La vecina exige que destruya mis rosales debido a su alergia.

Todo comenzó como un sueño extraño, una pesadilla que se volvió realidad. Mi marido y yo compramos una casa de campo en un pueblo de Castilla, cerca de Segovia, pero nunca encontrábamos tiempo para arreglarla. Solo veníamos una vez al mes, a arreglar el tejado o cambiar una cerradura, y cada vez nos dábamos cuenta de que nuestro solar, entre las parcelas florecidas de los vecinos, parecía un erial abandonado.

Nuestra vecina, Dolores Martín, una mujer soltera de sesenta años con cara de pocos amigos, siempre nos lo recordaba. Con una sonrisa falsa, decía: *«Vaya, compraron una casa en el campo, pero casi ni la usan. Da pena ver vuestro terreno tan desolado…»*

Aguantábamos sus comentarios. Pero cuando yo me jubilé y mi marido cogió una larga baja, decidimos que era hora de ocuparnos en serio del jardín.

La casa estaba en buen estado—pintamos las paredes, limpiamos las ventanas. Pero el terreno parecía sacado de una pesadilla: montañas de ramas secas, hojas podridas, cubos oxidados y cachivaches inservibles. Trabajamos sin descanso. Y entonces, de pronto, algo floreció dentro de mí. No quería solo orden, sino belleza.

*«¿Y si plantamos rosales junto al camino y junto a la pared sur?»*, sugirió mi marido. *«Imagínate verlas desde la terraza…»*

La idea me pareció mágica. Fuimos al vivero, elegimos esquejes de distintas variedades, los plantamos con cuidado. Nunca había cultivado flores, así que temía que no prendieran. Pero, como en un sueño, echaron raíces, crecieron, brotaron capullos.

Empecé a venir más, y al empezar el verano, me mudé allí. Por primera vez en años, me sentí plenamente feliz. El silencio, el aire limpio, el trabajo que amaba. No podía apartar la vista de aquellos tallos verdes, de los capullos hinchándose. Todo iba perfectamente… hasta que Dolores Martín se fijó en mis rosas.

Apareció sin avisar—la primera visita en años. Entró, miró alrededor y esbozó una sonrisa burlona:

*«Por fin han arreglado esto. Daba vergüenza ajena.»*

*«Sí, ahora tenemos más tiempo»*, respondí, conteniéndome.

*«¿Y esto?»*, señaló los rosales con desdén.

*«Rosas»*, dije, orgullosa.

*«Quítalas. Ya.»*

Me quedé helada. Pensé que quizá había violado alguna norma del pueblo, plantado la especie equivocada. Pero la razón era más absurda.

*«Tengo alergia a las rosas»*, anunció. *«Me hacen estornudar, se me hinchan los ojos. ¿Quieres matarme?»*

*«Pero están en mi terreno. Nadie la obliga a acercarse.»*

*«¿Y el polen? ¿Crees que respeta fronteras? Me llega igual. No pienso sufrir por tus caprichos.»*

*«Es mi tierra. No le hago daño a nadie.»*

*«¡Sí lo haces!»*, gritó. *«Si no las quitas, presentaré una queja. Y otra, y otra.»*

El escándalo fue tremendo. Se marchó, cerrando el portón de un golpe. Me quedé entre mis rosas—confundida, dolida. ¿Tanto esfuerzo, tanta ilusión, para que ahora alguien me obligara a destruirlas?

No. No cederé. El jardín es mío, las flores son mías. No estoy envenenando a nadie. Sí, me remuerde la duda—¿y si realmente sufre? Pero, ¿debo renunciar a todo mi trabajo porque a ella le molesta? ¿Y mañana será por las petunias, y pasado por los olivos?

A veces pienso que no soporta ver felicidad ajena. Aguantamos sus pullas cuando todo era un desastre, pero ahora que hay belleza, ha empezado a atacar. ¿Envidia? No lo sé. Pero he decidido una cosa: mis rosas se quedan. Y si hace falta, lucharé por ellas. Porque no son solo flores. Son mi alegría. Y nadie me la arrebatará.

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MagistrUm
La vecina exige que destruya mis rosales debido a su alergia.