, pelo entrecano, mirada traviesa. Y, encima, con piso y casa de campo.
Se conocieron en el mercado de Sevilla. David compraba plantas de frambuesa, y Rosalía buscaba semillas de perejil.
“Toma tres bolsas, te hago descuento,” insistía el vendedor.
“¿Para qué tanto? Solo necesito una,” reía ella.
“Yo tengo un huerto vacío,” guiñó David. “¿Por qué no lo hacemos juntos?”
“¿Y qué dirá tu esposa?” preguntó Rosalía, mirándolo. Bien vestido, mayor que ella.
“Viudo soy,” suspiró. “Pero tú me has robado el corazón.”
Así empezó todo. A la semana, David confesó:
“Rosalía, contigo todo es fácil. No quiero separarme. Me voy a la casa de campo. ¿Vienes? Compartiremos el viaje al trabajo.”
Ella aceptó:
“¿Qué tengo que perder? Mis hijos ya son mayores, solo aparecen cuando necesitan dinero. Ni siquiera tengo gato. Quizá sea mi destino.”
Pronto pasaron al “tú”. La propuesta de matrimonio emocionó a Rosalía y divirtió a Doña Carmen.
Toda la temporada, Rosalía cuidó el huerto: tomates, pepinos, hierbas. David cavaba, cortaba leña. Parecían un matrimonio feliz.
Un día, cuando David fue a la ciudad, Doña Carmen la invitó:
“¿Vienes a tomar algo? ¿O David te lo prohibe?”
“¿Por qué me lo prohibiría?” contestó Rosalía. “Voy.”
Regresó pensativa.
“¿Qué te pasa?” preguntó David al volver.
“Pensaba en lo duro que es perder a alguien,” respondió, mirándolo fijo.
“Olvídalo,” dijo él. “Si es por mi esposa, fue hace años. Ahora tengo a ti. ¡No sé qué haría sin ti!” La abrazó.
Con las semanas, David cambió: se quejaba por tonterías y ya no hablaba de boda.
“¿Por qué dejaste abierto el té para el invernadero?” gruñó.
“David, si no lo hago, se ahoga la cosecha,” explicó ella.
“¿Me vas a enseñar a mí?” replicó. “¡Como si supieras de huertos!”
“No es justo,” se defendió. “En el pueblo de mis padres teníamos huerto. Si quieres, no toco nada.”
“Bueno, bueno,” cedió él. “Pero consúltame. Ah, ¿sabes hacer mermelada? Es hora.”
Rosalía asintió, pensando: “Aquí empieza.” Mientras cocinaba, David era encantador. Después, volvieron las quejas. Ella ya planeaba cómo llevarse parte de la cosecha.
“David, ¿qué pasa?” preguntó, directa.
Él iba a contestar, pero sonó el teléfono. Al escuchar, palideció.
“¿Qué ocurre?” preguntó Rosalía.
“¡Me están vaciando las cuentas!” dijo, revisando mensajes. “El banco llama, debo cambiar la clave.”
“¡David, son estafadores! No des el código.”
“¿Tú qué sabes?” respondió con sarcasmo.
“En serio, no lo digas,” insistió.
“¡No te metas!” gritó. “Ve a recoger tomates.”
Ella oyó cómo daba el código. Un grito siguió:
“¡Estafadores!”
David, rojo de furia, gritó:
“¡Tú lo sabías! ¡Estás con ellos! ¡Me han quitado todo! ¡Estaba ahorrando para un coche!”
“Te avisé,” dijo ella, fría. “Pero decidiste que era tonta.”
“¡Y sacaron un préstamo! ¿Dónde consigo tanto dinero?”
“¿Cuánto es?” preguntó.
La cifra era alta, pero Rosalía no pensaba regalársela. Recordó lo que Doña Carmen le contó: “Eres buena, Rosalía. David nunca se casará. Año tras año, trae mujeres, las hace trabajar y luego las echa. Castígalo, es hora.”
“Te daré el dinero… si me vendes la casa por esa cantidad.”
“¡Estás loca! Vale el triple.”
“Pues suerte encontrando comprador,” dijo, tomando una cesta de verduras.
“¡Añade algo más!” suplicó.
“Adiós,” dijo, yéndose.
“¡Vale, acepto!” cedió.
En el notario, cerraron el trato. En el banco, ella pagó la deuda. De vuelta, juntó las cosas de David, dejando una cesta de verduras y mermelada. Cambió la cerradura.
“Rosalía, ¿vienes a tomar algo?” gritó Doña Carmen.
“Mejor ven tú,” sonrió. “Celebramos casa nueva. ¡Ahora soy la dueña!”