¡No toques mis lentes de cristal! grita la que fuera amiga íntima. ¡Cuídate tú esos ojos! ¿Te crees que no veo a quién le andas lanzando miraditas?
¿Qué pasa, Aurora, estás celosa? se sorprende Tomasa Fernández. ¡Vaya, vaya! Menuda fichita Ya sé lo que te voy a regalar por Reyes: ¡una máquina para enrollar labios!
Será mejor que te la quedes, guapa, replica Aurora sin quedarse atrás. ¿O es que ya no hay máquina capaz con tus morros? ¡No te creas que no me doy cuenta!
La señora Tomasa baja los pies de la cama antigua y se va directa al rincón del salón donde tiene el pequeño altar familiar con la Virgen del Carmen y San Isidro a leer la oración de la mañana.
No era demasiado religiosa, claro, pero reconocía que algo tenía que haber ahí arriba. ¡Alguien mueve los hilos! Lo que no sabía es quién exactamente.
A esa fuerza mayor cada uno le ponía un nombre distinto: el destino, el universo o, por supuesto, Dios. Ese abuelito de barba blanca y gesto afable sentado en su nube, velando por todos nosotros.
No en vano, la Tomasa ya anda rozando los setenta.
A esa edad conviene no pelearse con lo divino: si resulta que no existe, los creyentes no pierden nada; pero si existe, los que dudan lo pierden todo.
Termina Tomasa su rezo con unas palabras propias¡faltaría más! Cumplido el ritual, siente el alma ligera: puede dar comienzo al día.
En la vida de Tomasa Fernández hay dos grandes penas. Y no son precisamente los dichosos atascos y obras eternas, no. Sus problemas son su vecina Aurora y sus propios nietos.
Con los nietos todo era previsible: generación moderna, cero ganas de arrimar el hombro. Pero, mira, al menos tienen padres que lidian con ellos.
Pero, ¿qué hacer con Aurora? ¡Eso sí que le traía por la calle de la amargura! Le sacaba de quicio con una maestría digna de premio.
Eso en la tele aún hace gracia, como en las pelis de Gracita Morales y Lina Morgan. Pero fuera de ahí, el roce diario es un suplicio. Más aún cuando encima te buscan las cosquillas por deporte.
Aparte, Tomasa tenía un amigo de toda la vida, Pedro Jiménez Cosculluela, a quien en el pueblo llamaban Pedrito el Vespa, porque de joven no se bajaba de la moto ni para ir a misa.
Por entonces, Pedro y también su mujer Carmen hacían piña con Tomasa y su difunto esposo. Ahora ella y Pedro siguen frecuentándose por costumbre y cariño de siglos: se conocen desde primaria y Pedro fue siempre buen amigo.
En aquellos tiempos eran inseparables: Pedro entre las dos, agarrándolas del brazo como si fueran asas de una taza bien hermosa, para que no se les cayera la vida de las manos.
Pero los años pasan y la amistad muchas veces se transforma. Entre Tomasa y Pedro no, pero Aurora un día cambió la sonrisa por una mirada torva y, con el tiempo, la tibia vecindad se tornó en odio visceral.
A Aurora la cambiaron como a una moneda. Sobrevino tras la muerte de su marido. Antes, al menos, aparentaba pasar la vida con dignidad.
Es normal: los años agrían a quien ya de joven era agarrado o envidioso. Al final, quien mucho ansía, más rabia guarda dentro.
Quizá la envidia también hizo nido en Aurora, pues motivos no le faltaban.
Por un lado, Tomasa se mantenía ágil y esbelta pese a los años, mientras Aurora había cogido cintura de botijo, como decían en las fiestas de San Lorenzo. La vecina quedaba bastante peor en comparación.
Además, Pedro últimamente prestaba más atención a Tomasa. Charlaban, reían juntos, y sus cabezas de plata se rozaban cómplices. A Aurora apenas le dirigía palabra, y cuando iba a su casa era tras mucho rogar.
Sí, quizá no fuese tan aguda ni tan simpática como Tomasa. Pedro, en cambio, siempre había lucido buen humor y chispa gaditana.
Y claro, lo que empezó como encontronazo tonto terminó en Aurora, que ahora se dedicaba a buscarle las vueltas a su vecina, como le gustaba hacer al gran Rafael Azcona.
Primero, que el baño exterior de Tomasa sería fuente de malos olores.
¡Tu retrete apesta, muchacha! le suelta Aurora.
¿Cómo dices? ¡Si lleva ahí desde antes de inventar la tele! ¿Sólo ahora te huele, mujer? responde Tomasa, dispuesta a no dejarlo pasar. ¡Anda! Y tus lentes de cristal, baratijas del ambulatorio… ¡Ahí no regalan nada de calidad!
¡Que no toques mis lentes! suelta Aurora a voces. ¡Cuídate tú esos ojos! ¡Te veo más de lo que tú piensas!
Así que todo es por celos… suspira Tomasa. ¡Menudas ilusiones te haces! Igual te regalo para Reyes una máquina de enrollar labios.
Quédatela tú, que la vas a necesitar más espeta Aurora. ¿O ya no te vale de nada? ¡No será por no ver!
Y lo veía todo, la tía, una y otra vez. Pedro, al enterarse de aquello, le aconsejó a Tomasa clausurar el baño exterior y poner uno dentro de casa.
Entre su hijo y su hija, juntaron un dinerillo y le montaron baño moderno. Pedro, con su destreza y bonhomía, tapió el pozo viejo: asunto zanjado, ¡que Aurora busque otra excusa!
Pero ni hablar. Al poco tiempo, los nietos de Tomasa supuestamente habían cogido peras del árbol de Aurora, cuyas ramas se colaban en el patio de Tomasa.
Pensaron que era nuestro, mujer, se disculpaba Tomasa, aunque juraría que el árbol ni lo habían tocado. Además, tus gallinas escarban en mi huerto y no me ves reclamar
Lo de las gallinas es cosa de bicho irracional, responde Aurora levantando la voz. Pero a los nietos hay que educarlos, no andar de risitas con el primer jubilado que pasa.
Total, vuelta a empezar. Los nietos recibieron bronca. Y cuando ya las peras pasaron de moda, Aurora se queja de que alguna rama está quebrada.
¿Dónde ves el daño? le pregunta Tomasa, pues todo sigue como siempre.
¡Aquí y allí! señala Aurora con dedos nudosos. Y mira por dónde ¡las manos de Tomasa parecían de pianista comparadas con las suyas!
Las manos dicen mucho, incluso en un pueblo. Y lo de Aurora era manía de toda la vida.
Pedro entonces da la solución: que poden esas ramas, ¡al fin y al cabo crecen en tu parcela!
¡Me va a armar un escándalo! teme Tomasa.
Ni se atreverá si estoy yo, le asegura Pedro.
Efectivamente, Aurora presencia la faena desde su ventana, pero ni pío.
Cuando por fin zanjaron lo de las ramas, empezó Tomasa a tener sus propias quejas por las gallinas de Aurora, que destrozaban el huerto cada día.
Ese año Aurora había traído gallinas nuevas de raza, que para mal solo sabían revolver y remover tierra. Ante las quejas, Aurora respondía con una sonrisa torcida, como diciendo “Anda ya, ¿qué vas a hacerme?”
Una opción sería zamparse un par de gallinas a la brasa de manera ejemplar. Pero Tomasa, buena vecina, no quiso cruzar esa línea.
En vez de eso, Pedro, gran conocedor de internet, le sugirió poner huevos comprados en el huerto de noche y recogerlos con teatralidad al amanecer, como si las gallinas fueran dueñas y señoras de los milagros.
¡Y mano de santo! Aurora se quedó petrificada al ver a Tomasa recoger huevos a dos manos, y desde entonces, ni una gallina cruzó la verja.
Venga, Aurora, ¿hacemos las paces o qué? Si es que no merece la pena pelear
Pero nada. Ahora molestaba el humo de la cocina de leña de Tomasa, donde guisaba hasta octubre.
“Ayer no molestaba, y hoy sí”, soltó Aurora. Quién sabe, igual ahora es vegetariana y hasta la ley del Congreso llegará a la BBQ rural.
¿Pero tú has visto brasero, Aurora? ¡Anda, límpiate las gafas, mujer!, decía Tomasa.
Por mucho que Tomasa fuera paciente, ya estaba harta. “¡Se ha puesto imposible!”, confiesa a Pedro una tarde, tomando té juntos. Esta mujer me devora los nervios
¡Se atragantaría seguro! promete Pedro. Pero tengo una mejor idea
Días después, en una luminosa mañana, Tomasa oye afuera: ¡Toma, Tomasa, ven afuera!
Es Pedro, exultante. Ha arreglado su vieja Vespa y, como en los ochenta, la llama a vivir la vida. Vamos a dar un paseo, galana, que la ley dice que los jubilados somos jóvenes ya, ¿eh?
Tomasa sube sin pensarlo dos veces. Si la vejez es cosa del BOE, ella prefiere estrenarla a lo grande.
Y poco después, se convierte en la señora de Cosculluela, porque Pedro finalmente le pide matrimonio.
El destino le arma el último puzzle y Tomasa se muda con Pedro. Aurora, sin embargo, se queda tal como está: sola, fondona, y más enfadada que nunca.
Sin nadie ya con quien reñir, toda su bilis se la traga ella solita. Y, dicen en el pueblo, eso no es nada bueno.
Así que, Tomasa, ¡cuidado al salir! Porque nunca sabes qué puede inventar la vecina. Si es que la vida en la aldea es así: ¡una canción de chascarrillos! ¿Y tú querías paz? Mejor dejar el baño donde estabaPero así como el humo sube y se disipa, también las peleas terminan por desvanecerse. A fin de cuentas, la vida sigue en el pueblo, entre el eco de las gallinas, el rumor de las ramas y el zumbido de una Vespa color crema.
Un domingo cualquiera, Aurora se asoma a la ventana. La vejez la ha vuelto despeinada y algo triste; ahora, la casa huele a naftalina y recuerdos. Observa a Pedro y Tomasa pasear cogidos del brazo, riendo con el corazón ligero.
Siente un pellizco, sí, pero al mirar el viejo árbol de peras ya sin ramas que invadir o frutos por reclamar, Aurora nota que, por primera vez en mucho tiempo, solo hay silencio. Un silencio sonoro, lleno de nostalgia y de cosas no dichas.
Quizá quién sabe, el próximo verano se anime a acercarse al porche de la nueva pareja con una tarta de higos y dos vasos de anís, a ver si aún le queda un hueco en esa mesa donde antes sobraba risa y ahora sienta falta.
Al fin y al cabo, hasta la envidia se cansa, y el campo, te lo enseña todo: después de cada tormenta, vuelve el sol. Y en algún rincón del alma, incluso los peores vecinos pueden acabar compartiendo sombra.
En el pueblo, estas historias nunca terminan; solo se transforman en anécdotas, aguardando el turno para ser contadas junto al brasero, entre migas, pan y mucho, mucho amor.
Y es que, como decía la Tomasa, quien siembra paciencia, cosecha paz. Así se lo dijo el cura el día de la boda, y Aurora, desde su ventana, por fin, torció la boca… pero esta vez, en una sonrisa.







