La única solución acertada

**La única y correcta decisión**

María del Carmen era una mujer severa y austera. La vida no le había dado tregua, obligándola a enfrentar duras pruebas y la pérdida de sus seres queridos. A sus cuarenta y nueve años, dedicaba sus días al cuidado de animales abandonados.

La noticia de la muerte de su madre llegó mientras trabajaba. Fue la vecina, quien vigilaba a la anciana por encargo de María, quien la llamó entre lágrimas:

—María, tu madre ya no está. Se acostó después de comer y no despertó. Llamé a la ambulancia, pero ya era tarde.

La desgracia nunca viene sola

Tras el funeral, María no lograba aceptar la ausencia. Cada noche, su mano buscaba el teléfono para llamarla, como siempre hacía, compartiendo sus días. Los domingos, tomaba el autobús cuatro paradas para visitarla. Su madre vivía en un piso de dos habitaciones; el padre las había abandonado cuando María tenía ocho años.

Poco a poco, asumió la pérdida y heredó el piso. Con su marido tenían una casita en las afueras, donde su madre pasaba los veranos cuidando del huerto. Allí, María descansaba mientras la abuela arreglaba las plantas.

Dos años después, otro golpe. Una llamada anónima en la noche:

—¿María del Carmen? Debe acudir a identificar unos cadáveres. Hubo un accidente… en el coche iban su marido y su hijo.

No supo cómo sobrevivir al dolor. El mundo se volvió gris. Las sonrisas se esfumaron. Vivía suspendida en la esperanza de que regresaran, como si solo hubieran salido un momento.

—Dios mío, ayúdame a soportar esto… Estoy sola, lo he perdido todo. Dime cómo seguir —rogaba en la iglesia, mirando los santos del retablo—. Mi vida es una noche interminable.

Hasta que una madrugada, la idea surgió como un rayo: construir un refugio para animales abandonados.

—Los veo en la calle, les doy comida, pero no es suficiente. Un refugio les daría una vida digna. A mi familia le habría encantado; siempre amaron a los animales.

Vendió el piso de su madre, buscó patrocinadores y trámites interminables para construir el refugio en las afueras. María, testaruda y decidida, encontró en aquel proyecto un salvavidas contra la soledad. Las tareas la absorbieron, aliviando su pena.

Pronto, el refugio abrió sus puertas. Perros y gatos llenaban los corrales, atendidos por voluntarios. Entre ellos, Lucía, una joven amante de los animales, trabajaba con entusiasmo.

**La visitante inesperada**

Una mañana, al abrir las puertas, Lucía vio acercarse a una anciana encorvada, apoyada en un bastón, con una bolsa raída. Sus pasos, lentos y meditados, contrastaban con el alboroto de los perros.

—Buenos días, cariño —musitó la mujer—. ¿Puedo ver a los perritos?

—Claro, Adelina —respondió Lucía, usando el nombre que la anciana dio—. ¿Busca alguno en especial?

Adelina recorrió los corrales, murmurando. Media hora después, se detuvo frente a un perro negro con una mancha blanca en la oreja, inmóvil en un rincón.

—Es Negrito —explicó Lucía—. Llegó hace poco. Lo atropellaron, y desde entonces no se mueve. Tiene miedo.

—¿Puedo llevármelo? —preguntó la anciana.

Lucía dudó. Adelina parecía frágil, y Negrito necesitaba cuidados.

—Pensémoslo. ¿Vuelve mañana?

—Sí —asintió Adelina, alejándose con paso cansado.

Al día siguiente, Lucía le dio la negativa:

—Lo siento, es demasiado trabajo para usted.

Adelina asintió en silencio y se marchó.

**El perro que entendió el alma**

Pero regresó. Día tras día, se plantaba frente al corral de Negrito, susurrándole palabras secretas. El perro permanecía quieto, como si escuchara.

Hasta que, una semana después, María del Carmen ordenó:

—Abre el corral.

Adelina entró y acarició a Negrito. Por primera vez, el perro se levantó y la siguió, moviendo la cola. Todos quedaron boquiabiertos.

**El secreto de Adelina**

—Adelina, lléveselo —propuso María días después.

La anciana rompió a llorar.

—No puedo… —confesó entre lágrimas—. Mi hija Rosario quiere meterme en un asilo y vender mi piso. En tres días me llevará. ¿Dónde metería a Negrito?

María, indignada, intentó hablar con Rosario, pero solo encontró a una mujer ebria en un sótano, rodeada de borrachos que le pedían dinero.

**La decisión**

Esa noche, María no pudo dormir. Al amanecer, supo qué hacer.

—Adelina —dijo al día siguiente—, venga a vivir conmigo. Llevaremos a Negrito. Será mi madre.

—¡No, hija! ¡No quiero ser una carga!

—Ya no estaré sola. Usted tampoco.

**Un año después**

María desayunaba cada mañana con Adelina, quien, rejuvenecida, le servía el café.

—Madre, ¿ya está levantada? Debería dormir más.

—¡Qué va, niña! Negrito y yo paseamos temprano.

Rosario jamás apareció. Pero en aquella casa, entre el aroma a pan recién hecho y el ronroneo de Negrito, habían encontrado, al fin, la paz.

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La única solución acertada