Marina López siempre supo lo que ocurría en su edificio. Quién entraba tarde, quién discutía, quién no podía pagar la comunidad. Pero de la vecina del quinto piso, no sabía nada. Apareció de forma etérea, como una sombra deslizándose. Recordaba que el piso cincuenta y tres llevaba vacío tras la muerte del viejo Simón Iglesias. Sus herederos de Barcelona venían a veces, revolvían trastos, luego vendieron. El comprador permaneció envuelto en bruma.
—Seguramente agencias inmobiliarias revendiendo — especulaba Valentina García, encontrándose con Marina en los buzones—. Ahora está de moda, venden pisos como churros.
Pronto resultó evidente que nadie revendía el piso. Alguien habitaba allí. Marina lo intuía por la música tenue venida desde arriba y el taconeo en las escaleras. Tacones genuinos, jamás chanclas o zapatillas. Un lujo casi onírico en su edificio. La primera vez que vislumbró a la nueva vecina fue casualidad: asomó al ojo de la cerradura al oír voces y se petrificó. Enfrente, una mujer alta con abrigo beige, cabello recogido en un moño, sostenía un ramo de rosas blancas.
—Mil gracias — decía al hombre de traje estricto—. Se lo transmitiré.
Él asintió con murmullos inauditos y tomó el ascensor. Ella permaneció un instante contemplando las flores, suspiró translúcidamente y se desvaneció en su piso.
—Valen, ¿has visto a la nueva vecina? — preguntó Marina al día siguiente en el banco del patio.
—¿Nueva?
—Del quinto. En el cincuenta y tres.
Valentina movió la cabeza negativamente:
—¿Joven?
—Cincuenta años quizá. Elegante, cuidada. Viste con clase, no como nosotras.
—Rica, seguro — concluyó—. Por comprar en pleno centro.
Pero algo desentonaba. Los ricos no escogían edificios vetustos con ascensores chirriantes. Se instalaban en nuevos complejos con conserjes. Gradualmente, Marina detectó que recibía visitas. Siembre hombres, siempre con flores. A distintas horas. Unos veinte minutos, otros horas. Todos vestían trajes caros y movían con seguridad.
—¿Profesora de arte? — sugirió Valentina—. O concertista. Esas tienen muchos conocidos.
—¿Conciertos que pagan tanto? — replicó Marina—. ¿Has visto algún artista rico?
Su curiosidad crecía como enredadera. Intentaba escuchar sus pasos, coincidir en el descampado. Pero la vecina parecía fundirse con las paredes. La solución llegó en el centro de salud, tras horas de cola infructuosa. En el ascensor topó a Genaro, el fontanero de la comunidad.
—Marina — saludó él con su caja de herramientas—. Voy al quinto. Grifo estropeado.
—¿Al cincuenta y tres?
—Sí. Vive una señora… rara. Ofrece té y galletas. Paga extra, además.
—¿Y cómo es?
Genaro se rascó la nuca:
—Amable. Culta. Pero triste, siempre sola.
—¿Sola? ¡Si van hombres a todas horas!
Él arqueó las cejas:
—¿Qué hombres? He ido cinco veces: nunca vi a nadie.
Una semana después, Marina la encontró frente a frente en el supermercado, junto a los yogures. La vecina estudiaba una etiqueta como si contuviera enigmas.
—Disculpe — dijo Marina—. ¿Del edificio, verdad? Yo soy Marina López, cuarto piso.
La mujer levantó la mirada. De cerca, su belleza era casi dolorosa: rasgos perfectos, ojos castaños, piel tersa. Pero en ellos flotaba una tristeza oceánica.
—Sí — susurró —. Elena Vázquez. Encantada.
—¿Y qué tal? Buena compra, ¿no? El viejo Simón lo mantenía bien.
—Sí, tranquilo.
Marina insistió:
—¿Trabaja o jubilada?
—Trabajo — fue la respuesta escueta.
Marina llamó a Valentina desde casa:
—¡Hablé con ella! Elena Vázquez.
—¿Y?
—Nada importante. Muy hermética. Triste como estatua rota.
—¿Viuda? ¿Divorcio?
—No sé. Pero algo hay. Genaro dice que está sola, yo veo a los hombres.
Valentina guardó un silencio denso.
—Marina… ¿y si es… ya sabes?
—¿El qué?
—Hombres que visitan, dinero… sola…
Marina contuvo un grito:
—¡No! ¡Es refinada! ¡Profesional!
—Las refinadas también comen, ¿sabes?
Esa idea
Marina García siempre intuía cada movimiento en su bloque: quién lleg tarde, qué pareja discutía, quién le faltaban euros para la comunidad. Pero de la vecina del quinto no sabía nada. Apareció discretamente cuando el piso 5B, vacío desde que murió el viejo Antonio Martín, fue vendido por sus sobrinos de Barcelona. “Seguramente especuladores” comentó su amiga Valentina Martínez al encontrarse en los buzones, “compran pisos como churros ahora”. Pronto se supo que alguien vivía allí: música tenue a ratos y tacones resonando en la escalera, sonidos extraños en aquel edificio de zapatillas desgastadas. La descubrió casualmente al mirar por la mirilla: mujer alta envuelta en gabán beige, pelo recogido en moño perfecto sosteniendo claveles blancos mientras despedía a un hombre trajeado. “¿Viste a la nueva del quinto?” preguntó Marina a Valentina sentadas en el banco de ladrillos rotos. “¿Joven?”. “Cincuenta años quizás, elegante como duquesa”. “Con dinero”, sentenció Valentina, aunque Marina notaba algo raro: los ricos compran áticos con portero, no en este edificio manchado de humedad. Empezaron las visitas: caballeros con rosas a horas variables, estancias de veinte minutos o dos horas, siempre bien vestidos. “¿Artista?” aventuró Valentina. “¿Artista con Rolex?” objetó Marina entre mordisco de magdalena. Su curiosidad creció: aguzaba el oído, sincronizaba salidas al cubo de basura. Pero la mujer parecía evaporarse, escurrirse entre las sombras. El misterio se rasgó al tropezar con Ginés, el fontanero, en el ascensor chirriante. “¿Vas al 5B? Cuéntame de esa mujer”. “Buena gente, me ofrece café con polvorones. Tímida, siempre sola y con una tristeza…”. “¿Sola? ¡Pero si entran hombres constantemente!”. Ginoves encogió hombros: “Cinco veces fui, jamás vi a nadie”. La revelación llegó entre estantes de yogures del supermercado. Al abordarla, Marina descubrió ojos castaños con pozos oscuros, piel fina como porcelana agrietada. “Elena González. Encantada”. El diálogo fue glacial. Al colgarle a Valentina, la teoría brotó venenosa: “¿Y si es…? Sabes, esos hombres pagando…”. Marina sintió frío en la nuca. Esa noche, llantos ahogados rebotaron en paredes como pájaros heridos. Al día siguiente, ayudó a Elena bajar bolsas pesadas de lino. “Si viene alguien preguntando por mí… diga que no vivo aquí”. Marina asintió sin respirar. Las visitas cesaron. El silencio del quinto se hizo absoluto. Hasta que el timbre trajo a un cincuentón en traje italiano con rosas escarlata: “¿Está Elena? Soy Miguel Ángel de la agencia”. “Se mudó” mintió Marina observando sus nudillos perlados de sudor. Al entregarle las flores al día siguiente, Elena tembló como hoja otoñal. “Ya no soporto esta vida” susurró antes de desvanecerse en el ascensor. Siete días después, la ambulancia reluciente arañó la callejuela. “Pastillas” masculló la vecina del bajo. “Ginés la salvó al sentir el silencio eterno”. Tras el alta, Elena llamó a su puerta. “Quiero explicar”. Relató su despido como contable por negarse a fraudes, las coacciones disfrazadas de galantería floricultural. “Amenazaban con hundirme”. Marina vio las piezas encajar, horriblemente mundanas. “¿Y ahora?”. “Ahora” dijo Elena secándose un pétalo de lágrima “aprenderé a vivir sin miedo”. Marina la observó marchar, comprendiendo que algunos ab
Desde aquel día, Marina Gómez sintió un profundo alivio al ver a Elena Martínez recuperarse lentamente, compartiendo a veces un café en silencio que decía más que mil preguntas.